Cuando Pedro giró la esquina se encontró con una larga fila de coches.
-Este es el tipo de cosas que creía haber dejado atrás en la ciudad -dijo con impaciencia.
Belén deslizó una uña roja con suavidad por su brazo y sonrió.
-Pobrecito mío.
Una relación que había consistido en excursiones civilizadas al teatro y al cine y veladas íntimas a solas significaba que Belén no conocía la parte más difícil de la naturaleza de Pedro. Y ella procuraba ocultar su desagrado siempre.
La adolescente del asiento trasero vió el gesto posesivo y sonrió a su hermano mayor. Juan, consciente de que su tío lo estaba mirando por el retrovisor le dirigió una mirada de advertencia. Habían decidido que sería mejor la sutileza que la hostilidad abierta para acabar con la fantasmal Belu.
Los gemelos eran demasiado pequeños para servir de utilidad, pero Marcos y Sofía estaban decididos a tirar algunos petardos entre los fuegos artificiales.
-¡Tengo que ir! -anunció una vocecita resuelta.
-Yo también -repitió otra voz idéntica.
Sofía y Marcos se miraron y dijeron al unísono:
-¡Tienen que ir al servicio, tío Pedro!
-¿Y qué puedo hacer yo? -dijo Pedro cuando una furgoneta paró tras ellos.
-¡No lo sé! -respondió Pedro divertido-. Pero será mejor que lo hagas cuanto antes.
-Tendrán que esperar -anunció Belén como si con eso acabara el problema-. ¿Son eso cámaras de televisión? -había desviado la vista hacia un grupo de gente que había descargado equipo de televisión de la furgoneta de detrás de ellos-. Será mejor que les busques un servicio, cariño.
-Buena idea, Belu- dijo Marcos.
-Belén -le corrigió Pedro mientras su prometida se encogía ante el diminutivo que detestaba.
-Se me escapó.
-Pues no dejes que se te escape más -fue la seca advertencia-. No hace falta que vengan todos -añadió cuando le siguieron todos los ocupantes del coche.
-No vamos a ayudarte -contestó Sofía-. Vamos a averiguar por qué están ahí las cámaras. Como todo el mundo.
Los ocupantes de los coches parados ya estaban avanzando por la carretera.
-Los niños son tan curiosos -sonrió con tolerancia Belén mientras se miraba al
espejo de nuevo.
-Belu... Belén puede ayudarte con los gemelos, ya que no está interesada - observó Sofía antes de colocar una gordezuela mano en la de ella-. No te preocupes. Es sólo chocolate -susurró con dulzura cuando Belén examinó con mal disimulado horror la mancha oscura en su falda clara
-Joaquín no quiere ir con ella -anunció Nicolás, de la mano de Pedro.
-No, no quiero -corroboró su hermano.
Belén esbozó una breve sonrisa, pero no evitó que el niño desenroscara los dedos de los de ella.
-¡Pobres pequeños! Todo el trauma que sufrieron debe tener su impacto, pero creo que es un error dejar que la disciplina se resienta.
La expresión de Pedro permaneció impasible al darse la vuelta y sorprender a su sobrino haciéndole burla a Belén a sus espaldas. Sin decir nada, le dió la mano.
Cuando se acercaron un poco vieron a un grupo de unos cincuenta manifestantes con trajes de época. Toda la plaza del pueblo parecía sacada de una escena de Jane Austin y la multitud de espectadores contemplaba fascinada a las mujeres con vestidos de color pastel de cintura alta que pasaban con sus pancartas al lado de hombres en calzones ajustados y cuellos engolados.
-Hacer que la ciudad se paralice en un día de mercado es típico del comportamiento egoísta de este extravagante grupo que se opone por principio al progreso. ¿Qué hay de los trabajos? -dijo alguien por el micrófono.
Un hombre grueso también había proclamado que no tenía nada que ver con los manifestantes. Una pequeña figura se adelantó del otro lado de un joven que sujetaba el micrófono.
-¡No necesitamos otro supermercado ni otro estacionamiento! Esas casas son un legado cultural -dijo con ansiedad mirando a la cámara.
La brisa agitó los pliegues de la falda de muselina de color lavanda y ella se sujetó el sombrero de cisne con fuerza. El pecho se le agitaba sobre el vestido de corte alto, hecho que no le pasó desapercibido al cámara. Si perdía alguno de los disfraces que la sociedad de aficionados al teatro les había prestado y que tenía para su próxima producción: Las Huellas del Conquistador, Paula sería mujer muerta.
-Si estuvieran catalogadas...
-El señor Shaw sabe perfectamente que estamos en proceso de que las incluyan en el catálogo histórico.
-No estamos hablando de las grandes mansiones de Bath, sólo de un triste grupo de pequeñas granjas arruinadas.
Lanzó una carcajada desdeñosa y Paula tuvo que contener el fuerte impulso de darle una patada en la espinilla.
-Dígame, señor Shaw, ¿Me equivoco si digo que usted tiene un interés personal en que ese supermercado salga adelante?
-Yo estoy interesado en el bien de este pueblo, jovencita, que es más de lo que pueden decir usted y su grupo de alfareros.
-Lo pregunto -siguió Paula con voz alta y clara que llegaba hasta el otro lado de la plaza-, porque he oído que el contratista al que se lo han adjudicado es su yerno.
-Mi yerno no es constructor.
La respuesta fue bastante firme, pero la mirada del hombre contenía señales de cautela.
-Y usted hubiera declarado cualquier interés conflictivo, supongo. Su yerno es ejecutivo de la firma constructora que ha conseguido este sustancioso contrato. Usted y él han emprendido negocios juntos, según tengo entendido.
Paula dió un paso atrás contenta. El periodista había grabado lo suficiente como para calentar la sangre. Algo le hizo mirar a la derecha; en el perímetro de su visión, su mirada se detuvo. Alto y rubio, el hombre que permanecía apartado de la multitud hubiera destacado incluso en medio de ella. Llevaba a dos angelicales niños de la mano y la estaba mirando. Sus ojos se encontraron y a Paula pareció parársele el corazón. La sonrisa se desvaneció presta de su cara y tardó un momento en poder apartar la vista. Respondió a una ansiosa pregunta a su lado con un asentimiento de cabeza.
-Estoy bien -mintió.
-Parecías tan rara. Pensé que ibas a desmayarte -confió Rosa Thomson.
-Me pusieron nerviosa las cámaras.
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