Paula fue hacia la ventana y contempló las luces de la ciudad. Se veía el puerto en la distancia, pero en realidad sentía que podía atisbar el mundo entero desde allí. De repente sintió una ola de calor en la espalda. Pedro estaba muy cerca, justo detrás de ella. Podía ver su reflejo en el cristal de la ventana. Cerró los ojos momentáneamente. No quería mirarlo demasiado. Una mano cálida se posó sobre su hombro y entonces le apartó el cabello, dejándole el cuello al descubierto. Abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo el hombre reflejado en el cristal la besaba en el cuello.
—Es una vista maravillosa, ¿Verdad? —le dijo él en un susurro y entonces volvió a besarla.
Ella se dejó llevar por la intensidad del momento que tanto había anticipado y entonces sintió su mano en el muslo, subiéndole la falda, posándose en el centro de su feminidad, rozándola con sutileza, sin entretenerse lo suficiente como para darle el placer que buscaba con desesperación. Paula contempló el reflejo de la ventana. Aquel hombre del reflejo había apartado el húmedo tejido de las braguitas de la mujer y entonces frotaba sus dedos contra ella. Era como si le estuviera ocurriendo a otra persona. La mujer del reflejo no era ella, sino…
—¡Para!
Pedro se detuvo de inmediato.
—¿Por qué? Puedo sentirte, puedo sentir todo tu cuerpo. Estás tan cerca —le dijo en un mero susurro—. Déjame hacerte un regalo. Deja que te lleve a lo más alto. Nunca te haría daño. Confía en mí.
—No, por favor. No puedo —dijo ella, sacudiendo la cabeza una y otra vez, sintiendo el picor de las lágrimas en los ojos.
Aquel dolor era una tortura y una delicia al mismo tiempo.
—Por favor. Déjame —le dijo en un tono de súplica.
Aquellas palabras tuvieron un efecto fulminante. Él dejó de acariciarla, dejó caer las manos y se apartó de ella.
Paula se dió la vuelta, sin atreverse a mirarlo a los ojos.
—Lo siento mucho —le dijo, subiéndose las braguitas—. No debería haber dejado que las cosas llegaran tan lejos. No eres tú, en serio. Soy yo. Yo… —no terminó la frase. No sabía qué decir.
Pedro se apoyó contra el respaldo de uno de los sofás y la miró fijamente. Ella no se atrevía a mirarlo a la cara, temerosa de los interrogantes que sin duda encontraría allí.
—¿Podemos irnos? —le preguntó ella.
Él no dijo ni una sola palabra. Se limitó a asentir con la cabeza y la invitó a salir del despacho con un gesto.
Mientras caminaba por el pasillo, Paula trató de poner orden en sus caóticos pensamientos. No podía dejar que aquello volviera a repetirse. Había estado a punto de sucumbir y todavía seguía deseándole con todas sus fuerzas. Abrumada, no pudo reprimir un pequeño suspiro de desesperación. ¿Cuándo volvería Valeria a aquella olvidada isla del Mediterráneo? En ese momento lo que más deseaba era escapar de allí cuanto antes y retomar su vida donde la había dejado. Su vida… ¿Pero qué vida? En casa no la esperaba nada. Todos sus sueños e ilusiones yacían rotos en el suelo, hechos añicos. Ya era hora de empezar de nuevo. No podía dar ni un paso atrás, sino todos adelante. Sin embargo, su lugar tampoco estaba junto a ese hombre. Ésa era la vida de Valeria, no la suya.
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