sábado, 14 de mayo de 2016

Las Tinieblas De Mi Vida: Capítulo 33

Eran casi las ocho y, como seguía dormida, decidió bajar a la cocina a comer algo.

Una vez abajo, el encanto de la mañana en las altas tierras de Escocia, con su increíble claridad, lo invitaba a salir. El fantástico paisaje, con sus montañas cubiertas de nieve reflejándose en las tranquilas aguas del lago, era muy relajante.

Y, respondiendo a un impulso que durante los últimos meses se había visto obligado a contener. Pedro se quitó la camiseta y, en pantalón corto, se lanzó de cabeza al agua helada y empezó a nadar sin un propósito en concreto, disfrutando de la sensación del agua. No paró hasta que estuvo a unos doscientos metros, flotando de espaldas hasta que el ritmo de su corazón volvió a la normalidad. Sólo cuando estaba a punto de volver oyó los gritos que llegaban desde la orilla.

Sin perder tiempo en absurdas especulaciones. Pedro empezó a nadar… hasta que se encontró a Paula nadando hacia él.

—Dio mio, ¿qué estás haciendo?

Pau, agotada, no podía decir una palabra mientras se dejaba llevar hasta la orilla. Una vez allí. Pedro la dejó sobre el suelo cubierto de brezo y tomó su cara ente las manos.

—¿Qué estabas haciendo, Paula?

—¿Qué estabas haciendo tú? Me había tirado al agua para ir a buscarte. Podrías haberte ahogado. Dios mío… pensé que te habías ahogado. Sé que no quieres que haga ninguna concesión a tu minusvalía, pero la realidad es que estás ciego, Pedro. Siento que eso te duela, pero no puedes ponerte a nadar en un lago y marcharte a cientos de metros de la orilla… ¡hay cosas que no puedes hacer! ¡Es un suicidio!

—¿Estabas intentando salvarme?

El sonido de su risa hizo que Pau lo viera todo rojo.

Se asustó al encontrarse sola en la habitación, pero sintió verdadero pánico al ver su camiseta tirada a la orilla del lago. ¡Y ahora se estaba riendo!

—¿Por qué haces eso? ¿Por qué te pones en peligro? ¿Estás loco o qué?

—¿Y tú? Estás embarazada, no puedes tirarte a un lago helado…

Claro, estaba embarazada; eso era lo único que le importaba, el niño. Debería haberlo imaginado.

—¡Iba a buscarte! Y, por cierto, te llevarías el primer premio a la hipocresía. Pedro. ¿Tú pensabas en el niño y en el gran padre que ibas a ser cuando decidiste lanzarte al agua?

Pedro arrugó el ceño mientras acariciaba su cara.

—No estaba en peligro, Paula. Puedo ver.

—¿Qué?

—Que puedo ver.

Pau  se llevó una mano al corazón, mirándolo con los ojos como platos.

—¿Puedes ver? ¿Pero cómo… cuándo?

—Desperté ayer y, de repente, había recuperado la vista.

—¿Despertaste ayer y habías recuperado la vista? —repitió ella, incrédula.

—Sí, así es —los ojos oscuros se deslizaron por el camisón mojado que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel—. Deberíamos ir dentro, estás empapada.

Pau siguió la dirección de su mirada y levantó una mano para cubrir sus pechos, aunque no sabía por qué.

—¿Puedes ver y no te ha parecido que debías decírmelo? ¿No se te ha ocurrido decir algo como: «Ah, por cierto, Pau, he recuperado la vista?». ¿Cuándo pensabas decírmelo… o no pensabas decírmelo nunca?

—Acabo de decírtelo, ¿no? —sonrió él, tomando la camiseta del suelo—. Venga, no podemos quedarnos aquí. Estás helada.

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