sábado, 17 de septiembre de 2016

Amor Salvaje: Capítulo 31

-Duérmete, Pedro -una mano en el tobillo le detuvo la partida-. ¡Suéltame, idiota! -susurró con fiereza.

-Me está matando la espalda. ¿Por qué no te compadeces de mí? En plan puramente profesional, por supuesto.

-Pensé que no creías en la medicina alternativa.

La idea de deslizar los dedos por su piel le estaba produciendo ardor por todo el cuerpo.

-Creo que es la oportunidad ideal de convertirme.

-No estoy tan desesperada por encontrar clientes.

-Pero yo sí estoy desesperado por dormir.

La vulnerabilidad rompió una grieta fatal en su coraza.

-Entonces duerme en el sofá. Yo vigilaré a los chicos.

-Ya me siento bastante culpable de haberte quitado una noche de sueño.

¡Una noche! ¡Si él supiera!

-No es culpa mía que no puedas dormirte.

-Yo no estaría tan segura si fuera tú -el tono de su voz le produjo cosquilleos en el estómago-. Tengo que llevar a esta tropa mañana a Hampshire y no dudo que los gemelos se marearán en el viaje como acostumbran. Y el lunes tendré que estar de vuelta con una lista de quirófano tan larga como tu brazo. -Pedro le rozó la espinilla con el pulgar. -Ahora que lo pienso, más larga que tu brazo, porque eres muy pequeñita. Si no te compadeces de mí, compadécete de esos pobre pacientes cuando el bisturí me tiemble en la mano.

-¡Por Dios bendito! -dijo ella en exasperada derrota-. Pero no te prometo milagros.

Se arrodilló y tanteó en la oscuridad. Sus dedos fríos entraron en contacto con la piel caliente y se apartó como si se hubiera quemado.

-No puedo ver nada -susurró intentando recomponer su mente turbulenta.

-¿Y qué falta hace? Estoy a tu merced.

Sus palabras conjuraron imágenes muy poco profesionales en su mente. Imágenes de ella a horcajadas sobre su poderoso cuerpo. Sacudió la cabeza para borrar las poderosas ilusiones y se alegró de que la oscuridad velara su fuerte sonrojo.

-Tengo las manos un poco frías -dijo inspirando con fuerza antes de posarlas en la posición correcta en la base de la espina dorsal.

Pedro inhaló con fuerza, pero no contestó cuando sus pulgares avanzaron a cada lado de su espina dorsal. Los demás dedos extendidos se movieron sobre los músculos de su espalda deslizándose con firmeza sobre su cálida piel satinada.

-Estás tenso -murmuró y repitió el lento movimiento de nuevo-. ¿Está bien así?

Arqueó el cuerpo sobre el de él para buscar los nudos con los dedos. Un sonido gutural de satisfacción fue la única respuesta que recibió. Con más confianza a cada momento, Paula siguió masajeándole la espalda. Las sensaciones táctiles le hicieron sentirse un poco embriagada y enseguida perdió la noción del tiempo. Pedro tenía una bonita espalda sin exceso de carne para ocultar los finos músculos.

Sólo cuando el ejercicio empezó a fatigarla se detuvo. La respiración de Pedro era lenta y regular y cualquier motivo ulterior que hubiera tenido había sido borrado por el agotamiento. Paula sintió una cálida oleada de ternura que la pilló por sorpresa y le veló los ojos de lágrimas. Cerró los ojos y empezó a ponerse en pie despacio. Pero le rozó la pierna inadvertidamente y se quedó muy rígida.

-Tienes los pies fríos -comentó semi adormilado.

-Duérmete -dijo sin entonación.

-Ven a calentarte los pies.

-No seas estúpido, Pedro -susurró con una oleada de pánico. Ya estaba demasiado sensible con su olor y calor como para arriesgarse más-. Duérmete.

-No hasta que te calientes los pies.

Estaba todavía adormilado.

-Despertarás a los niños.

-No. Ven a calentarte los pies.

Alarmada por el creciente volumen de su voz, se decidió al instante y se deslizó bajo la manta. Todo tipo de luces de advertencia brillaron en su cerebro, pero las ignoró. Apoyó sus plantas heladas contra las pantorrillas de Pedro. No había sido para hacer mucho más. Se quedaría hasta que Pedro se durmiera y entonces se iría.

Pedro lanzó un gruñido de contento.

-Eso está mejor -dijo con satisfacción.

Paula contuvo un gemido cuando las patas de metal rechinaron bajo el peso de los dos y enroscó el brazo de forma instintiva sobre el estómago de Pedro y él la sujetó por el antebrazo. -Buena chica.

Estaba dormido. Paula estaba casi segura. Permaneció inmóvil esperando a que aflojara el abrazo. Le estaba costando mucho no pensar dónde ni como estaba, pero le resultaba muy difícil. Pedro llevaba unos pantalones cortos de boxeador que dejaban poco a su agitada imaginación. Las firmes y circulares nalgas de él presionaban sus piernas. Si pasaba su pierna izquierda sobre sus muslos, evitaría resbalarse de la estrecha cama. Era una estrategia arriesgada, pero en cuanto se le ocurrió, ya no puedo quitarse la idea de la cabeza. Y no tenía nada que ver con el deseo de saber qué sentiría al rozar su piel velluda con la suave de ella. ¡Cuando por fin lo hizo, la sensación fue maravillosa!

-¿Estás intentando aprovecharte de mí mientras estoy inconsciente?

-¡Pedro! ¡Estabas dormido! -le acusó intentando retirar la pierna.

Pero él enganchó el brazo bajo su rodilla y se lo impidió.

-¡Estoy cansado, no muerto!

-Me estaba cayendo -balbuceó ella-. Esta cama no está hecha para dos personas - inhaló con fuerza-. ¿Qué estás haciendo? -Pedro estaba subiendo los dedos por la parte interna de su muslo aprisionado. A Paula se le escapó un débil gemido cuando se deslizaron bajo el dobladillo de su camisón-. Si no dejas de hacer eso, gritaré.

Paula ladeó la cabeza cuando sus dedos le produjeron temblores hasta los pies. Estaba gimiendo y apoyó la cabeza contra su torso para ahogar los gemidos.

-Esto es una tontería -susurró contra su cuello.

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