Paula no consiguió moverse de la cama hasta bien entrada la mañana. Se había hecho un ovillo y había sufrido en rechazo de Pedro en silencio hasta quedar insensible. Como un robot, quitó las sábanas y la manta de la cama y las metió en la lavadora, que estaba en un rincón del cuarto de baño. Puso un poco de detergente y conectó la máquina. Después se dió una ducha y trató de borrar todo rastro de las caricias de él.
Un rato más tarde, de vuelta en el dormitorio, mientras buscaba algo que ponerse, recordó que ya no tenía que llevar la ropa de su hermana. Ya no era Valeria Chaves, sino Paula. Se agachó, sacó la maleta del fondo del armario, la puso sobre la cama y la abrió. Agarró lo primero que encontró; unos pescadores blancos y una camiseta verde. No era mucho consuelo, pero aun así era agradable poder volver a ponerse su propia ropa. Desde su llegada, aparte de la ropa interior, apenas se había puesto sus propias prendas. Se volvió hacia el armario y palpó el vestido azul que se había puesto aquella noche en que casi habían hecho el amor. Debería habérselo dicho entonces. Esa noche se había sentido tan hermosa, tan deseada… De repente se dió cuenta de que en ese momento él ya debía de saber que no era Valeria. Sin embargo, a pesar de eso, había cenado con ella y había puesto a prueba su resistencia una y otra vez. Pero todo tenía un límite; y el suyo había llegado la noche anterior. Él tenía planeado acostarse con ella desde el principio. Una burbuja de rabia creció en su interior. ¿Qué clase de hombre se acostaba con una hermana estando comprometido con la otra? ¿Acaso era tan frío y despiadado? Y su hermana aún tenía intención de casarse con él. Paula se hincó de rodillas sobre el frío suelo. Valeria regresaba ese mismo día. ¿Cómo iba a decirle lo que había hecho?
Pedro andaba de un lado a otro en su casa; su mente estaba llena de rabia y confusión. Su comportamiento hacia Paula estaba totalmente justificado. «Más que justificado.», se dijo a sí mismo por enésima vez, subiendo a su deportivo y saliendo hacia la ciudad a toda velocidad. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no podía ignorar la punzada de dolor en su corazón cada vez que pensaba en la mujer a la que le había hecho el amor la noche anterior. Había sido muy duro con ella; cruel, incluso. Ninguna de las dos cosas era propia de él, pero teniendo en cuenta lo que había pasado con Leticia, ¿Qué iba a hacer si no al descubrir el engaño de las gemelas? Al llegar a la oficina, se dejó caer en su butaca de ejecutivo, apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos. La imagen de Paula estaba grabada con fuego en su memoria; la expresión de su rostro mientras le hacía el amor, la pasión con que lo había amado aquella primera vez, el dolor al ver cómo descargaba su rabia contra ella. Cada palabra estaba calculada para hacerle daño. Siempre había sabido lo de las mentiras y, sin embargo, cuando ella las admitió por fin, no pudo evitar sentir aquella furia descontrolada. ¿Pero por qué? Desde el comienzo había sabido que pasar la noche con ella sería ponerles las cosas más fáciles. Debería haber visto venir aquella repentina confesión. ¿Por qué se había sorprendido tanto? ¿Acaso se había engañado lo bastante como para creer que la noche que habían pasado juntos había significado algo para ella? ¿Acaso había creído que ella se había involucrado en aquel plan mercenario, no para llevarse un botín, sino por deseo y placer?
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