martes, 3 de mayo de 2016

Las Tinieblas De Mi Vida: Capítulo 15

Pau se mordió los labios al darse cuenta de que había hablado más de la cuenta.

—Además, no estamos hablando de mi vida.

—Aunque seguro que es fascinante —dijo él.

Ese comentario desdeñoso hizo que Pau tuviera que luchar para controlar su antipatía, que crecía por segundos.

—Si sigue sangrando así, a usted no le va a quedar mucho de vida. Gonzalo tiene un botiquín en el Land Rover, voy a buscarlo.

—No necesito una enfermera.

—Le aseguro que no lo soy, pero haré lo que pueda.

—¿Quién es Gonzalo?

Con la mano en el picaporte, Pau lo miró por encima del hombro.

—El propietario del castillo.

—¿Llama a su jefe por el nombre de pila?

—Aquí nos llevamos todos muy bien —Pau se encogió de hombros. El tono del extraño sugería que él no trataría a sus subordinados con tanta familiaridad. A pesar de su aspecto descuidado, parecía un hombre acostumbrado a dar órdenes—. Y usted se llevaría bien con Gonzalo. También él piensa que no tengo vida propia.

Las tácticas casamenteras de su hermano nunca habían sido nada sutiles, pero lo que Gonzalo y otras personas preocupadas por el asunto no tenían en cuenta era que no se había lanzado de cabeza al trabajo porque su prometido la hubiera dejado por otra mujer.

Se había lanzado de cabeza al trabajo, olvidándose de todo lo demás, porque le gustaba.

Ya había olvidado a Facundo. Ni siquiera estaba enfadada con él. Estaba enfadada consigo misma porque, en el fondo, siempre había sabido que no la quería. No era el respeto lo que impedía que se acostase con ella antes de casarse, como decía, sino una total falta de interés.

Y cuando había visto la clase de mujer que le gustaba entendió por qué, Gisela, la belleza nórdica a la que había conocido y con la que se había casado en el espacio de dos semanas, medía un metro ochenta y tenía un cuerpo por el que se volvería loco cualquier hombre.

Aún mirando por encima del hombro, Pau vió al italiano tomar un paño para limpiarse la herida.

—A mí me da igual que quiera esconderse aquí como un recluso barbudo —le dijo, con aparente indiferencia. Claro que, si él hubiera podido ver su cara, se habría dado cuenta de que no era verdad.

Pero no podía.

De nuevo, sintió una ola de compasión por el extraño. Pero se había dado cuenta de que esa compasión sólo lo haría más obstinado y menos colaborador, de modo que intentó disimular.

—Voy a limpiar esa herida le guste o no.

—¿Recluso barbudo?

Pau casi sonrió cuando él levantó una mano para tocarse la cara, como sorprendido al comprobar que tenía barba de varios días. Era irónico en realidad. Había tantos hombres por ahí que buscaban esa imagen de barba descuidada, y aquel hombre la conseguía sin intentarlo siquiera.

—Llámeme egoísta, pero sería malo para el negocio que volviera a casa en un ataúd y este castillo es el único sitio que ofrece puestos de trabajo en muchos kilómetros a la redonda.

—Entonces quiere limpiarme la herida para que no afecte a la economía local, no porque sea un ángel.

—Si esa mala educación es un mecanismo de defensa para mantener a la gente a distancia, debo decirle que funciona —replicó Pau.

Y entonces el italiano hizo algo que la dejó totalmente sorprendida: sonrió. Una sonrisa que revelaba unos dientes blanquísimos y unas preciosas arruguitas alrededor de los ojos.

Se quedó sin aliento al ver la transformación. Era guapísimo.

Él completó la transformación echando hacia atrás la cabeza para lanzar una sonora carcajada. El sonido era profundo, masculino y muy atractivo.

—Tiene la lengua muy sucia, jovencita.

Había cierta admiración en su tono y a Pau le pareció más turbadora que su hostilidad. Consternada, abrió la puerta y sólo cuando llegó al patio se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

Las primeras gotas de lluvia empezaban a caer del oscuro cielo mientras Sam corría hacia el Land Rover para buscar el botiquín. Había esperado que la tormenta se desatara cuando ella ya estuviese en la granja porque un incidente de la infancia la había dejado con un miedo irracional a los truenos, pero no iba a tener suerte. Además, la lluvia hacía que la carretera, llena de curvas, fuese un verdadero peligro.

Casi sintió la tentación de subir al coche y delegar la tarea de curar la herida de aquel desagradecido a otra persona. Pero no volver sería como admitir que temía los sentimientos que aquel hombre despertaba en ella.

La cocina, con su chimenea y su suelo de piedra, era casi tan grande como un establo y, a pesar de eso, Pau sentía como si las paredes se cerrasen a su alrededor. El extraño hacía que cualquier espacio pareciese diminuto.

—¿Quiere sentarse? —le preguntó.

Era una invitación que la propia Pau hubiese querido aceptar porque le temblaban un poco las rodillas.

Y la expresión del extraño era tan hosca como antes mientras alargaba el brazo hacia ella.

—¡Dio mio! Vamos, limpie la herida si tanto interés tiene.

—¿Ése es el encanto italiano del que tanto he oído hablar? —la irónica sonrisa de Pau desapareció al ver la herida en la palma de la mano—. Oiga, tiene que ir a un médico. Puede que tengan que darle puntos y…

—Lo que necesito es un poco de tranquilidad, así que póngame una tirita o váyase.

Pau suspiró mientras limpiaba la herida con antiséptico, el silencio puntuado sólo por el sonido de la lluvia golpeando los cristales.

—Se avecina una buena tormenta.

Ella dió un respingo cuando un relámpago iluminó la cocina.

—¿Qué le ocurre?

—Nada… que no me gustan las tormentas —en la distancia, Pau podía escuchar el retumbar de los truenos.

—Está muy cerca.

—Ya me había dado cuenta —suspiró ella—. Perdone si le he hecho daño — añadió luego, poniéndole una tirita—. Bueno, ya está. ¿Quiere que llame a alguien?

—Me gustaría…

En ese momento, un trueno retumbó con tal violencia que Pau soltó el botiquín que tenía en la mano, asustada. Pero unos segundos después no pudo ver nada porque se fue la luz y la cocina quedó en total oscuridad.

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