jueves, 5 de mayo de 2016

Las Tinieblas De Mi Vida: Capítulo 19

—Eres un pedante —rió Pedro, que conocía los gustos refinados de su conductor. Pero luego su expresión se volvió seria. Un edificio que su fastidioso chófer encontraba inaceptable no era un sitio donde tuviera intención de dejar que se criase su hijo.

Pablo, que tenía un pequeño problema de sobrepeso, estaba jadeando cuando por fin llegaron a la quinta planta. Cesare no.

—Tienes que hacer más ejercicio, amigo mío.

El chófer dejó escapar un gruñido antes de darle una rápida explicación de cómo era el descansillo.

—¿Quiere que espere?

—No, te llamaré cuando te necesite.

Pau seguía tumbada en el sofá, con el abrigo puesto, cuando sonó el timbre. Y sólo cuando el vecino de arriba empezó a dar golpes en el suelo y resultó evidente que la visita no iba a marcharse hizo un intento de levantarse.

—Muy bien, muy bien —murmuró, pasándose una mano por la cara mientras iba a abrir la puerta. Tan desolada estaba que olvidó preguntar quién era… y se vio empujada contra la pared cuando Pedro Alfonso entró en el departamento.

Pau estaba demasiado atónita como para decir nada.

—Dí algo o empezaré a pensar que he entrado en el departamento equivocado.

Era mentira. Podría haber reconocido el aroma de su piel en una habitación llena de gente y estaba seguro de que no tenía nada que ver con que su sentido del olfato se hubiera desarrollado desde que perdió la vista.

Pau suspiró ruidosamente mientras lo miraba de arriba abajo. Tenía un aspecto increíble, el compendio de la belleza masculina, y estaba tan cerca que podría tocarlo. Pero no iba a hacerlo porque aún le quedaba un gramo de sentido común y la pasada experiencia le había enseñado que cualquier forma de contacto físico con aquel hombre era altamente peligrosa.

Bajo la chaqueta de ante llevaba una camisa blanca y unos vaqueros negros que destacaban sus largas piernas y sus delgadas caderas.

Pau intentó apartar los ojos, pero no podía hacerlo. Sospechaba que era un hombre que hacía huir a mucha gente… y si ella lo hubiera hecho, no estaría metida en aquel lío. Aunque seguramente se habría quedado sin trabajo de todas formas.

Por fin, consiguió hablar:

—¿Cómo sabes dónde vivo? ¿Y qué haces aquí? No me apetece hablar con nadie ahora mismo…

Pedro se dió cuenta de que estaba intentando hacerse la dura.

—Estás llorando.

Se sintió avergonzado, pero no era momento para sentimentalismos; estaba haciendo lo que debía hacer.

—¿Quieres marcharte, por favor?

—No, no podría irme aunque quisiera —Pedro se pasó una mano por los ojos—. Estoy ciego, ¿recuerdas?

—Sí, lo recuerdo —dijo ella, aunque seguía siendo difícil de creer.

—En caso de que no te hayas dado cuenta, era humor negro.

—No, era una broma de mal gusto.

—Soy famoso por ello.

—Mira… —Pau se detuvo, sin saber cómo llamarlo—. Mira, Pedro…

—¿Tan difícil ha sido eso?

—¿Qué?

—Llamarme por mi nombre.

—Sí, lo ha sido —suspiró ella. ¿Y por qué no? Todo lo que tuviera que ver con él era difícil—. Pedro, el asunto es que he tenido un mal día y la última persona a la que me apetece ver es a tí.

Incapaz de contenerlas, sintió que las lágrimas empezaban a rodar por su rostro una vez más, pero las secó con el dorso de la mano.

—A veces ayuda hablar de los problemas.

—Por favor, no te hagas el comprensivo.

Pedro, que sabía bien que ni el más generoso de los críticos diría eso de él, alargó una mano para tocar su cara. Ella la apartó, pero no antes de que un escalofrío la recorriese de arriba abajo.

—La ventaja de estar en compañía de un ciego, cara, es que no tienes por qué preocuparte de tu aspecto.

—He intentado hablar contigo y lo único que conseguí fue un dolor de cabeza. Mira, lo siento. Sé que sólo estabas intentando ser caballeroso al sugerir que nos casáramos… eres italiano y la familia es importante para tí…

Pau no pudo terminar la frase, sus hombros sacudiéndose por el esfuerzo de contener los sollozos. Y eso afectó a Pedro como las lágrimas de una mujer no lo habían afectado nunca.

Dió un paso adelante para abrazarla, pero lanzó una maldición al chocar contra un obstáculo imprevisto.

—Lo siento, no tiene nada que ver contigo. Y no te preocupes, enseguida se me pasará.

Pedro se había dicho eso mismo cien veces aquel día: ya se le pasaría.

—No, tienes que desahogarte.

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