Ocho días después de la ecografía llegó el momento de la boda. No tenía sentido esperar más, había dicho Pedro. Pero Pau había estado sufriendo ataques de pánico a diario. Podría haber parado el efecto bola de nieve con una sola palabra, pero no lo hizo porque la alternativa significaría muchas cosas; pasar las noches sola, por ejemplo.
Pedro y ella habían dormido juntos desde que decidieron casarse, salvo las dos últimas noches porque él estaba en Roma por asuntos de trabajo. Y por la noche no tenía ninguna duda; era de día cuando empezaba a preguntarse si había perdido la cabeza.
A lo mejor también él despertaba preguntándose qué estaba haciendo. Era una posibilidad. ¿Por qué si no la había llamado a las cinco de la mañana?
El porqué de la llamada seguía sin estar claro, pero Pau se había quedado con la impresión de que quería algo, quizá cancelar la boda.
Y seguía preguntándose qué había querido decirle cuando llegó el coche para llevarla al ayuntamiento.
—No es demasiado tarde —murmuró, mirándose al espejo.
Pero sí lo era, había tomado una decisión, se había comprometido. Era lo mejor para el niño. Lo mejor para ella no iba a pasar, imposible; Pedro no la amaba.
Descubrir que ella sí estaba enamorada no había sido algo inmediato, pero en algún momento la semana anterior se había dado cuenta de la verdad.
¿Cuándo Pedro le puso un enorme zafiro en el dedo y ella tuvo que darse la vuelta para esconder las lágrimas?
¿Cuando vió una fotografía suya escalando una montaña y pensó que escalar sólo era una de las cosas que la ceguera le había robado y que tenía que enfrentarse cada día a la vida con una valentía y una seguridad que la llenaban de admiración?
Pero unos días antes lo había visto sentado frente a su escritorio, mirando al vacío con una expresión tan distante, tan remota que Pau sintió un escalofrío de aprensión.
«¿Qué esperabas?», le preguntó una vocecita. «No te ama, no va a decirte que está contando los minutos hasta que vuelva a verte. No va a decir que se sentirá solo sin tí».
Pero ella sí. ¿Había sido entonces cuando supo que estaba enamorada de Pedro?
Eran todas esas ocasiones y ninguna de ellas porque, en el fondo, era algo que siempre había sabido, pero se negaba a reconocer. Estaba enamorada. Pedro Alfonso, valiente, cabezota y totalmente insufrible, era el amor de su vida.
Aquél debía ser el día más feliz de su vida, pero cuando llegó a su destino sintió una profunda tristeza. Y no tenía nada que ver con el hecho de que no hubiera invitados. No, había sido su decisión no contárselo a la familia o los amigos.
Su tristeza tampoco era debida a que aquélla no fuera una boda tradicional, sino a la ausencia de algo que anhelaba su corazón: que Pedro la amase. Pero eso no iba a pasar.
Pedro no la amaba. Pero cuidaría de ella y de su hijo y respetaría los votos que iban a hacer, de eso estaba segura. Porque había descubierto que Pedro Alfonso no era la persona que describían los periódicos y las revistas, sino un hombre honesto de verdad. Aunque ella nunca tendría un sitio en su corazón.
¿Estaría pidiendo demasiado?, se preguntó.
¿Y qué pasaría si algún día conocía a alguien a quien amase como había amado a Candela? ¿Seguiría amando a la bella rubia?
Pau no podía dejar de torturarse mientras hacían el amor, creyendo que podría estar pensando en ella.
Esos pensamientos la ponían enferma y habían estropeado más de un momento íntimo porque Pedro, con su asombrosa percepción, siempre parecía darse cuenta.
Cuando le preguntaba qué pasaba, ella no se lo decía, claro. No decía nada, pero él sabía que estaba mintiendo y la mentira quedaba entre los dos como un muro. Un muro que se disolvía al encenderse la pasión, pero que estaba allí de nuevo cuando se enfriaba.
Pau sabía que, si quería que aquel matrimonio tuviese alguna oportunidad de funcionar, tenía que sobreponerse a sus inseguridades y aceptar que Pedro no podía darle lo que ella quería.
Y haría que funcionase, se dijo a sí misma mientras levantaba la falda del vestido para salir del coche.
Nan, con un aspecto tan agitado como si fuera el novio, estaba esperándola en el vestíbulo del antiguo ayuntamiento.
—Estás guapísima —le dijo.
Pau tocó la falda de su vestido de seda color ostra.
—¿No te parece un poco exagerado?
Su intención había sido ponerse el traje que había llevado en la boda de su hermano. Después de todo, le había costado una fortuna y sólo se lo había puesto una vez.
Pero Pedro no estaba de cuerdo e, ignorando sus protestas, había llamado a una exclusiva boutique porque, según él, debía elegir algo adecuado para la novia de un millonario.
Pau no había entrado en la tienda con el propósito de comprar un vestido de novia clásico. Un traje o un vestido blanco, sencillo, le había dicho a la amable dependienta… la gente se volvía muy amable cuando había fondos ilimitados, pensaba Pau con un toque de cinismo.
Y a lo mejor no había sido del todo específica porque lo primero que le llevó para probarse había sido el vestido de novia que llevaba puesto en aquel momento.
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