jueves, 31 de octubre de 2019

Desafío: Capítulo 16

—Prepararé café mientras tú arreglas el desastre causado por tu amante —él había percibido la desesperación en su voz—. Después te prometo que me marcharé.

—Diego no es mi amante —ni mucho menos, pensó mientras le sacudía una oleada de repulsión—. Ni siquiera es un amigo —admitió—. Cenar con un grupo de conocidos parecía más seguro que…

—Pasar la noche conmigo —Pedro terminó la frase mientras la observaba sonrojarse y sintió de nuevo la necesidad de protegerla.

Paula Chaves era famosa por ser una sofisticada mujer de mundo, la princesa de hielo, que atraía a numerosos amantes. Pero la mujer que tenía ante él le recordaba a una niña asustada y tuvo que contenerse para no abrazarla mientras la seguía por el pasillo hasta la cocina.

—¡Un café y luego te vas!—dijo ella, incapaz de evitar el temblor de su voz mientras llenaba la cafetera de agua y buscaba las tazas en el armario. Una de ellas se cayó al suelo y se hizo añicos. Ella soltó un grito y se arrodilló para recoger los trozos.

—Déjalo.

Ella dió un respingo. Pedro percibió sus lágrimas y se le encogió el estómago.

—Arréglate un poco —le dijo dulcemente mientras la ayudaba a ponerse en pie y le quitaba el carmín de la mejilla con el pulgar.

Desde el momento en que la vio acorralada por aquel patán borracho, él sólo pudo pensar en el asesinato. No entendía de dónde le salía esa obsesión posesiva, esa necesidad de cuidarla. Apenas la conocía, se recordó impacientemente mientras la empujaba suavemente fuera de la cocina. El sentido común le advertía de que Paula era sinónimo de problemas. Pero durante los dos últimos meses había sido incapaz de olvidarla, e incluso en esos momentos, cuando estaba demacrada y tremendamente vulnerable, él la deseaba más que a ninguna otra mujer.

Paula entró en el cuarto de baño y echó el cerrojo. Se sentía sucia y mancillada y con rápidos, casi desesperados, movimientos, se arrancó la ropa y se duchó. Se frotó todo el cuerpo mientras escuchaba los sonidos provenientes de la cocina. De repente era como si volviera a tener quince años y escuchara el sonido de las pisadas de su padrastro junto a la puerta del cuarto de baño, al acecho. Siempre tenía una buena excusa, pero ella sentía escalofríos al recordar su malévola sonrisa y la forma en que la miraba cuando huía hacia su dormitorio. Todo eso tenía que acabar, se dijo mientras salía de la ducha y se envolvía en una toalla. Ya no tenía quince años, tenía veinticinco. Era una mujer adulta y de éxito y nadie podía hacerle daño, sobre todo el segundo marido de su madre, Gerardo Stone.

—«Eres tan bonita, Pau. Y ya no eres ninguna niña. Me he dado cuenta de que te estás convirtiendo en una mujer».

—«Cállate, Gerardo, o se lo diré a mamá».

—«¿Decirle el qué, Pau? Sólo digo que te estás poniendo preciosa. Apuesto que a muchos hombres les gusta mirarte. A mí me gusta».

¡No! Paula se miró en el espejo con gesto repulsivo ante el recuerdo de su padrastro. Gerardo pertenecía al pasado. No le había vuelto a ver desde que ella se marchó de casa a los diecisiete años. Las sucias insinuaciones sexuales de su padrastro la ponían enferma y cuando empezó a tocarle el muslo, o a darle un cachete en el trasero, supo que tenía que irse. Confiarse a su madre nunca fue una opción. Tras años de depresión por culpa de su primer matrimonio, Alejandra era al fin feliz, y Paula era incapaz de arruinar su felicidad. Por eso guardó silencio y aseguró a Alejandra que se marchaba para compartir piso con unos amigos. El matrimonio entre su madre y Gerardo terminó por romperse. Ella nunca supo el motivo. Ni lo había preguntado. A pesar de las súplicas de Alejandra, ella se negó a volver a una casa que había llegado a odiar. Tenía una nueva vida, ganaba mucho dinero y se había jurado solemnemente no perder nunca su independencia por nadie.

—Paula, el café se enfría —la voz de Pedro sonó al otro lado de la puerta del cuarto de baño con un tono de preocupación.

—Está bien, ya voy —el grueso albornoz le llegaba por debajo de las rodillas y ocultaba sus formas.

Ella no quería que hubiese ningún posible malentendido. Lo único que iba a ofrecerle a Pedro era un café. Era el hombre más maravilloso, sexy y carismático que ella hubiese conocido jamás, y ella aún no se había recuperado de su propia reacción ante su beso. Pero prevenir era curar, y ella estaba decidida a que no volviese a suceder.

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