jueves, 5 de mayo de 2016

Las Tinieblas De Mi Vida: Capítulo 18

Que el pasado la arrastrase de esa forma, haciendo que se olvidara de todo, era algo que tenía que aprender a controlar. Era absurdo recordar y más absurdo pensar que pudiese tener algo en común con un hombre sólo porque hubieran compartido una noche de pasión.

Había estado entre sus brazos y habían hecho el amor, pero Pedro Alfonso seguía siendo un completo enigma para ella. Seguía sin saber qué pasaba por su cabeza y quizá era lo mejor. Eran de dos mundos diferentes.

Se decía a sí misma que se alegraba de que hubiera rechazado la oportunidad de tomar parte en la vida de su hijo. Al menos así podría mantenerlo fuera de la suya, decidió.

—Quédese con el cambio —le dijo al taxista, antes de perderse entre una masa de peatones. Ir a verlo había sido un error, pero un error que no volvería a cometer.

Pau miró su reloj antes de llamar a la puerta del despacho de su editor… ¡porras! Llegaba diez minutos tarde.

Esteban Gibbs, el editor del Chronicle, era bien conocido por dos cosas: su barba blanca de Santa Claus y su paranoica aversión a la impuntualidad.

Incluso había dejado plantados a varios actores de Hollywood porque llegaban tarde a una cita… y ella no era una actriz famosa ni una diva, sino una periodista joven cuyo contrato temporal estaba a punto de terminar.

Unas semanas antes, conseguir aquel contrato había sido el centro de todas sus ambiciones y la posibilidad de que el propio Esteban se lo ofreciese la tenía más nerviosa que nunca.

Sin embargo, ahora que la seguridad económica era más importante que nunca, Pau llamó a la puerta del despacho sintiéndose curiosamente… distante.

Seguramente aquella reunión no tenía nada que ver con su contrato. Esteban Gibbs tenía cosas más importantes que hacer que preocuparse de los contratos de los empleados más jóvenes. En las dos ocasiones en las que se habían encontrado cara a cara ni siquiera recordaba su nombre… aunque le habían dicho que no se lo tomara como algo personal. Aparentemente, a Esteban no se le daba bien recordar nombres, ya fueran de políticos o de miembros de la realeza.

Pero si no era el contrato, ¿qué más podría explicar que la llamase a su despacho en su día libre?

Podría haberlo intuido si su disciplina mental no se hubiera desintegrado. No podía pensar con claridad sin que la imagen de Pedro Alfonso apareciese en su cabeza…

—¡Olvídate de una vez! —se dijo a sí misma. Si no quería saber nada de su hijo, era problema de Pedro—. ¡Peor para él!

—¿Eh?

Pau hizo una mueca de disculpa cuando Esteban abrió la puerta.

—Perdona…

—Entra —la interrumpió él—. Siéntate… iré directamente al grano.

El editor lo hizo y Pau lo escuchó, su ansiedad convirtiéndose en angustia cuando terminó de hablar.

—¿Qué estoy despedida?

Era una sorpresa total, algo absolutamente inesperado. Ella era un poco insegura, pero sabía que hacía bien su trabajo.

El editor dirigió la miraba hacia una planta colocada en la estantería.

—Tenemos que dejarte ir. Lo siento.

Pau se levantó, indignada.

—No tanto como yo, se lo aseguro.

—Por supuesto, te daremos unas referencias excelentes.

—¿Puede decirme qué he hecho mal?

—Esto no tiene nada que ver contigo… ¡maldita sea! —exclamó Esteban, golpeando el escritorio con el puño y provocando que un montón de papeles cayeran al suelo.

—¿Entonces?

—Va a haber cambios en el periódico. Una reorganización completa.

Ella aceptó tan vaga explicación encogiéndose de hombros.

—Muy bien, me llevaré mis cosas.

—No hay prisa, no hay prisa —dijo Esteban, incómodo.

Pau consiguió recoger sus cosas sin encontrarse con nadie y, mientras volvía a casa, iba pensando en todo lo que podría haberle dicho. Pero cuando logró abrir la puerta, la furia había dejado paso a la angustia y las lágrimas la cegaban mientras se dejaba caer sobre el sofá.


Llevaban media hora en el coche cuando Pablo, sentado frente al volante, tocó su brazo.

—Se acerca una chica, bajita, pelirroja… y creo que está llorando. Va a entrar en el edificio.

—La seguiremos —dijo Pedro, intentando no pensar en las lágrimas. Aquélla era una situación en la que el fin justificaba los medios.

Pablo respondió con un gruñido de afirmación, pero sin mostrar sorpresa alguna. Llevaba diez años trabajando para Pedro Alfonso y su trabajo requería cierta flexibilidad.

Después de abrirle la puerta del coche, puso una mano en su brazo para guiarlo hasta el edificio.

—Quinta planta, departamento 17 B.

¿Estaría llorando Pau en el departamento 17 B?

La expresión de Pedro se convirtió en una máscara de resolución. No quería sentirse culpable por esas lágrimas. No, lo que estaba haciendo era lo mejor para todos.

—El ascensor está fuera de servicio —dijo Pablo.

—¿El edificio está en malas condiciones? ¿Le hace falta una mano de pintura al portal?

—Varias manos de pintura, diría yo. O mejor aún, lo podrían tirar abajo.

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