Pedro abrió la puerta de su apartamento mientras Paula se apoyaba pesadamente en la pared.
— Deberías haberme dejado que te trajera en brazos.
— Estoy bien —insistió ella.
Entró en el departamento y se tumbó directamente en el sofá. A Pedro le sorprendía que siguiera consciente después de ingerir tres vasos del té irlandés de Lorena. Sintió una punzada de remordimientos por no haberla prevenido.
Ella levantó la cabeza para mirarlo.
—Aun no comprendo por qué no me has llevado a casa ni me has dejado tomar un taxi.
Pedro se arrodilló a su lado y le puso un cojín debajo de la cabeza. Tom los miraba sentado en el respaldo del sofá.
— Porque no estás en condiciones de quedarte sola —contestó—. Además, ya te he dicho que tengo una cura secreta para prevenir la resaca y todos los ingredientes están en mi cocina.
—Nada que lleve menta —murmuró ella.
Cerró los ojos y él sonrió para sí y se incorporó.
— Cuídala, Tom.
Entró en la cocina. Había cambiado esa mañana la cerradura del departamento, pero, aun así, buscó señales de un posible intruso. Por lo menos sabía que el impostor no le había robado nada, aparte de una cámara vieja.
Gabriel Rafferty, el detective privado, le había dicho esa mañana que nadie había tocado su dinero ni había muestras de que el suplantador se hubiera propuesto arruinarlo o destruir su carrera.
Además, ese hombre había dejado comida en los armarios y los libros de la biblioteca. ¿Lo había hecho adrede? ¿Aquello era también un juego para él?
Cuando llevó el vaso con el remedio a la sala de estar, vió que Paula dormía acurrucada en el sofá. Su trenza estaba deshecha y el pelo castaño sedoso se extendía por el sofá. Tenía las manos dobladas debajo de la mejilla y los labios entreabiertos. Relajada y con la guardia baja, le recordaba a un ángel de Botticelli.
Dejó el vaso en la mesa y fue a buscar su cámara. Ella no se despertó y Pedro le hizo fotos desde todos los ángulos. Cuando terminó el carrete, guardó la cámara y pensó que había muchas imágenes de ella que quería captar y estudiar luego con calma.
Tom saltó a la mesa de café y olfateó el contenido del vaso. Pedro lo apartó.
— Lo siento, pero no es para tí.
Al oír su voz, Paula abrió los ojos. Se lamió los labios secos antes de hablar.
—¿Dónde has estado?
Él se sentó a su lado en el sofá y tomó el vaso.
— Todos los grandes inventos llevan tiempo. Toma, bebe esto.
La joven se sentó y miró el vaso con aire de duda.
— ¿Qué lleva?
— Creo que es mejor que no lo sepas.
Ella aceptó el vaso, pero lo miró vacilante.
— Algo exótico, supongo. Huevos de cocodrilo o plumas de avestruz.
— Algo así —sonrió él.
— ¿Pero menta no?
—Menta no. Y tampoco alcohol. Ni nada venenoso, te lo prometo. Y también te prometo que, si bebes eso ahora, te sentirás mucho mejor por la mañana.
Ella suspiró con resignación y se acercó el vaso a los labios. Arrugó la naríz al empezar a beber, pero no paró hasta que hubo terminado el vaso.
Pedro estaba impresionado. La primera vez que a él le habían dado aquella bebida, hecha con zumo de tomate, huevo y algunos otros ingredientes, él había escupido el primer trago.
—Está horrible —declaró ella. Le dió el vaso—. De acuerdo, ya puedo irme a casa.
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