—Debería estarme agradecida —le espetó, girando la cabeza para mirar fijamente las manos que seguían sobre sus hombros. Él, sin embargo, no pareció entender la indirecta y no era gratitud lo que había en sus facciones, sino furia—. ¿Le importaría soltarme de una vez?
Un segundo después el extraño aflojó la presión, aunque no apartó las manos.
—¿Quién es usted?
Pau tragó saliva. Lo que sabía era quién no era. No era una mujer que se quedara mirando a un hombre de esa forma. Y, definitivamente, no era una mujer que se sintiera atraída por el peligro. Pero si algún hombre representaba un peligro, era aquél.
Mirándolo sentía algo que hubiera preferido no sentir. Nunca en su vida un hombre había provocado una reacción así en ella.
La asustaba y la repelía pero, al mismo tiempo, sentía una vergonzosa excitación. Nunca en sus veinticuatro años había experimentado algo tan primario. —Hable o…
—¡Suélteme! —gritó Pau, empujándolo.
—¡Dio mio! —exclamó él—. ¿Quiere dejar de moverse? ¿Se puede saber qué hace aquí?
—Había venido a dejar las cosas en la cocina y a cambiar las sábanas…
—¿Es la chica de la limpieza? —la interrumpió él.
No parecía convencido, pero era un alivio comprobar que, aunque seguía mirándola con desconfianza, parte de la hostilidad había desaparecido.
Pau dió un paso atrás, sus piernas chocando contra la mesa que había en el centro de la habitación y en la que tuvo que apoyarse, nerviosa.
—No, soy una ladrona de joyas de renombre internacional y suelo anunciar mi llegada cambiando las sábanas de los clientes —replicó, sarcástica.
Incluso a un metro, aquel hombre era demasiado impresionante. Sabía que no estaba en peligro físico, pero su estabilidad emocional era otra cosa. Cada vez que lo miraba tenía que tragar saliva y lo que le pasaba a su cuerpo no podía ni examinarlo porque se sentía avergonzada de su reacción ante aquel hosco y antipático italiano con boca de pecado.
«Por favor, muestra un poco de dignidad», se dijo a sí misma.
—Pues claro que he venido a limpiar. ¿Le parece que vengo vestida para ir a una fiesta?
El hombre clavó en ella su mirada, sin parpadear.
—No hueles como una chica de la limpieza. —¿Y cómo huelen las chicas de la limpieza?
—No lo sé, como tú, seguramente. Nunca había abrazado a una como si fuera una amante.
El comentario hizo que Pau carraspease, nerviosa.
—Pues entonces es que no ha vivido nada.
—Un pensamiento tentador —dijo él.
—No era una invitación —replicó Pau.
—Entonces, ¿no es usted parte de los servicios que ofrece el castillo?
—No, yo no cobro por mis besos, sólo por pasar la escoba. Y sólo beso a la gente que me gusta.
El extraño miró hacia la ventana, aparentemente aburrido con la conversación. Pau estaba acostumbrada a que los hombres no la encontrasen particularmente atractiva en el aspecto sexual, pero la mayoría no actuaban como si fuera invisible.
El silencio se alargó y, cuando el extraño habló por fin, Pau se llevó un sobresalto.
—No está bien despertar expectativas en un hombre para luego aplastarlas —le dijo—. Así que, señorita de la limpieza, puede tomar su escoba y su plumero e irse a casa. Los gerentes del castillo han sido informados de que no necesito servicio de habitaciones.
Pau estuvo tentada de marcharse, pero Gonzalo y Andrea ya tenían bastantes problemas como para enfrentarse con las quejas de un cliente.
—Me lo habían dicho, pero está equivocado.
—¿Estoy equivocado?
—Usted me necesita.
—Parece muy segura de su habilidad para satisfacer mis necesidades…
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