—No —asintió él—, sólo me has babeado el hombro un poquito.
Lo había dicho con tal ternura, con tal simpatía, que a pesar de que no podía verla, Pau se ruborizó.
—Eres tonto.
Pablo, que viajaba en el asiento del copiloto, llevó sus maletas al castillo y habló brevemente con Pedro antes de despedirse.
Unos minutos después volvían a oír las aspas del helicóptero alejándose.
Pau se volvió para mirar a Pedro y cuando sus ojos se encontraron tuvo que decirse a sí misma por enésima vez que no podía verla, que sólo tenía unos ojos muy expresivos. Y, sin embargo, no sabía por qué, se sentía un poco avergonzada.
—Esto es absurdo —murmuró.
Pedro, que estaba quitándose la corbata, levantó la cabeza.
—¿Qué es absurdo?
—Sentirme como una virgen en mi noche de boda. Es absurdo porque ya no… evidentemente…
—¿Lo lamentas? —preguntó él.
Pau negó con la cabeza.
—No, claro que no.
—¿Lamentas haberte acostado conmigo esa noche?
—No, no lo lamento —dijo ella. Pero luego sintió pánico. Eso era muy parecido a admitir sus sentimientos por Pedro—. ¿Y tú, lo lamentas? —Lo que lamento…
—No, déjalo, no lo digas —lo interrumpió ella.
—Lamento, Paula, que tu introducción al amor no fuera más suave, más considerada.
Había cierta recriminación en su voz y ella lo miró, de nuevo sorprendida.
—Yo no lo cambiaría por nada.
—Y lamento haber contribuido a que te despidieran —dijo Pedro entonces.
—Muy gracioso, pero me parece que sobrestimas tu influencia.
—¿Perder tu trabajo no influyó en tu decisión de casarte conmigo?
—Sí, bueno, claro —Pau arrugó la nariz.
—Eso era lo que yo quería y me temo que sí tengo tanta influencia. Sólo tuve que levantar un teléfono.
Pedro sabía que estaba corriendo un gran riesgo, que Paula podría dejarlo plantado. Pero, con las promesas que había hecho aún frescas en su mente, no quería empezar su vida de casado con una mentira.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo que has oído.
Silencio.
—¿Por qué, Pedro?
El dolor y la sorpresa que había en la voz de Pau lo hicieron dar un paso atrás.
—Mi padre no estuvo a mi lado cuando era niño y yo no quiero eso para mi hijo. Hubiera movido montañas para que te casaras conmigo, Paula. No quería arriesgarme.
—¿Y mis sueños? ¿Y las cosas que yo quería? —exclamó ella, perpleja—. ¿Cómo te atreves a interferir en mi vida? ¿Quién crees que eres?
—Paula…
—Bueno, al menos ahora sé que no soy tan mala periodista —lo interrumpió ella, intentando contener su furia.
—Paula…
—No, déjalo. No quiero seguir hablando.
Pau salió corriendo de la habitación, las lágrimas rodando por su rostro. No se había dado cuenta de que había cuencos de flores por todas partes, su aroma intensificado por el calor de las chimeneas, encendidas en todos los cuartos.
Imaginó a Andrea, su cuñada, yendo habitación por habitación, preparándolas para tan importantes clientes… casi le daban ganas de reír al pensar en su cara de asombro cuando supiera que ella era uno de esos clientes. Aunque eso no sería nada comparado con el asombro de saber que estaba casada con Pedro Alfonso.
Cuando volvió a la cocina, él estaba en el mismo sitio en el que lo había dejado. Su expresión era inescrutable, pero el aire a su alrededor vibraba de tensión contenida.
—¿Quieres una taza de té?
—Sí, gracias —suspiró él—. No estoy orgulloso de lo que he hecho, Paula.
—Lo que has hecho es una canallada, pero supongo que no tendrías por qué habérmelo contado… por lo menos es algo.
Mientras la veía abrir la nevera. Pedro contuvo el deseo de preguntar si era suficiente.
—Es una pena que no pueda beber alcohol.
—Te haré compañía con un zumo de naranja.
Pau cerró la puerta de la nevera después de sacar un cartón de leche.
—No tienes por qué —murmuró—. ¿Por qué me lo has contado, Pedro?
—No quería empezar este matrimonio con mentiras, pero se me había olvidado que la verdad no es siempre lo mejor.
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