martes, 31 de mayo de 2016

Extraños En La Noche: Capítulo 24

— ¿Y qué son esos rumores de que te vas a otro sitio?

—No tengo ni la menor... —se interrumpió. ¡El impostor! Ese hombre estaba enviando su curriculum a sitios—. ¡Diablos! —exclamó.

—Parece que necesitas una copa —observó su jefe. Se levantó y se acercó al bar.

—No, gracias —quería conservar la cabeza despejada y encontrar al suplantador antes de que hiciera algo que estropeara de verdad su vida—. Lo que necesito es averiguar cómo empezó el rumor. ¿Lo sabes?

Bruno se encogió de hombros.

— Humberto sólo ha dicho que has enviado tu curriculum a sitios. Quería tomar parte en la puja.

Aquello no sonaba demasiado perjudicial, ¿pero hasta dónde estaba dispuesto a llegar el impostor? ¿Se estaba haciendo pasar por él con más gente?

— Dime una cosa —pidió a Bruno, que se servía un whisky doble—. ¿Ha habido alguien raro por aquí últimamente? ¿En los tres últimos meses?

— ¿Aparte de Woody y el resto de los lunáticos de la revista?

—Sí. Alguien que hiciera preguntas sobre mi trabajo o sobre mí.

El editor negó con la cabeza.

—No que yo sepa. ¿Por qué?

—Por curiosidad —se puso en pie—. Oye, tengo que irme.

—Es cierto. Tienes que prepararte para las fotos de la semana próxima en Nueva Zelanda.

¡Maldición! Había olvidado decirle a su jefe que tenía que posponer el viaje.

—Tengo que retrasar eso.

Bruno frunció el ceño.

—Está en la agenda desde hace meses. Esperamos las fotos para el número de septiembre.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo.

Su jefe volvió a mirarlo con recelo, pero Pedro no quería hablarle del impostor hasta que conociera su identidad.

— ¿Cuánto tiempo necesitas? —preguntó Bruno.

— No lo sé de cierto. Una semana, dos como mucho. Créeme, me subiré al primer avión en cuanto me sea posible.

El editor movió la cabeza.

—Espero que tengas un buen motivo para aplazar ese viaje.

—Lo tengo —repuso él—. De hecho, podríamos decir que mi vida depende de ello.

Salió de la estancia antes de que Bruno pudiera hacer más preguntas. Bajó por el pasillo y entró sin llamar en el despacho de Woody.

—Justo a tiempo —dijo éste, sorprendido por su llegada. Le tendió una cámara digital—. Necesito que me hagas una foto.

—Éste no es un buen momento —miró la cámara con el ceño fruncido—. Y no es una buena cámara.

—Lo sé, pero es una emergencia.

— ¿Qué clase de emergencia?

El otro sonrió.

—Acabo de conocer a una chica sensacional en internet y quiere que le envíe una foto. ¿Qué te parece esta pose? —se colocó al lado del ordenador, con una mano apoyada en el monitor.

— La pose está bien, pero la idea es una locura. ¿Y si es una loca?
— Eh, me gusta vivir peligrosamente. Y parece que a ti también, a juzgar por tu cita de anoche.

Woody era la segunda persona que llamaba peligrosa a Paula.

—Has hablado con Lorena.

—No sólo con Lorena. Aquí todo el mundo habla de la mujer que trajiste a la fiesta. No se puede decir que sea tu tipo.

— Yo no tengo un tipo —replicó irritado.

— ¿Y es coincidencia que tus cuatro últimas novias fueran pelirrojas con poco intelecto?

— Y supongo que tu chica de internet es doctorada en Físicas.

—Todavía no es mi chica —sonrió Woody—. Vamos, hazme la foto.

Él suspiró y miró por la lente.

—Dí desesperado.

—Caliente —dijo Woody.

Él hizo la foto y le pasó la cámara.

— No digas que no te lo advertí.

Woody volvió a sentarse ante el ordenador.

— Estoy casi seguro de que no está loca. Y a pesar de la opinión de Lorena, creo que Paula tampoco. Aunque bebe esos tés irlandeses como si fueran agua. Lo que implica que es mucho más valiente que yo.

Pedro había pensado lo mismo cuando la vio tomar de un trago la poción para la resaca. Ella no parecía tener miedo a los retos, sólo a él. O quizá no era miedo, sino otra cosa. Lo mismo que le hacía negarse a acompañarlo al banquete.

Extraños En La Noche: Capítulo 23

Pero a Paula le resultó imposible concentrarse en otra cosa que la nota que tenía ante ella. Su novio al fin se había puesto en contacto, aunque el mensaje fuera breve y confuso.

Ella no quería olvidarlo ni pensar que era tan malo como decía Pedro, pero la había engañado, aunque aquello al menos probara que no la había abandonado.

Se tocó las sienes, donde empezaba a sentir dolor de cabeza. ¿Por qué su novio no la había llamado a casa? Allí habría podido hablar con él. Cerró los ojos. Aquello no llevaba a ninguna parte. Sólo le quedaba esperar que volviera a tener noticias suyas. Con suerte, quizá tuviera un mensaje en el contestador de casa. Lo comprobaría durante la hora de la comida, pero hasta entonces tenía que intentar olvidarse de Pedro Alfonso y de él. O la volverían loca entre los dos.

—Estás en un buen lío.

Esas fueron las primeras palabras que oyó Pedro cuando entró en la redacción de Adventurer. Lorena tomaba una chocolatina subida al mostrador.

—¿Dónde está Lucía? —preguntó él.

—Ha salido a comer. Me he quedado en su puesto.

— ¿Y por qué estoy en un lío?

—A mí no me preguntes, pregúntale al jefe. Ha dicho que quiere verte en cuanto pongas los pies aquí.

—A lo mejor me quiere dar un aumento. O subirme las dietas.

— Sigue soñando —la chica terminó la chocolatina y se chupó los dedos—. Bruno no está de buen humor. Ni siquiera se ha reído de mi chiste del abogado.

— Porque el chiste es malo.

Ella hizo una mueca.

—Tú te reíste.

— Porque soy un tipo simpático. Pero como amigo te aconsejo que dejes de contar chistes. Eres malísima.

Ella achicó los ojos.

— Bueno, ya que estamos con consejos, si yo fuera tú iría con cuidado con la mujer que trajiste a la fiesta. Te traerá problemas.

— ¿En serio? —preguntó él, curioso—. ¿Por qué dices eso?

—Intuición femenina —Lorena saltó al suelo—. Admítelo. Tú nunca has tenido muy buen gusto para las mujeres. ¿Se puede saber cómo has acabado con alguien como ella?

—Es una larga historia. Y para tu información, tengo muy buen gusto para las mujeres.

Ella se echó a reír.

—No quiero empezar a criticar tu vida amorosa, pero acepta mi consejo y sigue con las pelirrojas tontas. Serás mucho más felíz.

Pedro quería discutir esa afirmación, pero Bruno Berger, el editor ejecutivo de la revista, eligió ese momento para salir de su despacho.

—Lucía, llama al maldito Alfonso y... —se detuvo al ver a Pedro—. Bien, ya estás aquí. ¿Podemos hablar?

— Claro —siguió al otro al despacho—. ¿Cuál es el problema?

— Siéntate, por favor.

Pedro lo miró extrañado. Su jefe nunca pedía nada por favor.

— ¿Un puro? —preguntó tendiéndole una caja de habanos.

—No, gracias —se recostó en su silla.

Bruno jamás compartía sus preciosos habanos con nadie, y menos con sus empleados.

— No sé por dónde empezar —dijo el editor—. Sé que siempre has sido sincero conmigo, o por lo menos eso espero. Por eso me preocupa la llamada de teléfono que he recibido esta mañana.

— ¿Y tengo que adivinar de qué estás hablando?

Bruno lo miró.

— Me ha llamado Humberto Walton, de Empire Media. Somos viejos amigos y quería verificar un rumor que había oído.

Hizo una pausa, como esperando que Pedro supiera ya por dónde iba. Pero no era así.

— ¿Y?

— Y me ha dicho que buscas trabajo —se echó hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa—. Mira, si estás descontento con tu sueldo actual o con tantos viajes...

—Espera un momento —levantó ambas manos—. Yo no busco otro trabajo. Estoy muy contento aquí, aunque no me quejaré si me das un aumento.

Bruno hizo una mueca.

Extraños En La Noche: Capítulo 22

—Mi club de lectura se reúne a las siete y seguro que dura más de una hora.

— ¿Club de lectura? ¿Me vas a dejar plantado por un club de libros?

—Para mí es muy importante —repuso ella, algo dolida por su reacción—. Lo monté yo para estudiar a autores británicos y nos reunimos todos los Jueves por la noche cuando cierra la biblioteca. Este Jueves hablamos de Orgullo y prejuicio de Jane Austen, que casualmente es uno de mis libros favoritos.

— No lo he leído —dijo él—, pero si lleva cien años editado, ¿no podéis dejar la discusión para otra reunión?

— Por supuesto que no.

Él bajó su tenedor.

—¿Seguro que no hay otro motivo para que no quieras venir a esa cena? ¿Seguro que quieres encontrar a tu novio?

—Claro que sí.

— ¿Sí? — se inclinó hacia delante— Mientras mi impostor siga desaparecido, tú no tienes que afrontar que te mintió y puedes seguir fingiendo que habrá una explicación razonable para su comportamiento.

— Yo quiero encontrar a mi novio tanto como tú —repuso ella—. Mejor dicho, más que tú. Porque yo lo quiero mucho.

En la barbilla de él se movió un músculo.

—No lo entiendo. Te engaña con todo, incluso su nombre y te sigues mostrando leal con él.

— Sólo quiero darle una oportunidad de explicarse antes de juzgarlo —oportunidad que su padre no había tenido.

Él tomó su plato y lo llevó al fregadero.

— Son casi las nueve. Más vale que te vayas.

Ella se levantó también.

—Necesito los zapatos.

Él abrió la puerta del horno y los sacó.

—Toma.

La joven movió la cabeza y se los puso. Buscó su bolso en la sala de estar y dudó si volver a la cocina a despedirse, pero optó por marcharse sin más.

—Nos vemos luego, Pau —gritó cuando ya estaba en la puerta.

Y la frase sonaba más como una amenaza que como una promesa.

Paula llegó a la biblioteca a las 8:59. Hizo caso omiso de las miradas de sus compañeros, que estaban acostumbrados a encontrarla en su mesa cuando llegaban, pero no pudo ignorar a Eliana Myerson, quien miró el reloj de la pared y se acercó a su mesa.

—Hay otro mensaje para tí —dijo, ajustándose las gafas.

Ella se sentó en su silla.

— ¿Si?

Eliana le tendió una nota y se quedó mirando mientras Paula la leía.

"Por favor, no me olvides todavía".

El corazón le dió un vuelco.

— ¿Esto es todo? —preguntó.

La mujer asintió.

— Le he preguntado si quería dejar su nombre o un teléfono, pero ha colgado antes de que acabara la pregunta.

Era de su novio; no podía ser de nadie más.

— ¿Qué tal hablaba?

La directora enarcó una ceja.

—No soy una experta en voces. No era nadie que yo conozca.

— ¿Pero ha preguntado por Pau, por Paula o por la señorita Chaves?

¿Sonaba alterado o con miedo? Deseaba desesperadamente más detalles. Cualquier cosa que pudiera darle una pista sobre su paradero.

— Ha sido una llamada muy corta. ¿Hay algún problema, Paula?

—No, no. Ninguno.

Eliana asintió.

—Me alegro. Y ahora, si me disculpas, seguro que las dos tenemos trabajo.

Extraños En La Noche: Capítulo 21

— ¿Nunca te han dicho que eres un mandón?

—Nadie es perfecto —repuso él.

Se acercó a la cocina.

— Lo digo en serio. Primero me chantajeas para que te ayude a buscar a mi novio, luego me emborrachas y ahora me robas los zapatos.

—Yo no te emborraché —replicó él.

Pasó la sartén del fuego a la mesa, la colocó encima de un pie de bronce y soltó la tortilla con una cuchara grande.

—Tú me pasaste el vaso de té irlandés que te dió Lorena sin molestarte en decirme que no era té.

Él asintió con la cabeza.

—De acuerdo, admito que eso fue un error. Pero no lo hice para emborracharte. Pensé que podía ayudar a que te relajaras un poco; estabas muy tensa.

—Yo no necesito relajarme —dijo ella entre dientes—. Y a eso me refería. Tú decides lo que tengo que hacer yo. Y no me gusta nada que me escondas los zapatos.

Se sentó a la mesa y levantó el tenedor. Él se instaló enfrente de ella.

— Lo he hecho porque sabía que te irías sin comer nada y necesitas echarte algo al estómago.

Paula tomó un mordisco de tortilla y estuvo a punto de lanzar un gemido de placer. Pero no quería darle a Pedro la satisfacción de saber lo buena que estaba la comida ni lo hambrienta que se sentía ella. Procuró ir despacio, pero su mitad de tortilla casi había desaparecido antes de que él diera el primer mordisco.

— ¿Está buena? —preguntó él, con ojos chispeantes.

— Sólo quiero mis zapatos —replicó ella—. Me comería lo que me pusieras con tal de salir de aquí.

Tomó un trago de zumo de naranja.

— ¿Conoces el hotel Pines, cerca del parque de Red Rocks? —preguntó él de pronto.

— No. ¿Por qué?

— Porque el Jueves por la noche hay una entrega de premios a la que me gustaría que me acompañaras.

Ella lo miró.

— ¿Crees que mi novio estará allí?

— Estará toda la profesión. Creo que es muy posible que él también. Sobre todo porque creo que sí estuvo enredando en mi laboratorio.

Ella volvió su atención a la tortilla.

— Lo siento, pero esa noche no puedo. Ya tengo planes.

—¿Planes? —él arrugó el ceño—. ¿Y no puedes cambiarlos? ¿Qué puede ser más importante que encontrar a mi impostor?

—Yo tengo una vida propia —ella terminó la tortilla y apartó el plato. El orgullo le impidió pedir más—. El jueves por la noche no me viene bien.

—El banquete no empieza hasta las ocho.

sábado, 28 de mayo de 2016

Extraños En La Noche: Capítulo 20

El agua la tentaba casi tanto como Pedro. Vaciló en la orilla arenosa, donde las minúsculas olas mojaban sus pies descalzos. Pedro, con el pelo mojado, le tendía los brazos desde el centro del estanque.

La luz de la luna iluminaba su cuerpo desnudo y ella entró en el agua, más para esconderse de Pedro que por otra cosa. Un calor delicioso la envolvió. Chapoteó hacia él, hundiéndose cada vez más en el agua, que primero le llegó a las caderas y luego a los hombros.

Era la primera vez en su vida que se bañaba desnuda y lo encontraba excitante. El agua le llegaba ya al cuello. Pedro no se había movido y sonreía con confianza mientras esperaba que llegara hasta él. Pero los pies de ella empezaban a arrastrarse, como si algo tirara de ellos hacia abajo.

Paula dió un paso más, pero ya no había nada sólido bajo ella, sólo agua. Se hundió y no pudo mover las piernas para subir a la superficie. Se hundía cada vez más y quería gritar pidiendo ayuda, pero sabía que era imposible.

También sabía que Pedro no podía verla, que tenía que salvarse sola. Pero no podía mover las piernas. Seguía hundiéndose, moviendo salvajemente los brazos en el agua.

Paula se sentó con un respingo y el corazón latiéndole con fuerza.

—Una pesadilla —murmuró—. Sólo ha sido una pesadilla.

Pero parecía tan real, que el terror fluía todavía por sus venas. Paula nadaba bien,¿pero por qué no podía salvarse en el sueño? Se miró los pies y vió que Tom dormía encima de ellos, lo cual seguramente explicaba la sensación de no poder mover las piernas.

Apartó al siamés, que gruñó con irritación. Ella puso los pies en el suelo y respiró hondo. La luz del sol entraba ya por la ventana. Había sobrevivido a la noche y a la pesadilla.

— Buenos días.

Miró a Pedro, que estaba en el umbral de su dormitorio. Llevaba pantalones de pijama y la misma sonrisa que había visto en su sueño. Retadora. Invitadora. Peligrosa.

Ella se puso en pie.

— ¿Qué hora es?

— Casi las ocho.

—¿Las ocho? —repitió ella—. No pueden ser las ocho. Yo me levanto todos los días a las siete.

—Anoche te acostaste tarde —le recordó él—. Y borracha. Es sorprendente que te hayas despertado tan pronto.

—No puedo creerlo —ella se pasó los dedos por el pelo—. Tengo que estar en la biblioteca a las nueve y antes tengo que pasar por casa para ducharme y cambiarme. No podré llegar a tiempo.

— ¿Y no puedes llamar y decir que te vas a retrasar un poco? O mejor aún, tómate el día libre. Seguro que todavía no te has recuperado completamente de anoche.

— Estoy bien —replicó ella. Y era cierto. No le dolía la cabeza ni el estómago. La cura para la resaca había funcionado—. Yo me tomo mi trabajo en serio. No es un sitio al que vaya sólo cuando me apetece.

— Pues dúchate aquí —sugirió él—. La biblioteca está cerca. Así tendrás tiempo de sobra.

Ella vaciló. Miró su vestido azul arrugado.

— No puedo ir a trabajar con esto.

—Yo te lo plancharé —se ofreció él—. Planchar es uno de mis talentos.

Aunque a ella le apetecía muy poco aceptar su oferta, le apetecía menos aún llegar tarde al trabajo.

— Supongo que no tengo otra opción.

— ¿Eso es un sí?

—Sí.

—Hay toallas limpias en el armario del baño, champú y jabón en el estante de la ducha. Dame un grito si necesitas algo más.

Paula entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Abrió el armario y vió un montón de toallas bien dobladas en los estantes. En otro estante había artículos personales, una botella de una loción de afeitar cara, un tubo grande de pasta de dientes, una caja de preservativos enorme. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en gastarla.

Una llamada a la puerta la hizo sobresaltarse.

— ¿Sí?

— Dame el vestido.

Paula se lo sacó por la cabeza y se envolvió en una toalla. Abrió la puerta sólo una rendija y sacó la mano con el vestido.

—Toma.

—Si quieres compañía en la ducha, será un placer enjabonarte la espalda —se ofreció él.

Paula cerró la puerta. Pedro parecía disfrutar poniéndola incómoda, pero aquél era un juego al que también podía jugar ella.

Usó la cuchilla de él para afeitarse las piernas y veinte minutos después salía de la ducha sintiéndose mucho mejor. Hasta que se dio cuenta de que la única ropa interior que tenía eran el tanga y el sujetador de encaje. Lavó el tanga en el lavabo y lo secó con el secador de pelo.

Cuando abrió la puerta, vio su vestido colgado en el picaporte. Lo tomó y volvió a cerrar la puerta. El vestido estaba bien planchado e incluso emanaba un agradable aroma a lavanda.

Se vistió con rapidez, se puso maquillaje del que siempre llevaba en el bolso y se hizo un moño flojo en el pelo. Se miró al espejo y se preguntó qué pensaría Pedro de ella. Desde luego, no era tan deslumbrante como Lorena ni como la mayoría de las mujeres que había visto en la fiesta.

—¿Y qué me importa a mí lo que piense? —murmuró para sí.

Cuando llegó a la sala de estar, Pedro apareció en la puerta de la cocina con un paño sobre el hombro.

—El desayuno está listo.

—No tengo tiempo —le informó ella. Miró a su alrededor—. No encuentro los zapatos.

— Los he escondido.

Ella lo miró con incredulidad.

— ¿Qué?

Él bajó los ojos por el cuerpo de ella hasta llegar a los pies descalzos.

— Tú me das lo que quiero y yo te daré los zapatos.

Paula no podía creer lo que oía. Volvía a hacerle chantaje.

— Quiero los zapatos y los quiero ya — dijo.

Él no se movió.

—Te cambio una tortilla de queso por unos zapatos azules.

Ella no le veía la gracia a la situación.

— ¿Me has robado los zapatos?

— Los necesitaba para presionarte. Tienes que comer.

—Tengo que ir a trabajar.

Él miró su reloj.

—Puedes salir dentro de veinte minutos y llegar todavía a tiempo.

—Si voy descalza, no.

Él sonrió y volvió a desaparecer en la cocina.

Ella no tuvo más remedio que seguirlo.

Extraños En La Noche: Capítulo 19

Él negó con la cabeza.

— Esta noche te quedas aquí.

— No es necesario —replicó ella, aunque se echó de nuevo sobre los cojines—. Soy muy capaz de cuidar de mí misma.

— Pero apenas puedes andar y mucho menos conducir. Además, ¿y si los huevos de cocodrilo te producen una mala reacción?

—La única mala reacción que voy a tener es dolor de espalda si duermo aquí esta noche.

— Puedes dormir en mi cama.

Los ojos de ella echaron chispas.

— Nunca más.

Aquello sonaba más a reto que a negativa, pero Pedro decidió que no era el momento de aceptarlo.

— Puedes dormir allí sola y yo me quedo en el sofá.

—No, yo me quedo en el sofá —gruñó ella—. Estaré bien aquí. Tú vete a la cama.

— Está bien —él tomó la manta de algodón del respaldo del sofá y la cubrió con ella—, pero antes de irme quiero que sepas que esta noche no has interrumpido nada en la terraza. Lorena y yo sólo somos amigos.

Ella se ruborizó.

—Tu relación con Lorena no es de mi incumbencia.

Él le quitó los zapatos y le envolvió la manta en torno a los pies.

— Pues parecía que te enfadabas cuando nos has visto juntos.

—¿Y por qué iba a enfadarme? A mí me da igual a quién seduzcas en la terraza.

—Estaba consolando a una amiga, no seduciéndola. Lorena quería contarle a alguien algunos problemas que tiene con su amante. Su amante femenina.

—Y ha acudido a un experto —dijo ella con sequedad.

Él reprimió una sonrisa.

— Ahora hablas como si estuvieras celosa.

Ella lo miró a los ojos.

— Permíteme que deje algo claro. Yo tengo a Pedro, mi Pedro. No necesito ni quiero ningún otro hombre en mi vida. Es perfecto para mí en todos los sentidos.

— Pero no está aquí —replicó irritado por la devoción que oía en su voz.

— Si estuviera aquí, no habría dejado que me emborrachara ni se hubiera negado a llevarme a casa cuando se lo he pedido, ni me hubiera dado esa cosa horrible hecha con huevos de cocodrilo y no sé qué más.

— Si tu amante estuviera aquí, le daría un puñetazo en la naríz —declaró él.

— ¿Quién habla ahora como si tuviera celos ? —preguntó ella con suavidad.

— El alcohol te hace alucinar —declaró él. Se inclinó sobre ella—-. Buenas noches, Paula.

Ella lo miró con ojos muy abiertos. La oyó respirar con fuerza y adivinó que creía que la iba a besar.

Y tenía razón.

Bajó los ojos a la boca de ella y ansió volver a saborear aquellos labios rosados, pero reprimió el deseo y se limitó a darle un beso casto en la frente.

—Felices sueños —susurró.

Extraños En La noche: Capítulo 18

Pedro abrió la puerta de su apartamento mientras Paula se apoyaba pesadamente en la pared.

— Deberías haberme dejado que te trajera en brazos.

— Estoy bien —insistió ella.

Entró en el departamento y se tumbó directamente en el sofá. A Pedro le sorprendía que siguiera consciente después de ingerir tres vasos del té irlandés de Lorena. Sintió una punzada de remordimientos por no haberla prevenido.

Ella levantó la cabeza para mirarlo.

—Aun no comprendo por qué no me has llevado a casa ni me has dejado tomar un taxi.

Pedro se arrodilló a su lado y le puso un cojín debajo de la cabeza. Tom los miraba sentado en el respaldo del sofá.

— Porque no estás en condiciones de quedarte sola —contestó—. Además, ya te he dicho que tengo una cura secreta para prevenir la resaca y todos los ingredientes están en mi cocina.

—Nada que lleve menta —murmuró ella.

Cerró los ojos y él sonrió para sí y se incorporó.

— Cuídala, Tom.

Entró en la cocina. Había cambiado esa mañana la cerradura del departamento, pero, aun así, buscó señales de un posible intruso. Por lo menos sabía que el impostor no le había robado nada, aparte de una cámara vieja.

Gabriel Rafferty, el detective privado, le había dicho esa mañana que nadie había tocado su dinero ni había muestras de que el suplantador se hubiera propuesto arruinarlo o destruir su carrera.

Además, ese hombre había dejado comida en los armarios y los libros de la biblioteca. ¿Lo había hecho adrede? ¿Aquello era también un juego para él?

Cuando llevó el vaso con el remedio a la sala de estar, vió que Paula dormía acurrucada en el sofá. Su trenza estaba deshecha y el pelo castaño sedoso se extendía por el sofá. Tenía las manos dobladas debajo de la mejilla y los labios entreabiertos. Relajada y con la guardia baja, le recordaba a un ángel de Botticelli.

Dejó el vaso en la mesa y fue a buscar su cámara. Ella no se despertó y Pedro le hizo fotos desde todos los ángulos. Cuando terminó el carrete, guardó la cámara y pensó que había muchas imágenes de ella que quería captar y estudiar luego con calma.

Tom saltó a la mesa de café y olfateó el contenido del vaso. Pedro lo apartó.

— Lo siento, pero no es para tí.

Al oír su voz, Paula abrió los ojos. Se lamió los labios secos antes de hablar.

—¿Dónde has estado?

Él se sentó a su lado en el sofá y tomó el vaso.

— Todos los grandes inventos llevan tiempo. Toma, bebe esto.

La joven se sentó y miró el vaso con aire de duda.

— ¿Qué lleva?

— Creo que es mejor que no lo sepas.

Ella aceptó el vaso, pero lo miró vacilante.

— Algo exótico, supongo. Huevos de cocodrilo o plumas de avestruz.

— Algo así —sonrió él.

— ¿Pero menta no?

—Menta no. Y tampoco alcohol. Ni nada venenoso, te lo prometo. Y también te prometo que, si bebes eso ahora, te sentirás mucho mejor por la mañana.

Ella suspiró con resignación y se acercó el vaso a los labios. Arrugó la naríz al empezar a beber, pero no paró hasta que hubo terminado el vaso.

Pedro estaba impresionado. La primera vez que a él le habían dado aquella bebida, hecha con zumo de tomate, huevo y algunos otros ingredientes, él había escupido el primer trago.

—Está horrible —declaró ella. Le dió el vaso—. De acuerdo, ya puedo irme a casa.

Extraños En La Noche: Capítulo 17

Aunque, por otra parte, ¿por qué iba a hacer eso si tenía a Lorena esperándolo en la fiesta? Seguramente estaría deseando dejarla en casa para volver.

— Tomaré un taxi —dijo—. Tú querrás volver a la fiesta.

— Tú no tienes ni idea de lo que quiero —repuso él.

Paula lo miró a los ojos y volvió a sentirse mareada, pero esa vez no podía culpar al alcohol. En su estado actual, fue incapaz de reprimir el impulso de tocarle la cara áspera por el principio de barba. Pedro no se movió mientras los dedos de ella recorrían su rostro.

Al fin la joven miró las puertas y vió que estaban abiertas.

— ¿Cuándo hemos parado? —preguntó.

— Hace unos minutos —le tomó la mano y la guió hasta la calle—. ¿Puedes andar?

— Claro que sí —repuso ella, aunque un momento después tropezó con una grieta en la acera y estuvo a punto de caer.

Pedro lanzó un suspiro de exasperación y la tomó en brazos.

— Eres increíble, Pau.

—Me llamo Paula—le recordó ella—. E insisto en que me bajes enseguida.

— A mí me parece que no estás en condiciones de insistir en nada.

Cuando llegaron al coche, él la instaló en el asiento del acompañante y se inclinó para abrocharle el cinturón.Ella inhaló el aroma especiado de su loción de afeitar y sintió el roce de sus brazos en los pechos. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y lanzó un gemido.

— ¿Estás bien? —preguntó él, con ceño preocupado.

— No —repuso ella, más para sí misma que para él—. Creo que nunca volveré a estar bien.

Él sonrió.

—El té frío de Lorena puede tener ese efecto. Por suerte para tí, yo conozco la cura secreta.

— ¿Qué cura es ésa? —preguntó ella, cuando él se sentó al volante.

— Tendrás que confiar en mí.

Pedro puso el motor en marcha y salió al tráfico.

¿Cómo iba a poder confiar en él cuando no podía confiar en sí misma? Era peor que el té de menta, ya que podía embriagarla de deseo. Anhelaba sus caricias a pesar de saber que la adicción sólo se haría más fuerte si cedía al deseo.

Lo que implicaba que tenía que encontrar una cura para otro mal peor que la borrachera: el deseo que sentía por Pedro.

jueves, 26 de mayo de 2016

Extraños En La Noche: Capítulo 16

Paula parpadeó. Pedro no le parecía nada estirado, sino todo lo contrario.

—Muy bonito —dijo el chico mirando su vestido—. Muy retro.

—Gracias —ella tomó otro sorbo de té y se preguntó si Pedro habría desaparecido porque le daba vergüenza que lo vieran con ella. Se apoyó en la pared—, ¿De qué te ocupas aquí, Woody?

—Trabajo en investigación —repuso él.

Aquello atrajo su interés.

—¿De verdad? Yo soy bibliotecaria de investigación en la Biblioteca Pública.

— ¡No me digas! —sonrió él—. Alfonso con una bibliotecaria. Eso es lo que yo llamo una combinación curiosa.

Ella decidió ignorar sus palabras.

— ¿Qué investigas tú?

— En este momento estoy con la historia de los alucinógenos en la cultura aborigen. Me resulta fascinante, porque los alucinógenos son un hobby nuevo para mí. ¿Tendrías algo en la biblioteca?

—Seguro que encontraré algo —contestó ella con voz un poco pastosa.

— ¡Genial! — exclamó Woody—. Me pasaré un día.

Paula asintió y se apartó de la pared. Las rodillas le temblaban un poco y deseó haber comido algo antes de ir al departamento de Pedro. Se excusó con Woody y se acercó a la mesa de la comida, donde tomó un puñado de galletas saladas con queso. Comió despacio, sintiendo la lengua como dormida, y acompañó las galletas con té helado.

Como seguía sin sentirse bien del todo, buscó el cuarto de baño para echarse agua fría en la cara. Echó a andar por un pasillo largo y pensó que había sido una tonta por no pedir a Woody que le indicara el camino.

Empezó a abrir una puerta tras otra, pero encontraba sólo despachos. Cuando llegó a la última, la cabeza le daba vueltas y se apoyó en ella para respirar hondo. Quizá estaba pillando la gripe. Había un virus en su trabajo. Sintió náuseas y pensó que tenía que buscar a Pedro e insistir en que se marcharan.

Abrió la puerta y suspiró defraudada al ver otro despacho. Pero ése tenía una pequeña fuente en un rincón, así que se acercó, con una mano en la pared para no caerse, se arrodilló en el suelo al lado de la fuente y se mojó las mejillas. El agua la refrescó un poco, y también el aire que entraba por las puertas que daban a una terraza.

Se levantó despacio y se acercó allí en busca de aire fresco. Y se encontró con una vista esplendorosa de los tejados de Denver. Y también con Pedro y Lorena.

Los dos estaban de espaldas a ella con las cabezas juntas y el brazo de Pedro rodeaba la cintura de la directora artística.

— Disculpen —dijo ella, que se sentía más mareada que nunca.

Cayó contra la pared, pero volvió a incorporarse, decidida a alejarse lo más posible de ellos.

—¡Paula! — la llamó Pedro—. ¡Espera!

Ella no hizo caso y corrió ciegamente hasta el pasillo. Sentía rabia y decepción y no conseguía saber por qué. ¿Por qué reaccionaba así si Pedro Alfonso no le importaba nada?

Él la alcanzó antes de que llegara al ascensor.

—¿Adonde vas?

—A casa —dijo ella, consciente de que la gente los miraba—. Quiero irme a casa. Mi Pedro no está aquí.

— De acuerdo —repuso él con gentileza—. Te llevo a casa.

—No, iré en taxi —repuso ella, aliviada al ver que al fin se abría la puerta del ascensor—. No te necesito.

—Sí me necesitas —replicó él. La tomó por la cintura y la ayudó a entrar en el ascensor—. Apenas puedes tenerte en pie.

Ella se apartó de él.

—Sólo estoy cansada.

Él sonrió.

—Estás borracha.

—No he bebido nada en toda la noche —ella se apoyó en la pared del ascensor—. Sólo té.

— Hecho con whisky irlandés y crema de menta —sonrió él—. Es una de las especialidades de Lorena. Trabaja a veces en el bar Alligator, cerca de aquí, donde está especializada en viejas recetas familiares.

Ella levantó una mano y se tocó con cuidado las mejillas y la naríz.

—Eso explica que sienta la cara dormida.

—Un efecto muy común.

—Para mí no -—sintió un escalofrío de impresión.

No le gustaba sentirse así, incapaz de controlar su cuerpo. ¿Y si vomitaba o se desmayaba? O peor, ¿y si Pedro intentaba aprovechar la situación para seducirla?

Extraños En La Noche: Capítulo 15

— Háblame de Río.

Paula tomó un sorbo del té frío y le sorprendió el fuerte sabor a menta. No le gustaba especialmente la menta, pero tenía tanta sed que le daba igual. Tomó un segundo trago y miró a su alrededor.

La mayoría de los presentes parecían más jóvenes que ella. Y también más despreocupados. Suponía que cualquiera que trabajara para esa revista no podía tomarse la vida muy en serio. Como Pedro, quien en ese momento hablaba de parapente en Brasil.

Pero una cosa resultaba evidente. Aquel hombre era Pedro Alfonso. Todos allí parecían conocerlo. Varias personas lo habían saludado agitando la mano o le habían hecho el signo de la victoria al pasar.

Lo que implicaba que su novio le había mentido desde el principio. Y aunque ya sospechaba que había sido así, una parte de ella quería aferrarse a que había tenido un buen motivo para ello. Pero para descubrirlo tendría que encontrarlo.

Tomó otro trago del té de menta y se esforzó por no sentirse muy fuera de lugar. Allí todos parecían conocerse y no parecía posible que su novio estuviera entre ellos. Sin embargo, Pedro sostenía que su impostor era alguien al que conocía.

Se separó de él y empezó a moverse por la zona de recepción. Varias personas la miraron con curiosidad, sin duda porque les sorprendía que fuera con Pedro. Terminó el vaso de té y aplastó un cubito de hielo con los dientes. Se había saltado la comida y la cena y sabía que debería comer algo, pero los aperitivos no le llamaban la atención. Dudó un momento entre el sushi y el pulpo y acabó optando por rellenar el vaso de té de menta.

Con él en la mano, miró a su alrededor. Grandes murales de fotografía cubrían las paredes. Escenas de junglas, montañas y gargantas profundas. Lugares exóticos a los que Pedro seguramente habría viajado en sus encargos de trabajo. Lugares sobre los que ella sólo había leído en los libros. La gente hablaba de paracaidismo y parapente, o de un encuentro peligroso con un elefante macho en la India.

Reprimió un escalofrío y bebió más té. Aquellas personas parecían disfrutar del peligro y ella siempre hacía lo posible por evitarlo, pero al oírlos no podía evitar preguntarse si no se estaría perdiendo algo.

Se sentía de pronto vieja y aburrida. Llevaba un vestido apropiado para una mujer de cincuenta años y no tenía historias emocionantes que contar. A menos que contara la vez que intentaron atracarla al salir de la biblioteca.

Llevaba consigo un libro de dos mil páginas, Historia de la civilización humana y golpeó con él a su atacante en un lado de la cabeza; el atracador quedó atontado y ella pudo escapar.

Recordaba todavía la adrenalina y la sensación de triunfo que había sentido durante horas. Una sensación que no había vuelto a experimentar... hasta el sábado por la noche en casa de Pedro.

Terminó su vaso y volvió a llenarlo de la jarra que había en el mostrador. Ya no tenía sed, pero estaba más cómoda con algo en las manos. Se dispuso a buscar a su acompañante, pero no conseguía encontrarlo. Frunció el ceño y miró la multitud de desconocidos confiando en que no la hubiera abandonado allí. Lorena tampoco estaba por ninguna parte; a lo mejor se habían marchado juntos.

—Saludos —dijo una voz a sus espaldas.

Se volvió y vió a un joven con el pelo naranja. Llevaba vaqueros negros y camiseta también negra con tibias y calavera bordadas en hilo naranja en el bolsillo.

—Hola —miró sus ojos verdes y francos.

—Soy Diego Wodesky, pero todos me llaman Woody.

—Paula Chaves—ella le estrechó la mano—. Encantada de conocerte.

— Me ha sorprendido verte llegar con Pedro. Creía que esta noche vendría solo.

— Ha cambiado de planes.

— Eso veo. ¿De qué se conocen?

Paula tomó un sorbo de té mientras pensaba cómo responder a esa pregunta.

—Nos tropezamos un día.

—Alfonso es un gran tipo —sonrió Woody—. Un poco estirado a veces, pero, después de todo, ya ha cumplido los treinta.

Extraños En La Noche: Capítulo 14

— ¿Un problema? repitió ella, levantando la voz—. Dí mejor un desastre completo.

— No estoy de acuerdo.

—No te he preguntado tu opinión.

Él pulsó el botón de stop y el ascensor se detuvo.

— En ese caso tendré que demostrártelo.

Paula lo miró tres segundos.

— ¿Qué te crees que haces?

Él se acercó a ella.

— ¿Me tienes miedo?

— Por supuesto que no —replicó ella, aunque sentía un calor repentino y asfixiante.

—Entonces debes tenerte miedo a tí misma.

— Eso es ridículo.

— ¿Seguro? —estiró una mano y le pasó el dedo por la mejilla.

Paula no quería reaccionar de ese modo, pero todos los músculos de su cuerpo se tensaron cuando él bajó la cabeza hacia su boca. Su espalda chocó con la pared del ascensor y una gota de sudor bajó entre sus senos. Pero no la besó, sino que permaneció con los labios a muy poca distancia de los suyos. Sus cuerpos no se tocaban, pero el aire entre ellos hervía de electricidad caliente.

— Lo sientes, ¿verdad? —susurró él, con los ojos clavados en los de ella.

Paula tragó saliva. Quería negarlo, pero su cuerpo palpitaba de deseo al recordar la última vez que la había besado y acariciado. Un líquido caliente brotó entre sus muslos y por un momento consideró la posibilidad de besarlo y frotar su cuerpo contra él para aliviar la presión deliciosa que se acumulaba en su interior.

Cerró los ojos y se dijo que estaba jugando con ella. Que los hombres como Pedro usaban la pasión como un arma, un arma que bien podía destruirla.

Sonó un timbre de alarma, que indicaba que alguien esperaba el ascensor en otro piso. Ella abrió los ojos y vió que él se había desplazado a una distancia segura. Respiró hondo. Sentía la boca seca y lo maldijo por afectarla de aquel modo. Ella no estaba allí para divertirlo.

— Si vuelves a hacer algo así, no te ayudaré —dijo.

Él la miró como si fuera un rompecabezas que no podía entender. Sin duda sus mujeres disfrutan con esos juegos de seducción. Al pensar en las mujeres que seguramente compartían su cama se le encogió el estómago y luego se dijo que no le importaba. ¿Cómo iba a importarle si aquel hombre era prácticamente un desconocido?

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que llegaron a la redacción de la revista Adventurer. Estaba situada en LoDo, en una zona céntrica de Denver donde estaban los restaurantes, clubs y bares más caros de la ciudad.

La zona de recepción estaba llena de gente y Pedro le puso una mano en el codo al salir del ascensor.

—¡Pedro! —una pelirroja pechugona se acercó a ellos con un vaso alto en cada mano.

Parecía muy joven y molesta porque Pedro apareciera acompañado.

—Hola, Lorena.

La chica le tendió un vaso.

—Bienvenido a casa. He preparado el té frío irlandés de mi bisabuela para la ocasión.

— Gracias —tomó el vaso y se lo tendió a Paula—. Te presento a Paula Chaves. Pau, ella es Lorena O'Conner, la directora artística de la revista.

Paula sonrió, y apretó los dientes cuando Pedro le pasó un brazo en torno a la cintura.

—Encantada de conocerte.

—Lo mismo dijo —Lorena la miró abiertamente—. ¿Desde cuándo salís juntos?

— Desde que he vuelto —repuso él.

Lorena volvió su atención a él.

Extraños En La Noche: Capítulo 13

Pedro no estaba seguro de que aparecería Paula hasta que oyó el timbre de la puerta a las siete en punto. Se enderezó la corbata y se acercó a la puerta con curiosidad. ¿Quién estaría al otro lado? ¿La estirada Paula o la dulce y sexy Pau?

La contradicción entre ambas lo intrigaba. Suponía un reto. Pensaba más en ella que en el hombre que había secuestrado su vida. ¿Qué clase de mujer había sido para su novio? ¿Se había metido en su cama con él?

Abrió la puerta y la miró. Llevaba un vestido azul marino hasta debajo de las rodillas, un vestido apropiado para un funeral. Pero sus intentos por ocultar su sensualidad parecían producir el efecto contrario en él, que la encontraba erótica de todos modos y se preguntaba qué habría que hacer para que perdiera la compostura.

— ¿Puedo pasar? —preguntó ella.

—Por supuesto —él abrió más la puerta.

Tom apareció detrás de él y se frotó contra los tobillos de ella.

Pedro la vió agacharse a acariciar al gato. Tom siempre había sido muy discriminatorio con las mujeres y a la mayoría no las miraba dos veces, pero era indudable que aquella tenía algo que lo atraía. Y también tenía algo que atraía a su dueño.

—¿Quieres beber algo antes de irnos? — preguntó.

— No, gracias —ella se incorporó—. ¿Adonde vamos?

— Hay una fiesta de aniversario en la redacción. Nada del otro mundo. Hoy hace diez años que salió el primer número de Adventurer, así que es una excusa para comer y beber a cuenta de la empresa.

— ¿Y cómo explicarás mi presencia?

— No hace falta, eres mi acompañante.

Ella frunció el ceño.

—¿Me parezco a las mujeres con las que sales habitualmente?

En absoluto. Generalmente prefería pelirrojas con un coeficiente intelectual bajo, no castañas listas que le hicieran pensar mucho. Paula Chaves destacaría bastante en la redacción, donde casi todos los empleados eran más jóvenes que él, veinteañeros a los que les gustaba vivir al límite.

— ¿Con qué clase de mujeres crees tú que salgo?

— Mujeres tipo muñeca Barbie, pero con pechos más grandes —aventuró ella, acercándose bastante a la verdad.

Él se llevó una mano al corazón.

—Soy un hombre de buen gusto, refinado. Me gustan todo tipo de mujeres siempre que me estimulen intelectualmente.

Ella achicó los ojos.

—¿De verdad?

—No, la verdad es que has acertado la primera vez. Pero esto último quedaba bien.

— Para tí todo es un juego, ¿verdad? — Preguntó ella, acusadora—. Y encontrar a tu supuesto suplantador también. Todo esto te divierte.

— Una vida que no sea divertida no merece vivirse —repuso él. Le abrió la puerta—. ¿No estás de acuerdo?

—La diversión tiene su lugar —ella salió al pasillo—. Yo siempre incluyo actividades divertidas en mi agenda.

— ¿Las planeas? —preguntó él con una mueca—. La diversión tiene que ser espontánea, como cuando te metiste en mi cama el sábado.

Ella se detuvo delante del ascensor.

—Me gustaría que dejaras de lanzarme eso a la cara.

Él la miró, extrañamente dolido por sus palabras.

— No lo he dicho para insultarte. Aquella noche me divertí de verdad. Y tú también.

Se abrió la puerta del ascensor y ella entró la primera.

—No quiero hablar de eso.

—Yo creo que deberíamos hacerlo —se cerró la puerta y el ascensor empezó a bajar—. Porque esa noche parece ser un problema para tí.

martes, 24 de mayo de 2016

Extraños En La Noche: Capítulo 12

— Muy sencillo. Yo te presentaré a todo el mundo que conozco en Denver. Ese tipo tiene que conocerme, sabe detalles personales de mi vida. Cuando veas a tu novio, me lo señalas.

Ella vaciló.

— ¿Y después?

— Después no tendremos que volver a vernos.

Paula lo miró y resistió la tentación de pasar la mano por la sombra de barba que cubría su mandíbula. Estaba demasiado cerca y le impedía pensar con claridad, pero no quería apartarse ni dar muestra alguna de sentirse abrumada. Un hombre como Pedro lo usaría en provecho propio y ya parecía tener todas las ventajas, lo cual la dejaba atrapada en una trampa de la que no podía escapar. Una trampa en la que se había metido ella.

—Muy bien —dijo al fin, sabedora de que no tenía otra opción—. Cuanto antes acabemos con esto, mejor. Te ayudaré.

— Me alegro —declaró él, con un asentimiento de aprobación—. Empezaremos esta noche.

— ¿Qué empezaremos exactamente? — preguntó ella con recelo.

—La caza.

Vió el brillo de anticipación en los ojos de él y se preguntó si aquello no sería sólo un juego para él, otra aventura que añadir a su extensa colección.



Paula había tenido aventuras suficientes de niña para toda la vida. Ahora quería estabilidad, un buen trabajo, una casa que pudiera considerar su hogar y un hombre que le hiciera sentirse segura. Como su novio. Todo lo contrario del hombre que tenía delante y que podía provocar en ella sentimientos apasionados que no sabía que existieran. Sentimientos que no deseaba.

La pasión había hecho que su madre dejara a su padre por otro hombre. Había lecho que su padre la secuestrara por desesperación y venganza. La pasión había destruido a su familia, pero ella no se dejaría gobernar por ese sentimiento. Ella podía controlarse por mucho que la provocara.

— Nos veremos en mi departamento a las siete —sugirió él—. A menos que quieras que te recoja en tu casa.

— No —declaró ella, que no quería que él invadiera su casa... y su vida—. Nos vemos allí a las siete.

Bajó de la acera a la calzada y al tráfico. Sonó un claxon muy cerca y algo la levantó en vilo.

Un segundo después estaba en los brazos de Pedro, que la estrechaba contra sí en la acera.

— Ha faltado poco.

Paula tardó un momento en poder hablar. Seguramente acababa de salvarle la vida, pero también había sido la razón de que ella se metiera en el tráfico sin mirar.

— Supongo que debo darte las gracias.

—No te molestes -—él arrugó la frente—. Probablemente sea culpa mía.

— Sí —asintió ella, distraída por la caricia suave de los dedos de él en la mejilla.

Quería cerrar los ojos y disfrutar de esa sensación, dejar que él espantara el miedo y la incertidumbre que la embargaban.

Pedro la abrazó con más fuerza y Paula sintió todo su cuerpo en contacto con el de ella. Se movió un poco para acoplarse mejor a él antes de recuperar el sentido común y apartarse.

— Tengo que volver al trabajo.

— ¿Seguro que estás bien?

—Segurísimo —mintió ella.

Se volvió y esperó a que cambiara el semáforo. Miró la calle en ambas direcciones y cruzó sintiendo los ojos de Pedro fijos en ella.

Cuando llegó a su mesa, había recuperado ya completamente el control... hasta que Eliana Myerson, la bibliotecaria jefe, se acercó a ella.

—Han dejado un mensaje para tí. Le tendió una nota.

Paula tomó la nota, consciente de que Eliana seguía en pie delante de su mesa mientras la leía. El mensaje no era de su novio sino de su madre, que quería saber por qué no había ido a comer el domingo.

Suspiró. El shock de despertarse en la cama con el hombre equivocado le había hecho olvidar por completo la invitación de su madre.

— Gracias.

Guardó la nota en el bolsillo de la camisa.

Eliana se acercó un paso más y bajó la voz.

— Pareces distraída —musitó—. Confío en que estés bien.

La bibliotecaria jefe había valorado siempre mucho el trabajo de Paula. Era una mujer que no toleraba hábitos de trabajo desordenados ni desorganización. Era una viuda sin hijos que había hecho de la biblioteca su vida.

—Estoy bien —le aseguró ella.

Eliana suspiró.

— Haces un trabajo excelente y no tengo quejas en ese aspecto. Pero debo pedirte que te ocupes de tus conflictos personales en tu tiempo libre. Si necesitas unos días libres, creo que puedo arreglarlo.

Paula apretó la mandíbula, segura de que Eliana había presenciado su altercado de la mañana con Pedro.

— Eso no será necesario —repuso—. Lo de esta mañana no volverá a ocurrir.

Eliana se enderezó.

—De acuerdo.

Se alejó y Paula llamó a su madre para disculparse por haberse perdido la comida y a continuación intentó concentrarse en su trabajo, tarea que le resultó imposible.

Se dijo que al día siguiente estaría mejor. Necesitaba tiempo para asimilar las nuevas complicaciones que había en su vida y lidiar con ellas de un modo lógico y racional.

A partir de esa noche, procuraría no perder el control en ningún aspecto. No se dejaría alterar por nada de lo que Pedro dijera. Lo del sábado había sido un error que no podía repetirse. Por mucho que le apeteciera.

Extraños En La Noche: Capítulo 11

Ella no dijo nada, pero el color desapareció de sus mejillas.

—Sé que me crees aunque no quieras admitirlo —dijo él con suavidad.

Ella movió la cabeza.

—No sé qué creer. Todo eso puedes haberlo encontrado en los archivos del Pleasant Valley Gazette.

—Mi impostor también —repuso él, dispuesto a terminar aquella batalla entre ellos—. Mira, la verdad es que ese tipo nos ha timado a los dos. Yo no pienso permitirle que se salga con la suya, quiero encontrarlo y quiero que tú me ayudes.

Ella abrió mucho los ojos.

— ¿Y cómo puedo ayudarte yo?

— Supongo que tiene que ser alguien que conozco, alguien que sabía que yo estaría varios meses fuera del país. Hasta sabía que el vecino de enfrente se ocupaba del gato. Fue él el que le dio la llave.

—Pues dile a tu vecino que te ayude.

—Ya lo he probado. No sabe nada. Tú eres la única que puedes ayudarme, Pau.

—Paula —corrigió ella—. Y yo no quiero mezclarme.

— Demasiado tarde. Te mezclaste en el momento en que te metiste en mi cama.

La joven se levantó.

—Un momento que intento olvidar y te sugiero que hagas lo mismo.

Pero él no estaba dispuesto a permitir que volviera a marcharse.

— Es tu elección. O me ayudas voluntariamente o me veré obligado a buscar información por otros medios, como hablando con tus compañeros de trabajo, por ejemplo. Con tus amigos, tu familia, con cualquiera que pueda haberos visto juntos.

Ella lo miró con furia.

—¿Y qué les dirías? ¿Que he salido con un impostor? ¿Que tú y yo...?

— Haré lo que sea preciso para encontrar al que ha hecho esto.

Los ojos avellana de ella echaban chispas.

— ¿Esto es un chantaje?

Pedro pensó en ello un momento.

— Sí.

Ella lo miró con odio.

—Eres despreciable.

—Pero nunca aburrido.

Paula salió del restaurante sin añadir ni una palabra más. Él la siguió, muy consciente del cuerpo exuberante que había bajo aquel traje aburrido. Tal vez lo llevaba por eso, para mantener a raya a los hombres como él. Sin duda lamentaba la noche íntima que habían pasado juntos.

Noche en la que él no podía dejar de pensar, cosa que le sorprendía, ya que raramente se regodeaba en recordar aventuras de una noche. Pero, por algún motivo, esa vez era distinto, lo cual podía explicar su reacción a ella. Siempre le habían gustado los retos.

La alcanzó en la acera.

— Quiero una respuesta.

Ella siguió andando.

— Pues lo siento, pero tengo que volver al trabajo.

— Y yo tengo un encargo esperándome al otro lado del mundo. Puede que sea una molestia para los dos, pero necesito encontrar a ese impostor para poder seguir con mi vida. ¿Me ayudarás?

Ella se volvió a mirarlo.

— No puedo ayudarte. No sé dónde está Pedro. Y me refiero a mi Pedro.

—Los dos necesitamos respuestas — dijo él—. Por eso deberíamos buscarlo juntos.

Ella enarcó las cejas con escepticismo.

— ¿Y cómo propones que lo hagamos?

Extraños En La Noche: Capítulo 10

Pero todo cambió cuando ganó aquel concurso. Además del premio en metálico, recibió una oferta de trabajo de la revista y tardó tres días en decidir entre el mundo aburrido de las leyes o el emocionante y peligroso mundo de la fotografía al aire libre.

Al final, su ansia de aventuras se impuso a la seguridad de una carrera como abogado.

Su editor lo valoraba mucho porque estaba dispuesto a ir a cualquier parte y hacer lo que fuera preciso por perseguir la foto perfecta. Tenía algunas muy buenas, pero ninguna que lo complaciera por completo; seguía buscando la foto que definiera su carrera y para lograrla estaba dispuesto a colgarse de una montaña en Nepal o bajar en canoa por el Amazonas.

Pedro jamás eludía el peligro y la idea de perseguir a su impostor hacía que le subiera la adrenalina. Le gustaban los retos, ya se tratara de perseguir leones en África o seguir la pista a un ser humano.

— ¿Por qué has insistido en que nos viéramos?. He mirado los libros que has traído y los sacaron a nombre de Pedro Alfonso, así que no puedo hacer nada más por ayudarte.

El hombre sonrió.

— Tal vez no, pero quería volver a verte.

—Esto no es una broma.

Pedro sintió cierta culpabilidad. Si de verdad la había engañado su impostor, tenían que ser aliados, no enemigos. Pero antes ella tenía que ganarse su confianza.

—Háblame de tu novio.

— ¿Qué quieres saber?

— Todo, pero empecemos con lo más básico. La descripción física.

— No se parece nada a tí. No es tan alto, tan grande ni tan...

— ¿Bueno en la cama? —aventuró él.

—Iba a decir maleducado —replicó ella, ruborizándose—, pero no quería ofenderte, aunque es evidente que no debería haberme preocupado por eso.

Pedro no quería avergonzarla, pero los modales austeros de Paula lo provocaban y no podía evitar querer que se ruborizara e intentar ver en ella un asomo de la mujer apasionada que sabía que en realidad era.

— Continúa. ¿Qué más puedes decirme del señor Perfecto?

— Yo no he dicho que sea perfecto, pero es muy responsable y maduro.

— O sea, aburrido.

Ella levantó la barbilla.

—Al contrario; mi Pedro es todo lo que una mujer pueda desear en un hombre.

—Excepto porque los últimos meses ha vivido con mi nombre, en mi departamento y con mi gato.

—Sobre eso sólo tenemos tu palabra.

Él se encogió de hombros.

— Ya te he dicho que puedes llamar a mi madre. ¿Qué más puedo hacer para probar que digo la verdad?

— Dime algo de Pedro Alfonso, de su pasado, su trabajo, su vida... Porque yo he investigado un poco y seguramente me sé su vida mejor que tú.

— Nací en Pleasant Valley —sonrió él—, un pueblo de cinco mil doce habitantes. Mis padres son Ana y Horacio Alfonso. Mamá es cocinera en el instituto y mi padre es abogado.

— Todo eso es fácil de encontrar. ¿Por qué no eres más específico?

—Quizá deberías haber interrogado así a mi suplantador antes de empezar a salir con él.

—. Quizá tú deberías decirme más detalles personales sobre Pedro Alfonso—ella enarcó las cejas—. ¿O no sabes ninguno?

Él aceptó el reto.

—Me rompí el tobillo jugando al béisbol en el último curso de instituto, pero ganamos el torneo de todos modos. Estudié Justicia Criminal en la Universidad de Colorado y me admitieron en la Facultad de Derecho de Yale, pero decidí dedicarme a viajar por el mundo.

Extraños En La Noche: Capítulo 9

Pedro, sentado en una mesa de Spagli's, se preguntaba qué mujer aparecería, si la chica de sus sueños o el dragón hermético de la biblioteca. Con el pelo recogido y el traje uniforme le había costado reconocerla. Y su actitud había sufrido también un cambio radical.

Cosa que le parecía muy bien. Él no necesitaba complicar aún más aquel lío deseando a la novia de su impostor, una mujer que, según la placa de su mesa, respondía al nombre de Paula Chaves.

Pedro se echó atrás en la silla. Nunca antes había hecho el amor con una mujer que se llamara Paula; ni tampoco había conocido a nadie como ella, puritana en el aspecto exterior pero caliente y apasionada por dentro.

Cuando la vió entrar en el restaurante, se recordó que podía no ser tan inocente como aparentaba. La observó avanzar hacia la mesa intentando valorarlo con la mirada. Caminaba con paso firme, con la cabeza alta y las mejillas sonrojadas de indignación. Apretaba un bolso gris de piel a juego con el color de su traje. Pedro decidió que le gustaba mucho más desnuda.

Miró el movimiento de las caderas y las piernas largas debajo de la falda gris, las mismas piernas que lo habían abrazado mientras lo montaba el sábado por la noche. Al recordarlo se excitó hasta el punto de que le resultó incómodo levantarse a recibirla.

— Muy puntual —dijo.

— Acabemos con esto de una vez —ella se sentó y apartó la carta que tenía delante.

A pesar de su impaciencia, él tenía intención de ir despacio.

—¿Pedimos un vaso de vino?

Ella lo miró a los ojos.

— Mira, no sé lo que quieres de mí, pero no creo que esto sea un encuentro social.

—¿Puedo llamarte Pau?

— No, no puedes —replicó ella.

Su frialdad lo intrigaba, aunque sabía que era sólo teatro. ¿Por qué sentía la necesidad de esconderse detrás de esa mujer estirada? ¿A quién pretendía engañar?

— ¿Cómo te llamaba el impostor? —preguntó.

—¿Quién? — ella achicó los ojos—. Si te refieres al auténtico Pedro, me llama «Paula».

Él se echó hacia delante.

— Yo soy el auténtico Pedro Alfonso. Así que, si no estás metida en ese complot para robarme mi vida, demuéstramelo.

— ¿Cómo? Si de verdad tú eres Pedro Alfonso, ocurre algo grave.

— Sí, que tu supuesto novio te ha engañado.

Ella levantó la cabeza.

—Ésa es una posibilidad que me niego a considerar.

Pedro se preguntó qué clase de hombre podía inspirar tanta lealtad. ¿No sabía ella que los hombres mentían continuamente? Él mismo lo había hecho a menudo para no herir los sentimientos de una mujer cuando quería terminar con ella.

Tenía la costumbre de decir por adelantado que sólo buscaba pasarlo bien, pero, por alguna razón, no parecían creerle. Todas pensaban que ella podía ser la que le hiciera cambiar de idea y lo llevara al altar y a una vida de normas y responsabilidades. Él había renunciado a eso años atrás, al renunciar a la posibilidad de estudiar Derecho en Yale.

Una decisión que nunca había lamentado. Recordaba bien el día en que su compañero de cuarto en la universidad entró en el dormitorio y le dijo que la revista Adventurer había convocado un concurso de fotografía. Hasta entonces las fotos habían sido sólo un hobby para él.

Nadie en la familia Alfonso, y él menos que nadie, había pensado que pudiera ser fotógrafo de profesión. Se esperaba que estudiara Derecho y entrara en el bufete de su padre en Pleasant Valley.

sábado, 21 de mayo de 2016

Extraños En La Noche: Capítulo 8

Pero antes tenía que encontrarlo. Paula levantó la vista de la carpeta y vió al desconocido que quería olvidar entrar por la puerta.

Tomó una revista y la colocó abierta delante de su cara con la esperanza de que él no la hubiera visto. Pero esa esperanza murió cuando oyó pasos que se acercaban a su mesa.

— Disculpe —dijo la voz familiar de él.

— ¿Sí? —preguntó ella, detrás de la revista.

Se dóo cuenta demasiado tarde de que era un ejemplar de la revista de él. Su mirada pasó de una fotografía aérea espectacular del Gran Cañón al pie de la página, donde se decía que Pedro Alfonso había hecho la foto desde un paracaídas.

—Espero que pueda ayudarme.

Paula bajó despacio la revista hasta que sólo sus ojos asomaron por encima de ella.

— ¿Qué desea?

Él dejó dos libros sobre la mesa.

— Esto estaba en mi departamento y necesito saber quién los sacó.

—Quizá le ayuden en el mostrador — repuso ella, aliviada de que no la reconociera.

Él vaciló y achicó los ojos.

— ¿No nos conocemos?

Ella lo miró, con media cara escondida todavía por la revista.

— No lo creo.

Él la miró a los ojos.

— Eres tú. Eres la chica de mis sueños.

— Difícilmente —bajó la revista y se enfrentó al hombre al que habría querido no volver a ver—. Lo siento, pero tiene que pedir ayuda a otra persona.

Él sacó el pañuelo rosa de ella del bolsillo de la camisa.

— Te dejaste esto en mi casa.

Paula estiró la mano y se lo arrebató, muy consciente de las miradas de algunos de los empleados.

— Por favor, baja la voz. Esto no es momento ni lugar para hacer una escena.

—¿Esto te parece una escena? —sonrió él—. Sólo quiero hablar contigo.

— Aquí no —insistió ella.

— ¿Y dónde si? Tengo todo el día libre.

—Prefiero no hablar de eso en absoluto —le informó ella—. Los dos sabemos que fue un gran error, así que olvidemos lo que pasó.

—Eso no es posible —se inclinó, colocó ambas manos en la mesa y la miró con ojos ardientes—. Un hombre se ha metido en mi vida y me ha suplantado. Yo quiero saber por qué y, te guste o no, tú eres mi única conexión con él.

Estaba tan cerca, que ella podía ver los tonos dorados de sus ojos marrones y la pequeña cicatriz al lado de la comisura de los labios. La misma boca que había probado la suya, sus pechos, la piel sensible del interior de sus muslos... Por un momento le costó trabajo respirar.

— El Pedro Alfonso que yo conozco jamás haría algo así.

— Pruébalo.

Ella se levantó dispuesta a pelear. Aquel hombre parecía sacar la pasión que había en ella, una reacción que no le gustaba nada.

— Yo no tengo que probarte nada.

—En ese caso, no me dejas otra opción que ir a la policía.

—La policía —repitió ella, segura de haber oído mal.

Él asintió con la cabeza.

— Preferiría no hacerlo, porque querrán saber todos los detalles de lo que sucedió entre nosotros. Que entraste en mi apartamento en mitad de la noche...

— Tenía llave —protestó ella.

— Que te desnudaste y te metiste en mi cama…

Siguió él, como si no la hubiera oído.

—Que incluso traías un preservativo...

—¡Está bien! —gritó ella—. Hablaré contigo. Dime dónde y cuándo.

El hombre miró su reloj.

— Son casi las doce. ¿Por qué no comemos en el Spagli's de Bannock Street? Está cerca de aquí.

Ella no tenía apetito, pero necesitaba acabar con aquello lo antes posible.

— Muy bien. Nos vemos allí.

— Lo estoy deseando —sonrió él.

Paula apretó los puños y lo observó salir. ¿Cómo se atrevía a amenazarla con contar el momento más embarazoso de su vida? Odiaba que tuviera aquel poder sobre ella.

También ella había querido ir a la policía cuando él dijo que era Pedro Alfonso. Y la había detenido la misma razón que acababa de esgrimir él: que no quería verse obligada a contarles la noche que había pasado en sus brazos.Además, antes quería hablar con su Pedro. Tenía que haber una explicación razonable para todo aquel lío.

Se sentó en la mesa y respiró hondo varias veces, consciente de los murmullos de los empleados del mostrador. ¿Cuánto habían oído exactamente? Era la primera vez que ella levantaba la voz en el trabajo, ya que presumía de controlarse incluso con el público más irritante.

Y ahora ese hombre que se hacía llamar Pedro Alfonso le hacía perder el control, no una sino dos veces. La primera el sábado por la noche, cuando se derritió en sus brazos. Y la segunda al amenazarla con sacar a la luz su noche juntos.  Y Paula no quería que hubiera una tercera.

Extraños En La Noche: Capítulo 7

—El éxito a cualquier precio —leyó en voz alta el título el primero. Miró el otro—. Cómo cambiar tu vida para siempre.

En el cuarto oscuro encontró más pruebas. Había sido un dormitorio pequeño, que él convirtió en laboratorio de fotografía para poder revelar las fotos en casa. Varios artículos estaban fuera de su sitio y faltaba una de sus cámaras viejas.

Siguió investigando y revisó los cubos de basura del baño y la cocina. Parecía claro que alguien había vivido allí recientemente. Alguien que se había hecho pasar por él.

Entró en su despacho y abrió el archivador. Todos los archivos estaban en su sitio, pero eso no quería decir que el impostor no los hubiera examinado. Allí estaba descrita casi toda su vida. Cuentas bancarias y pólizas de seguros, contactos profesionales, nombres, direcciones y números de teléfono de su familia y amigos de su ciudad natal de Pleasant Valley, en Colorado.

Pedro tenía que saber lo que había hecho el impostor con esa información, para lo cual llamaría a Gabriel Rafferty, buen amigo e investigador privado, con objeto de enterarse de hasta qué punto le había estropeado la vida ese tipo. Después llamaría a su editor de la revista Adventurer y le diría que tenía que retrasar el viaje a Nueva Zelanda. Porque no pensaba ir a ninguna parte hasta que recuperara su vida.



El lunes por la mañana, Paula entró en la Biblioteca Pública de Denver muy poco antes de que se abriera la puerta al público. Siempre puntual y profesional, notó que los demás empleados la miraban mientras corría a su escritorio. Sin duda todos se llevarían una buena sorpresa si llegaran a descubrir que Paula Chaves había pasado el sábado por la noche en brazos de un desconocido.

Un hecho que ella no pensaba divulgar.

Pero tampoco podía olvidarlo.

Se sentó a su mesa, enderezó la placa con su nombre y el sacapuntas eléctrico y desenroscó el cable del teléfono. Tenía que volver a poner su vida en orden, pero para eso necesitaba respuestas.

Como bibliotecaria estaba habituada a proporcionar información a la gente sobre temas de lo más extraño. Y ahora era ella la que necesitaba información. Datos sobre Pedro Alfonso que le dijeran por qué había encontrado a un desconocido en la cama de su novio.

Antes de que terminara la mañana había descubierto lo suficiente para abrir una carpeta, en la que metió números atrasados de la revista Adventurer con fotos suyas, y papeles impresos con artículos de periódico que había encontrado en la página web de Pleasant Valley, Colorado, su pueblo natal. Lo que no había encontrado aún era una foto de él.

Volvió a revisar los artículos del Pleasant Valley Gazette, un semanario que se centraba en las noticias locales del pueblo y en el que había encontrado varios artículos sobre las aventuras del héroe del lugar, entre ellas la del rescate arriesgado de un gato siamés en Egipto.

Según el artículo, Pedro se había criado en una casa en las afueras de Pleasant Valley y siempre le habían gustado los animales, por lo que se había llevado al gato a Denver con él. Paula ya sabía todo eso porque se lo había contado Pedro.

Pero no le había hablado nunca del hombre al que había encontrado en su cama el sábado por la noche. Y ella seguía sin saber quién era ni lo que había hecho con su Pedro.

El día anterior había enviado varios correos electrónicos a su novio y lo había llamado un montón de veces al móvil, pero él no contestaba.

O no podía contestar.

Reprimió un escalofrío y se dijo que Pedro tenía que estar a salvo. Ella no habría podido hacer el amor con un hombre capaz de violencia, ¿verdad? Y menos aún de disfrutar. Lanzó un gemido y enterró el rostro en las manos.

Nunca había tenido aventuras de una noche ni sexo anónimo. Prefería ir sobre seguro tanto en su vida personal como profesional. Y acostarse con un desconocido era un riesgo que sencillamente no estaba dispuesta a correr.

Pero la noche que había pasado en brazos del desconocido seguía en su cabeza por mucho que intentara olvidarla. Se ruborizó. ¿Cómo iba a poder explicarle aquella noche a su novio?

Extraños En La Noche: Capítulo 6

—Ah, sí —lo interrumpió Buckley—, eso formaba parte del acuerdo de alquiler, pero el dueño volvió antes de tiempo. Y menos mal, porque yo soy alérgico a los gatos.

Pedro sintió un escalofrío de aprensión en la columna.

— ¿Qué dueño?

—El dueño del gato, el que vive ahí — repuso Buckey, rascándose la panza—. Alfonso. Recogió la llave y me dió veinte pavos por las molestias.

Pedro no quería creer lo que oía, pero Claudio Buckley parecía incapaz de inventar nada.

— ¿Le pidió que le enseñara algún carnet?

—¿Y por qué iba a hacerlo? Sabía cómo se llamaba el maldito gato. ¿Y se puede saber quién es usted y por qué hace tantas preguntas?

Pedro apretó los dientes.

—Soy Pedro Alfonso. Le dió usted la llave al hombre equivocado.

Buckley sacó la mandíbula.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no se identifica usted?

Pedro sacó la cartera por segunda vez aquella mañana y mostró el carnet de conducir y el pasaporte.

Claudio Buckley se inclinó para mirar mejor.

— De acuerdo, aquí dice que usted se llama Pedro Alfonso. Pero no se parece nada a él.

Todavía no eran ni siquiera las ocho y Pedro quería ya una copa, pero el dolor de cabeza le hizo desistir.

— Creo que quiere decir que él no se parece nada a mí.

— ¿Eh?

Pedro respiró hondo y procuró no perder los estribos. Buckley no tenía la culpa de que un imbécil intentara fastidiarle.

— Dígame qué aspecto tiene.

Su vecino de enfrente miraba de nuevo la televisión.

—¿Quién?

—Alfonso.

Buckley volvió la vista a él.

—¿Pero no dice que usted es Alfonso?

—Y lo soy. Me refiero al hombre que se hizo pasar por mí.

—¡Ah! —Buckley arrugó la frente—. No me acuerdo mucho. Sólo lo ví un par de veces.

— Inténtelo.

— Alrededor de un metro ochenta. Delgado. Necesitaba un corte de pelo.

— ¿Qué más? —Pedro quería detalles específicos—. ¿El color de pelo, los ojos? ¿Qué coche conducía? Todo lo que recuerde.

— No sé. Yo no me fijo mucho en la gente.

— ¿Lo ha visto alguna vez con una mujer?

Buckley se quedó pensativo.

—De vez en cuando llama una chica a su puerta, pero no me pida que la describa porque no vale la pena recordarla.

En ese caso, no podía ser la chica de sus sueños. Pedro se maldijo interiormente por haberla dejado marchar. No sería fácil encontrarla en una ciudad con más de dos millones de habitantes y tal vez ella fuera la única que pudiera responder a todas sus preguntas.

—Tengo que dejarlo —dijo Buckley—. Me estoy perdiendo el programa.

Antes de que Pedro pudiera decir nada más, le cerró la puerta en las narices. Volvió a su departamento con frustración.

Ya no había duda. Alguien se había hecho pasar por él. ¿Pero quién? ¿Y por qué motivo? Registró el departamento con la esperanza de encontrar alguna pista sobre la identidad del suplantador. Comenzó por el dormitorio, donde lo único que encontró que no fuera suyo fue un calcetín negro detrás de las cortinas.

Cuando entró en la sala de estar, miró las estanterías. Dos libros le llamaron la atención. Se acercó y vió que en el lomo tenían pegado un papel de la Biblioteca Pública de Denver. Los libros no los había sacado él.

Extraños En La Noche: Capítulo 5

Pedro seguía mirando las puertas del ascensor mucho después de que se hubieran cerrado. La chica de sus sueños se había ido. Y peor aún, debía de estar loca. También, en cuanto la había visto a la luz del día, se había dado cuenta de que no la conocía de antes.

Pedro jamás olvidaba una cara. Y la de ella era única, con ojos avellanas y pómulos altos y bien definidos. Él no la habría descrito como guapa, aunque sus labios llenos y la naríz respingona añadían una dimensión interesante a una cara que despertaba su interés como fotógrafo.

Su modo de seducirlo la noche anterior despertaba su interés como hombre. Le hubiera gustado hacer de nuevo el amor con ella por la mañana, pero el miedo que había visto en sus ojos avellana lo había contenido. A pesar de su gusto por lo peligroso, Pedro no perseguía a mujeres contra su voluntad. Ni aunque estuvieran locas.

Volvió a entrar en su departamento con un suspiro de decepción y un dolor de cabeza causado por las cervezas bebidas la noche anterior. Tom lo esperaba al lado de la puerta moviendo la cola con impaciencia.

— Podrías haberme avisado —murmuró.

Sin embargo, a pesar de sus palabras, no lamentaba lo ocurrido con su misteriosa dama. Ella le había tocado el alma además del cuerpo, algo de lo que ninguna otra mujer podía presumir. Algo que él no había creído posible.

Abrió el armario para buscar comida de gato y se quedó inmóvil. Los estantes estaban llenos de comida. Latas de sopa y verduras, cajas de cereales, chocolatinas y bolsas de pasta. Y él había dejado los armarios vacíos cuatro meses atrás.

— ¿Qué narices pasa aquí?

Tom contestó con un maullido y se acercó a su tazón vacío. Pedro lo llenó y devolvió la bolsa al armario mientras le cruzaban un montón de preguntas por la mente. ¿Cómo había entrado la chica de sus sueños en su departamento? ¿Cómo sabía el nombre del gato? ¿Y cómo sabía su nombre?

Diez minutos después, estaba vestido y dispuesto a buscar respuestas. Llamó a la puerta del departamento de enfrente del suyo con la esperanza de que la señora Clanahan fuera una mujer madrugadora. La mujer, mayor, se había ofrecido a cuidar de Tom mientras Pedro estaba fuera y éste, antes de marcharse, había hecho acopio de comida de gato y arena para la bandeja y le había dejado una llave de su departamento a la mujer.

Quizá ella pudiera explicarle cómo había llegado tanta comida a su cocina. Y cómo había aparecido la mujer misteriosa en su cama.

Un hombre de edad mediana ataviado con una camiseta blanca rota y pantalón corto abrió la puerta. En la televisión se veía un concurso y un olor a carne podrida impregnaba la atmósfera.

— ¿Sí? —preguntó el hombre.

—Busco a la señora Clanahan.

—Ya no vive aquí.

— ¿Desde cuándo?

—Desde que se cayó y se rompió la cadera hace tres meses. Se fue a Florida con su hija y me realquiló a mí su departamento.

La señora Clanahan había comentado a menudo lo mucho que echaba de menos a su hija; pensó que era una lástima que hubiera tenido que romperse la cadera para pasar tiempo con ella. Pero ahora tenía que pensar en otras cosas.

—¿Y quién es usted? —preguntó al hombre.

—Claudio Buckley —repuso el otro con impaciencia. Inclinó la cabeza para intentar ver el concurso de la tele.

— ¿Y qué hizo la señora Clanahan respecto a Tom?

Buckley hizo una mueca.

— ¿Quién narices es Tom?

Pedro señaló detrás de él con el pulgar.

—El gato de enfrente. La señora Clanahan se comprometió a cuidarlo mientras...

jueves, 19 de mayo de 2016

Extraños En La Noche: Capítulo 4

Paula había llegado a creer que su padre la necesitaba más que su madre, pero no pudo evitar llamar a casa una noche, sólo para volver a oír la voz de su madre y para decirle que se encontraba bien.

Las autoridades localizaron la llamada y los detuvieron en Missouri. Los llevaron de vuelta a Colorado, donde su padre fue condenado a un año de cárcel por secuestro. Su gran aventura se había convertido en un gran desastre.

Paula cerró los ojos y suspiró, sabedora de que no podía seguir esquivando las preguntas de su novio sobre su familia. Cuanto antes le dijera la verdad, antes podrían seguir adelante con sus vidas. Esa noche habían comprobado que estaban hechos el uno para el otro, había visto que podía confiar en él.

Pedro se movió a su lado y Paula sintió una sensación rara en el vientre al pensar en hacer de nuevo el amor con él. Lo estaba deseando y, a juzgar por el bulto que se apretaba contra sus nalgas, él también.

Se volvió a besarlo... y se encontró con la cara de un desconocido.

Lanzó un grito de horror y saltó de la cama, arrastrando consigo la sábana de raso negro. La apretó contra su pecho con el corazón desbocado en el pecho.

— ¿Quién eres tú?

El hombre enarcó las cejas y se incorporó sobre un codo.

— Yo iba a preguntarte lo mismo.

No parecía importarle estar desnudo. Flexionó los músculos de los hombros y ella no pudo evitar notar las marcas del bronceado en la cintura y los muslos ni su impresionante erección. Levantó la vista con la cara roja.

Aquello no podía estar pasando. Lo había planeado todo con cuidado. Pero algo había salido mal. Ese hombre no era Pedro. Su prometido tenía pelo rubio y ojos azul claro y ese hombre tenía la piel bronceada, con pelo espeso castaño y ojos marrones que parecían atravesar la sábana con la que se tapaba ella.

Ciertas zonas de su cuerpo le recordaron lo que ese hombre le había hecho la noche anterior, lo que habían hecho los dos juntos. Lo miró a los ojos y supo que él pensaba en lo mismo. Tragó saliva y se retiró más todavía de la cama, hasta que su espalda chocó con la pared.

— ¿Ocurre algo? —preguntó él, con el ceño fruncido.

Ella respiró hondo.

—Ha habido un error terrible.

Él parpadeó, se sentó en la cama, se volvió de espaldas y se agachó para levantar su calzoncillo azul marino del suelo.

— Es un poco tarde para arrepentimientos, ¿no te parece?

¿Arrepentimientos? Él no podía saber hasta qué punto se arrepentía de lo ocurrido. ¿Cómo se lo iba a explicar a su novio? No la creería. Sobre todo porque los dos hombres eran físicamente muy diferentes.

La oscuridad le había impedido ver esas diferencias la noche anterior, pero debería haber sido capaz de palparlas. Ese hombre tenía el pecho y los hombros más amplios y el vientre muy musculoso. En su defensa, podía decir que nunca había visto a su novio sin ropa y que no esperaba encontrarse a otro hombre en su cama.

— ¿Te importa decirme qué haces aquí?— preguntó.

Él la miró como si estuviera loca.

— Vivo aquí.

—Aquí vive Pedro Alfonso—replicó ella.

Reconocía los muebles de madera de roble del dormitorio, el arte africano que colgaba de las paredes y la alfombra persa de colores colocada encima de la moqueta beige.

—Yo soy Pedro Alfonso—él la miró a los ojos—. ¿No recuerdas que anoche me llamabas por mi nombre?

Ella no estaba de humor para recordar.

—Tú no eres Pedro. Yo conozco a mi novio.

Él frunció el ceño, se puso los calzoncillos y se levantó. Era por lo menos diez centímetros más alto que su novio y pesaría unos quince kilos más. ¿Cómo podía haber dejado que ocurriera aquello? Pedro jamás la creería.

— Mira —dijo él—. No sé cuál es tu problema, pero yo soy Pedro Alfonso. Este es mi departamento. Mi cama.

— Eso es imposible.

— ¿Quieres ver algún carnet? —preguntó él.

Se acercó a la cómoda, tomó su cartera y sacó el carnet de conducir y el pasaporte.

Allí estaban su nombre y su foto. Paula se preguntó si todo aquello sería una pesadilla. Se volvió y salió a la sala de estar, donde sacó el pantalón y la blusa de la bolsa. Él la siguió.

— Ahora dime quién eres tú y cómo entraste en mi departamento.

Paula se tapó con la sábana hasta la barbilla y se vistió con rapidez. No tenía intención de darle a aquel desconocido ni su nombre si ninguna otra información. Ya conocía demasiadas cosas de ella.

— Hay algo que no encaja —dijo, más para sí misma que para él—. Yo conozco este departamento, conozco a Tom, conozco a Pedro Alfonso. Y no eres tú.

— Puedes llamar a mi madre si quieres —dijo él—. Te dirá que ése ha sido mi nombre desde el día en que nací hace treinta años. También te dirá que he pasado cuatro meses haciendo fotos por Sudamérica. Regresé ayer.

Tenía que ser mentira. ¿Le habría, hecho algo a Pedro? Terminó de vestirse y dejó caer la sábana al suelo. La blusa estaba mal abrochada, pero se hallaba demasiado alterada como para preocuparse por eso.

El hombre se acercó a ella.

—Creo que deberíamos empezar de cero.

Paula miró el bulto en sus calzoncillos. ¿A qué se refería exactamente con eso? No pensaba quedarse lo suficiente para descubrirlo. Tomó la bolsa y corrió hacia la puerta.

— ¡Eh, espera un momento! —dijo él.

Ella oyó sus pasos y estuvo a punto de tropezar con el gato, pero llegó a la puerta antes que él, la cerró de golpe y corrió al ascensor, situado en el extremo del largo pasillo.

Por suerte, las puertas del ascensor se abrieron en cuanto apretó el botón. Entró deprisa y se volvió a tiempo de verlo salir al pasillo vacío. Iba todavía en calzoncillos y su cara mostraba una expresión confundida.

Pero la confundida era ella. Él afirmaba ser Pedro Alfonso. Y eso no tenía sentido.

Apretó varios botones en el panel del ascensor, sin importarle dónde terminara siempre que él no la siguiera. Quería alejarse lo más posible de aquel hombre y olvidar lo ocurrido esa noche.

Pero cuando se cruzaron sus miradas en el último instante antes de que se cerrara el ascensor, intuyó que no sería fácil olvidarlo.

En consecuencia, tendría que conformarse con no volver a verlo jamás.

Extraños En La Noche: Capítulo 3

Se movió para encender la luz de la mesilla, pero ella se puso encima antes de que pudiera hacerlo. Se sentó a horcajadas en sus caderas y su pelo le rozó el pecho cuando se inclinó para besarle primero la boca y luego la barbilla antes de pasarle la lengua por el pezón. Le agarró las muñecas con las manos y le subió los brazos por encima de la cabeza.

Pedro se esforzó por entregarle el control y dejarle marcar el ritmo. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que ella no dejara de tocarlo. No sabía si se debía al hecho de hacer el amor en la oscuridad con una mujer anónima o a la mujer en sí, pero estaba muy excitado.

Ella lo llevó hasta el límite con las manos y la boca, le inflamó todo el cuerpo hasta que él ya no pudo soportarlo más. Le agarró las caderas, la colocó encima de él y la penetró con un movimiento fuerte. Emitió un gruñido de satisfacción.

—Sí —suspiró ella.

Él cerró los ojos, casi mareado de deseo. No podía recordar el nombre de ella ni la última vez que se había sentido así, ni si se había sentido así alguna vez. Luego ella empezó a moverse encima y ya no pudo recordar ni su propio nombre.

La chica de su sueño se convirtió en una mujer salvaje, que se movía con un abandono que ponía en peligro el control de él. Se adaptó a su ritmo primitivo y ambos se precipitaron juntos hacia el abismo, impotentes para detenerse o para frenar.

— ¡Pedro! —gritó ella, agarrándose a sus hombros.

Estaba a punto. Él le abrazó las caderas y se hundió todavía más dentro de ella. Ella echó atrás la cabeza y volvió a gritar su nombre. Él la siguió y se lanzó con ella a una caída libre al abismo con un grito ronco de satisfacción.

Cuando volvió a ser él mismo, la encontró acurrucada contra su pecho. La abrazó y ninguno de los dos dijo nada. En aquel momento, él tuvo la sensación de que sus almas estaban tan unidas como sus cuerpos.Una reacción ridícula, ya que no recordaba su nombre. Pensó que por la mañana recuperaría el sentido común y cerró los ojos. Por el momento, prefería disfrutar del sueño.

Paula se despertó sonriente.

Estaba en los brazos de Pedro, con la espalda apoyada en su pecho; la barbilla de él descansaba en su cabeza. La luz del sol penetraba, apagada, por entre las cortinas, y lanzaba sombras doradas sobre la cama. La sonrisa de ella se hizo más amplia y apretó su cuerpo desnudo contra el de él. La noche anterior había sido más maravillosa de lo que imaginara. Pedro era un amante perfecto. Tierno. Entregado. Sensacional.

Se ruborizó al recordar las cosas que habían hecho. Se había tomado tiempo para excitarla de un modo que no habría creído posible. Y ella nunca se había mostrado tan atrevida con un hombre; nunca se había entregado así. Pero al menos ya sabía lo que quería saber: eran compatibles en la cama.

Su noche juntos la había hecho sentirse más cerca de él que nunca antes. Tan cerca como para contárselo todo sobre su vida, para compartir con él su secreto más doloroso. ¿Pero cómo buscar las palabras adecuadas?

Yo envié a mi padre a la cárcel.

Lo último que quería hacer era llevar el pasado a aquella relación. Pero Pedro merecía saber la verdad. Que su madre había dejado a su marido por otro hombre y se había llevado a Paula, de doce años, con ella. Que su padre, Miguel Chaves, se había vuelto loco al perderlas y había hecho algo terrible, algo que Paula todavía no comprendía del todo.

Miguel  había recogido a su hija para pasar el fin de semana con ella poco después del divorcio y le había pedido que lo acompañara en una gran aventura. Ella había aceptado, dispuesta a hacer lo que fuera con tal de volver a ver sonreír a su padre. Y sin darse cuenta de que su madre se pondría histérica cuando ella no volviera a la hora acordada. Sin saber que una niña no podía arreglar un corazón roto.

Pasaron un mes y medio viajando de un estado a otro, sin permanecer nunca mucho tiempo en el mismo sitio. Su padre seguía llamando a aquello una gran aventura, pero Paula echaba de menos a su madre, cosa que no podía decirle a su padre sin hacerle llorar.

Extraños En La Noche: Capítulo 2

Pedro Alfonso soñaba con la India y el aroma a jazmín impregnaba el aire mientras bajaba en canoa por el río Alaknanda. Los majestuosos Himalayas se elevaban hacia el cielo azul cobalto y él se deslizaba por el agua mientras un aliento suave de mujer le acariciaba la mejilla.

La canoa se tambaleó y él se despertó lo suficiente como para darse cuenta de que no estaba en un río sino en su cama. El colchón se hundía con el peso de un cuerpo que se movía a su lado. Mantuvo los ojos cerrados, con ganas de perderse de nuevo en el sueño.

Hacía mucho tiempo que no iba a la India. Su caleidoscopio de culturas, gentes y paisajes lo atraía mucho. Igual que lo atraía ahora la chica del sueño al rozarlo con una suave caricia.

Sólo que no era un sueño.

Pedro abrió los ojos y unos dedos esbeltos le acariciaron el hombro y bajaron por el brazo. En la habitación reinaba una oscuridad completa. Se volvió hacia la mujer que había al lado y el cuerpo femenino rozó el suyo. Ella dió un respingo y Pedro se excitó en el acto al sentir sus curvas y la suavidad cremosa de su piel.
La oyó tragar saliva.

— Sorpresa, Pedro—susurró.

Y, desde luego, era una sorpresa. Y en más de un sentido. ¿Quién era ella? No recordaba haber vuelto a casa con una mujer. Había hablado con varias en el bar, pero no recordaba sus nombres; de hecho, recordaba poca cosa aparte de la evidencia de que había bebido mucho. Pero ahora estaba sobrio, con la mente y el cuerpo bien despiertos.

Abrió la boca para preguntarle su nombre, pero ella lo besó en los labios y se colocó encima de él. Sus pechos le apretaban el torso, con sólo una fina capa de tela sedosa entre ambos. La sensación de la seda y la piel femenina en su cuerpo alejó todo lo demás de su mente.

Su beso sabía dulce, inocente y levemente desesperado, su boca se movía con torpeza en los labios de él. Pedro le acarició con gentileza las mejillas y rozó con los pulgares las comisuras de los labios de ella hasta que la sintió relajarse encima. Profundizó entonces el beso y aventuró la lengua al interior de la boca de ella.

En ese momento, supo que no había besado nunca a aquella mujer, porque, de haberlo hecho, recordaría su nombre. Pero el deseo superaba a la curiosidad y lo impulsaba a actuar y dejar las preguntas para más tarde. Privado del sentido de la vista, los demás sentidos no tenían más remedio que agudizarse. La acarició, la besó, inhaló su aroma, una mezcla ele jazmín y mujer excitada, que encontró aún más embriagador que el alcohol.

La colocó de espaldas con gentileza, besándola todavía, con intención de explorar sin prisa aquel territorio desconocido. La besó en la boca mientras acariciaba su cuerpo exuberante y frotaba los pezones a través de la delgada tela del camisón, hasta que empezó a oír gemidos profundos salir de su boca.

Ella se abrazó a su cuello, se puso de lado, besándolo todavía, y colocó los dedos en su mandíbula sin afeitar. Bajó después suavemente las manos para explorar su torso. Sus dedos bailaban por la piel de él con una caricia suave que lo volvía loco. Siguieron bajando por las costillas y el vientre y se detuvieron en la cinturilla elástica del calzoncillo, sin llegar a tocar la parte que él más deseaba que tocaran.

Pedro  colocó las manos en el trasero de ella y la apretó contra sí, disfrutando de la frotación del cuerpo femenino contra su pene erecto. No sabía su nombre, pero en ese momento la deseaba más de lo que recordaba haber deseado nunca a ninguna mujer. La necesitaba inmediatamente. Deslizó las manos debajo del camisón para jugar con su tanga, que rompió sin mucho esfuerzo.

—Espera... —ella dio un respingo y buscó con las manos el tanga roto en el colchón.

Pedro lanzó un gemido y rezó para que no hubiera cambiado de idea. O peor, para que aquello fuera un sueño y ella se desvaneciera de pronto en la niebla. Notó que ella le ponía algo en la mano.

—He traído esto —susurró.

Él respiró aliviado al sentir la forma familiar del paquete metálico. Sonrió en la oscuridad. La chica de su sueño había ido preparada.

Se quitó los calzoncillos y se sentó en el borde de la cama. Cuando abrió el paquete, notó que ella se ponía tensa. Se volvió y le besó con ternura la boca y la garganta. Ella respiró suavemente en su oreja y se fue relajando a medida que los labios de él bajaban por su cuerpo. Gimió, se apoyó en la almohada y le introdujo los dedos en el pelo.

Los labios de él bajaron por su cuello hasta la parte de arriba del camisón, donde acariciaron un pezón a través de la tela. Cuando el pezón se puso duro, levantó la cabeza lo suficiente para quitarle el camisón y se inclinó de nuevo para meterse el otro pezón en la boca.

—Por favor —imploró ella, arqueando el cuerpo debajo de él.

— Hum —murmuró él, que compartía su ansia, pero estaba dispuesto a ir con calma.

Quería disfrutar de sus gemidos de deseo y sus súplicas, del sabor único de sus besos calientes. Y lo que más deseaba era verla cuando llegara al clímax en sus brazos.

Extraños En La Noche: Capítulo 1

Paula Chaves hizo una mueca al abrir la puerta del apartamento y oír el chirrido de los goznes. Entró y cerró con llave, que se guardó mientras debatía si encender o no la luz. No quería hacer nada que alertara a Pedro de su presencia. Por lo menos hasta que estuviera preparada.

La luz de la luna llena entraba por el ventanal y alumbraba el camino hasta la sala de estar. Un siseo rompió el silencio y Paula se llevó una mano al pecho. Pero era sólo Horatio, el siamés de su novio. Se agachó a acariciarlo con el corazón desbocado todavía. Su reacción había sido más nerviosa que de miedo, aunque era la primera vez en su vida que hacía algo así.

El gato, que pareció captar su ansiedad, se apartó de ella y se metió debajo del sofá. Paula se incorporó y sacó del bolso la lista que había hecho en el vuelo desde Tempe. Las listas siempre la hacían sentirse en control y empezó a calmarse en cuanto tachó la primera línea.

1 Ir al departamento de Pedro.

Le había dado la llave una semana atrás, pero no había reunido valor para usarla hasta esa noche. En el largo recorrido desde el aeropuerto de Denver, la habían asaltado las dudas, pero había introducido una de sus cintas de motivación en el walkman y estaba preparada para la acción. O casi. Miró la segunda línea de la lista.

2. Desnudarse.

Se desató el pañuelo de seda que llevaba al cuello con dedos temblorosos y lo dejó caer hacia la bolsa que transportaba en la mano. La tela vaporosa atrajo a Tom, que saltó de debajo del sofá y se lanzó sobre ella.

Paula intentó quitársela, pero el animal clavó las uñas en el pañuelo y ella adivinó que era una causa perdida. Hizo caso omiso del gato y de su nuevo juguete y se quitó los zapatos, los pantalones y la blusa. Lo guardó todo bien doblado en la bolsa, sacó un camisón rojo y lo sostuvo ante sí.

La tela transparente y el diseño atrevido dejaban poco lugar a la imaginación, pero la vendedora de la boutique de Tempe donde lo había comprado le había asegurado que a cualquier hombre le parecería irresistible. Aunque quizá fuera mejor no llevar nada.

Descartó esa idea en cuanto se le pasó por la cabeza. Su cuerpo no era perfecto, tenía un pecho corriente y unas caderas anchas. Ésa era una de las razones por las que quería sorprender a Pedro en la oscuridad. El camisón no la cubriría mucho, pero sería mejor que nada.

Después de quitarse el sujetador de algodón, se metió el camisón por la cabeza. El borde acariciaba sus muslos y un estremecimiento recorrió su piel desnuda. Respiró hondo, tomó el bolígrafo y tachó la segunda línea de la lista.

Se había ido de Denver la semana anterior, después de que Pedro le dijera que quería que su relación avanzara hasta el nivel siguiente. Paula necesitaba tiempo para pensarlo antes de tomar una decisión final; había aprendido ya que actuar impulsivamente solía conducir al desastre.

Tom, aburrido ya con el pañuelo, se subió a un sillón y la observó mirar la tercera línea.

3. Perfume.

La minúscula pero cara botellita de perfume que había comprado en Tempe estaba en el fondo de la bolsa, envuelta en varias capas de plástico de burbujas. Según sus investigaciones, ese perfume en particular era el más popular del mercado. Paula se puso unas gotas detrás de las orejas y en las muñecas y el aire se impregnó de aroma a jazmín.

El gato estornudó, saltó del sillón y desapareció en la cocina. Paula confió en que el perfume no le produjera el mismo efecto a Pedro.

Llevaban tres meses saliendo, lo cual era casi un récord para ella. La mayoría de los hombres desaparecían en cuanto les dejaba claro que no se acostaría con ellos por el momento. La pasión a menudo volvía irracional a la gente y ella no estaba dispuesta a caer en esa trampa. Una trampa que había destruido a su familia.

Sacudió la cabeza porque no quería que el pasado interfiriera con el presente. Su decisión de acostarse con Pedro estaba basada en la lógica y el sentimiento. Le gustaba y parecía poseer las cualidades que ella buscaba en un hombre: estabilidad, sentido común y ética del trabajo. Si además resultaban ser compatibles físicamente, podría empezar a considerar un futuro con él.

Pero lo primero era lo primero. Miró la cuarta línea de la lista.

4. Protección.

Sin duda Pedro tendría preservativos, pero ella no quería dejar nada al azar. Había entrado en una farmacia cercana al aeropuerto y había comparado las distintas marcas durante veinte minutos antes de decidirse por una.

La sacó de la bolsa y vaciló, ya que no sabía si llevar la caja entera con dos docenas de preservativos al dormitorio. Sacó uno y lo guardó en la cinturilla de su tanga nuevo de encaje rojo.

Sólo quedaba por hacer una cosa. Respiró hondo. Ahora que había llegado el momento, la asaltaban más dudas todavía. ¿Y si a Pedro no le gustaban las sorpresas? ¿Y si no estaba de humor romántico? ¿Y si ella no le daba placer? ¿O no se lo daba él a ella?

Eran muchas las variables que no podía controlar, pero la única alternativa era retirarse y eso lo había hecho ya muchas veces en el pasado. A sus veintisiete años, estaba preparada para aceptar algo en su vida aparte de su profesión. Había trabajado mucho para pagarse la universidad y se había graduado con honores antes de hacer un máster en Bibliotecas. Ahora quería dedicar el mismo empeño a su vida personal.

Enderezó los hombros y avanzó hacia el dormitorio sin que sus pies descalzos hicieran el menor ruido en la alfombra. Cuando abrió la puerta, la luz de la luna penetró un poco desde la sala en la oscuridad de más allá, dejándole ver la forma del cuerpo de su novio en la cama.

Paula cerró la puerta con la boca seca. La oscuridad aterciopelada que llenaba la habitación la tranquilizó un poco. Soltó el picaporte y avanzó a ciegas en dirección a la cama, guiada por el sonido de la respiración suave y somnolienta de Pedro.

Cuando sus pies chocaron con la cama, supo que había llegado a su destino. De sus labios escapó un gemido suave, seguido del sonido de Pedro moviéndose en la cama. Se quedó inmóvil, confiando en ser tan invisible para él como lo era él para ella.

Porque algo le decía que, si se despertaba y encendía la luz antes de que estuviera preparada, no podría seguir adelante con el último y más importante propósito de la lista.

5. Seducir a Pedro.