—¿Traicionado, humillado? —sugirió.
—No, me sentí aliviado.
—¿Aliviado?
—Sí, porque así todo era más sencillo. Yo no me hacía ninguna ilusión sobre sus sentimientos por mí. El amor de su vida es y será siempre el bolso último modelo que todo el mundo quiere llevar. Es una chica muy práctica y sabe que la vida profesional de una actriz cuyo único talento consiste en tener un buen cuerpo y una bonita cara es muy limitada. Sólo es un medio para seguir comprando bolsos.
—¿Y por qué ibas a casarte con ella?
—Confieso que mis motivos eran tan egoístas y tan triviales como los de Candela —Pedro hizo un gesto de disgusto—. Jamás pensé que el matrimonio con ella pudiera durar para siempre… nunca pensé en ello como algo serio, sagrado. Los de su departamento de publicidad no dejaban de molestarme sobre la conveniencia de un posible compromiso, y cuando un periodista me preguntó si era verdad cometí el error de contestar con una ironía. Lamentablemente, los que trabajan en ese tipo de revistas no suelen entender las ironías.
—Pero podrías haberlo negado.
—Podría y debería haberlo hecho —suspiró él—. Pero si quieres que te sea sincero, tenía la sospecha de que algún día podría convertirme en mi padre —la revulsión que le producía esa idea era evidente—. Como él, también yo he tenido relaciones vacías toda mi vida y pensé que, si iba a casarme, debía hacerlo con alguien tan frío como yo, alguien a quien no pudiera hacerle daño.
—¡Tú no eres frío! —protestó Pau.
—Cara, antes de conocerte había convertido el cinismo en una forma de arte. En cuanto a Candela, no esperaba nada de ella, pero tampoco esperaba que se acostase con otros hombres en cuanto yo me fuera del país. Y lo del accidente fue un golpe para ella porque la gente pensó que me había dejado al quedarme ciego y nadie quería contratarla. Lo siento por Candela, la verdad.
—No podría haberle ocurrido a una persona mejor —dijo Pau, irónica.
La evidencia de sus celos lo hizo sonreír con una mezcla de satisfacción y alivio.
—Puede que no te hayas dado cuenta, pero estás enamorada de mí.
—¿Tú crees?
—Lo sé —dijo Pedro, con su habitual arrogancia; una arrogancia que, en realidad, ella echaría de menos.
—Pues te equivocas, me he dado cuenta. De hecho, lo sabía antes de que nos casáramos. Te quiero, Pedro.
Después de unos segundos de silencio, él se apoderó de su boca y la besó hasta que le daba vueltas la cabeza. Y cuando dejó de besarla la abrazó, mirando su cara como si fuera la cosa más perfecta que había visto en toda su vida.
—Mis sentimientos por tí, Paula…
—¿Sientes algo por mí? —preguntó ella inocentemente. Cuáles eran sus sentimientos por ella era algo que Pau estaba encantada de explorar.
—¿Cómo puedes preguntarme eso? La verdad es que yo no podía ponerles nombre porque nunca los había tenido antes. No sabía lo que era el amor y no lo reconocí ni siquiera cuando lo tenía delante. Cada vez que oía tu voz o te tocaba… cuando no podía verte imaginaba tu cara, tu preciosa cara. Y cuando hice los votos lo supe, Paula.
La emoción que había en su voz la tocó en el alma.
—Cuando levantaste el velo me quedé sin aliento. No sabía ni dónde estaba, pero por fin pude reconocer lo que sentía… estaba enamorado. Tú me has salvado, Paula. Había conseguido alejar a todo el mundo y los que seguían conmigo no se atrevían a decirme que era un cobarde… pero tú lo hiciste. Tú te convertiste en la luz de mi vida y te estoy inmensamente agradecido.
Pau apretó los labios, emocionada.
—No quiero tu gratitud.
—Pero la tienes de todas formas, cara. Y con ella, mi amor. Puede que tampoco lo quieras, pero es tuyo —dijo él, tomando su mano para llevársela al pecho—. Y mi corazón.
Ella cerró los ojos mientras su propio corazón explotaba de alegría.
—Lo acepto, cariño.
—Ah, y esto también tienes que aceptarlo —Pedro se apartó un momento para sacar una cajita de terciopelo del bolsillo de la chaqueta, que había tirado sobre uno de los sofás—. No estoy intentando comprar tu amor, pero quería darte algo que expresara lo que yo no podía expresar con palabras.
—No lo has hecho tan mal —dijo Pau con voz ronca, levantado la tapa. Dentro de la caja había un collar de zafiros montados en oro.
—Quería hacer algo por tí que no hubiera hecho por nadie. ¿Quieres creer que nunca le había comprado personalmente un regalo a una mujer? —rió Pedro—. Sé que no son las joyas de la corona, pero si las quieres las compraré… o las robaré si hace falta. Pero ese color, ese precioso azul me recuerda a tus ojos…
Un suspiro escapó de la garganta de Pau y todas sus dudas desaparecieron.
—Es precioso, Pedro.
—La idea de volver a perder la vista me horroriza, pero no tanto como la idea de perderte, Paula.
Ella tomó su mano y la puso sobre su abdomen.
—No vas a perderme, Pedro. Ni al niño —le prometió, sus ojos brillando con la profundidad del amor que sentía por aquel hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario