—Una hermana, Luciana —él se tumbó de espaldas y apoyó las manos bajo la nuca, dejando al descubierto el oscuro vello de su estómago, que atrajo la mirada de Paula—. Tenía dieciocho años cuando murieron mis padres y estamos muy unidos. De hecho, compartimos una villa a las afueras de Atenas. Afortunadamente es una mansión muy grande, dividida en dos residencias, ya que Luciana está casada y tiene su propia familia —añadió entre risas—. A menudo nos reunimos a comer en la terraza común, pero reconozco que me gusta tener mi propio espacio.
Hizo una pausa, como si fuera a decir algo más, pero luego sacudió la cabeza.
—Ya basta de hablar sobre mí. Ahora te toca a tí—alargó una mano y acarició su larga y dorada trenza—. Por tu color de piel y el nombre, supongo que naciste en Escandinavia.
—No. Mi padre es sueco, pero mi madre es inglesa y yo nací aquí, en Londres. De niña solía ir a visitar a mis abuelos a Estocolmo, pero hace mucho que no los veo —explicó—. Desde que mis padres se separaron. El divorcio fue amargo y provocó una gran brecha en la familia.
—Es una lástima, debes de echarles de menos. ¿Estás muy unida a tus padres?
—No mucho —ella se levantó de un salto y empezó a recoger sus cosas—. Me enviaron a un internado a los trece años y no los veía demasiado —ella le dedicó una sonrisa que reflejaba su deseo de cambiar de tema.
—Me da la sensación de que no te gustaba vivir lejos de casa —dijo él mientras estudiaba su expresión taciturna.
—Al contrario, me encantaba. Me enseñó a ser independiente y a valerme por mí misma. La lección más valiosa que he aprendido es a no depender de nadie más —se colgó la bolsa del hombro y empezó a caminar—. Tengo que irme —añadió en un tono que dejaba claro que no quería que él la acompañase.
Pedro se dió cuenta de que ella no quería hablar sobre ningún aspecto de su vida personal, y sobre todo de su familia. Se puso en pie y la siguió. Bajo su disfraz, él había detectado dolor en su voz al hablar del divorcio de sus padres. Trece años era una edad muy difícil, sobre todo para una chica, pensó al recordar a su hermana durante la adolescencia. Él había tenido la suerte de vivir una infancia idílica, en un ambiente feliz y estable y con unos padres que se adoraban y a sus hijos también. A lo mejor las experiencias de Paula durante su infancia le habían provocado un grave daño emocional y eran la causa de su feroz deseo de independencia. Por los artículos de prensa, él se la había imaginado superficial y mimada, pasando de un novio a otro con regularidad. A él le parecía bien la libertad para ambos sexos y no buscaba una relación comprometida y a largo plazo. Todo lo que había leído sobre ella confirmaba que era una sofisticada mujer de mundo y estaba impaciente por llevársela a la cama. Pero al volver a encontrarse con ella había percibido un toque de vulnerabilidad, inesperado e inquietante. Bajo su belleza de hielo había un pozo de emociones y, para su sorpresa, él sintió una inclinación a protegerla.
—¿Eres hija única? —preguntó—. ¿Hay alguna otra maravillosa Chaves a punto de irrumpir en el mundo de la moda?
—Tengo dos hermanastras del segundo matrimonio de mi padre —ella hizo una pausa—, pero no estamos unidas.
De adolescente ella sufría por el hecho de que su adorado padre prefiriera vivir con los hijos de su nueva esposa en lugar de con ella. Sus celos habían provocado disputas durante las visitas mensuales y habían conducido a Miguel Chaves a romper casi todos los lazos con ella. La sensación de rechazo había sido casi insoportable, pero le había enseñado una lección.
—¿Sigues en contacto con tu padre? —preguntó Pedro.
—En Navidad y a veces para mis cumpleaños, si se acuerda —contestó ella secamente—. Vive en Suecia y actualmente va por su tercer divorcio. Mi madre se casó recientemente por tercera vez, aunque no sé por qué. A mí el matrimonio no me dice nada.
—Puede que las experiencias de tus padres sean el motivo por el que tus relaciones no duren más de unas pocas semanas —comentó Pedro—. Tu infancia te ha inculcado el temor al compromiso. ¿Por eso saltas de una pareja a otra?
Habían llegado a la puerta del complejo deportivo y Paula se giró furiosa. Sus ojos echaban chispas. Él había vuelto a dar por hecho que la prensa decía la verdad, y eso le dolía. ¿Por qué le importaba tanto lo que él pensara? ¿Por qué tenía que escuchar ella su charlatanería psicológica sobre las secuelas de su infancia?
—No eres el más indicado para hablar de compromiso, Pedro —le espetó—. Tu fama de mujeriego te precede. Se te considera algo así como un mujeriego multimillonario con la moral de un gato callejero —añadió—. Por lo visto tomas lo que deseas y cuando lo deseas sin tener en cuenta los sentimientos de los demás, pero te lo advierto, ¡A mí no me conseguirás!
Antes de que él tuviera tiempo de contestar, Paula le dió la espalda y se dirigió a los vestuarios. La expresión de sorpresa de Pedro resultaba casi cómica y ella dudó de que alguien le hubiese hablado jamás con tanta sinceridad, pero no le parecía gracioso. Prácticamente la había acusado de ser una furcia, recordó bajo la ducha, donde dejó brotar sus lágrimas de rabia. Ella era una de las mujeres más fotografiadas del mundo y estaba acostumbrada al chismorreo y las especulaciones sobre su vida privada. Era la parte de su trabajo que más odiaba y, en ocasiones, sus abogados habían demandado a alguna publicación. Pero en general ella había aprendido a vivir con el hecho de que, a los ojos de la prensa, era de propiedad pública y trataba su intrusismo con fría indiferencia. Ocultar sus verdaderos sentimientos se había convertido en una cuestión de orgullo y no entendía por qué le importaba tanto la opinión de Pedro.
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