sábado, 7 de mayo de 2016

Las Tinieblas De Mi vida: Capítulo 23

—¿No sería más sencillo que le pasaras una pensión al niño?

—Posiblemente —concedió Pedro—. Pero los derechos legales de un padre cuando no está casado con la madre del niño son, tengo entendido, menores que los de un padre legal. Y yo, cara, quiero decidir a medias contigo cómo se educa mi hijo.

—¿De ahí ese repentino deseo de contraer matrimonio?

Era irracional encontrarlo insultante, pero no podía evitarlo.

—En parte —admitió él—. Además, si tuviera una esposa a mi lado alejaría a todas esas mujeres que quieren darme la mano para cruzar la calle.

—Ese sería mi trabajo, ¿no?

—No, no lo creo. Por el momento de eso se encarga Pablo y no creo que quiera casarse conmigo. Además, sospecho que tú más bien me lanzarías bajo las ruedas de un autobús.

—No me des ideas —murmuró Pau.

Aunque no podía considerar en serio aquella absurda proposición, estaba empezando a apreciar la debilidad de su situación.

¿Y si le ocurría algo? ¿Y si se ponía enferma… o algo peor? ¿Qué sería entonces del niño?

Siempre estaban su hermano y su cuñada, claro, pero ellos tenían muchos gastos y muy poco tiempo libre y lo último que necesitaban eran más problemas.

—¿Qué estás pensando? —le preguntó Pedro cuando el silencio se alargó, frustrado porque no podía ver su cara.

—Normalmente sueles adivinarlo, ¿no? —Pau se mordió los labios después de decirlo. Ella no solía ser tan mordaz—. ¿Quién es Pablo?

—Mi chófer y a veces mi guardaespaldas, cuando es necesario. Pero no estamos hablando de Pablo.

—¿Y qué ocurre si es necesario? —a Pau le parecía alarmante la idea de que pedro necesitara un guardaespaldas.

—¿Quieres dejar de cambiar de tema?

—Es que me interesa —insistió ella. Era verdad. Pero no quería añadir que. todo sobre él le interesaba para que no se hiciera la idea equivocada… o acertada—. Estaba pensando que si no hubiera leído ese artículo en el periódico, no habría ido a verte, y si hubiera ocurrido algo… —¿A qué te refieres?

—Bueno, algo —Pau suspiró, estudiando el dibujo de la alfombra bajo sus pies. Era una idea deprimente y ella solía ser una persona optimista, pero no podía escapar de la verdad—. La gente muere todos los días. Hay accidentes, enfermedades…

La prosaica observación dejó helado a Pedro que, de repente, volvió a ver la imagen de una carretera manchada de sangre, un cuerpo caliente volviéndose frío… y un gemido escapó de su garganta.

El extraño sonido hizo que Pau levantase la cabeza.

—¿Te encuentras bien? Ah, estás pensando que el niño acabaría en un orfanato, claro. Pues no te preocupes por eso, mi hermano y mi cuñada se quedarían con él si nos pasara algo a los dos.

—Madre di Dio, ¿quieres concentrarte en el asunto y dejar de parlotear? — Pedro se llevó una mano a la frente; la presión volviéndose explosiva al enfrentarse con una verdad que intentaba ignorar.

—Supongo que antes de tomar una decisión tú haces un estudio estadístico y sopesas los pros y los contras de manera científica —replicó Pau, irónica.

—No, en realidad creo más bien en hacerle caso al instinto.

Y el instinto le decía que la besara en aquel mismo instante.

Pau no se resistió mientras tomaba su cara entre las manos. Sólo pensaba; «Por favor, por favor, bésame».

Y lo hizo. Sus labios moviéndose con lenta y sensual habilidad, con una sabiduría que la encendía por completo.

Intentó apartarse de él, no sólo física sino emocionalmente, pero fracasó.

Pedro volvió a besarla con un ansia que ella sintió hasta en los dedos de los pies. Como un espectáculo de fuegos artificiales, el deseo explotó en su interior, empujando la última pretensión de resistencia.

Cuando el beso terminó, Pau levantó una mano para acariciar los contornos de su cara.

Estaban tan cerca que podía ver la fina textura de su piel, las líneas de expresión alrededor de sus ojos, la cicatriz en su frente que desaparecía bajo el nacimiento del pelo…

Cuando levantó una mano para tocar la señal del accidente que le había robado la vista sintió como si unos dedos helados apretasen su corazón.

—Dame tu boca, cara.

Y ella lo hizo, un gemido vibrando en su garganta cuando se puso de rodillas para echarle los brazos al cuello. Y, mientras sus pechos se aplastaban contra el duro torso masculino, Pau buscó su lengua con la suya.

Fue Pedro quien se apartó tan abruptamente que Pau  tuvo que agarrarse al respaldo de la silla para no caer al suelo. Se quedó mirándolo con los ojos como platos, las pupilas dilatadas, jadeando.

—Esto… no debería haber pasado.

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