—No fue una decisión consciente —dijo cuando fue capaz de articular palabra—. Al acabar la escuela, la mayoría de mis amigos, incluida Sofía, fueron a la universidad, pero yo no tenía claro lo que quería hacer con mi vida. Cuando me «descubrieron» paseando por Kings Road, pareció un regalo del cielo. Debía varios meses de alquiler y no me quedaba dinero. Pero nunca me lo planteé como profesión.
—Aun así tu éxito es increíble —comentó Pedro—. ¿Te gusta ejercer de modelo?
—Me gusta el dinero —contestó abiertamente—. Me encanta la sensación de independencia económica y no tener que depender de nadie para nada.
De nadie, o sea, de un hombre, adivinó Pedro. ¿Qué le había sucedido en el pasado para que fuera tan desconfiada? A lo mejor una relación rota, o las experiencias vividas durante su infancia.
—Es evidente que te importa mucho tu independencia económica, pero ¿No es muy corta la vida laboral de una modelo? Incluso de una modelo internacional comotú.
—Con suerte, seguiré trabajando unos cuantos años más, y ya tengo varias propiedades, que pienso aumentar. El mercado de compra de inmuebles para alquilar es boyante en Londres. Seguro que ya lo sabes, y me gusta mucho más ser propietaria que inquilina.
—De modo que tras ese rostro angelical se esconde el cerebro de una despiadada mujer de negocios —bromeó Pedro.
—Ya sé lo que es tocar fondo —contestó ella—. Los meses transcurridos desde que dejé la escuela hasta que entré en la agencia de modelos fueron un infierno. No tenía trabajo, ni dinero, y a menudo tenía que echar mano de amigos para que me alojaran.
—Pero seguro que podías haberte quedado con tu padre o tu madre tras abandonar el internado, ¿No? —preguntó Pedro, incapaz de ocultar su sorpresa. No sería más que una cría por aquel entonces, pero parecía como si su familia la hubiese abandonado. Eso explicaba su obsesión por la seguridad económica.
—Mi padre estaba ocupado con su nueva familia. Ya nos habíamos distanciado y su esposa dejó bien claro que no deseaba cargar con una adolescente difícil —le contó Paula, incapaz de ocultar la amargura en su voz—. Mi madre estaba casada con su segundo marido y—dudó un instante—, tenía motivos para marcharme de casa.
Algo en su voz llamó la atención de Pedro. Quería preguntarle por esos motivos, pero sentía que se había puesto tensa. El sol calentaba el aire, pero Paula temblaba. Era como si una nube negra se hubiese instalado sobre su cabeza y la ahogara con unos inquietantes recuerdos que prefería olvidar. El malicioso rostro de su padrastro volvió a su mente, y volvió a sentir la familiar oleada de náuseas al recordar su aliento sobre la piel… y sus manos que la tocaban a la menor oportunidad.
—¿Estás bien, Paula? —la voz de Pedro parecía sonar muy lejana y ella se obligó a volver al presente. Él la observaba con un destello de preocupación en sus oscuros ojos.
—Estoy bien, sólo un poco cansada, eso es todo —le aseguró rápidamente mientras conseguía forzar una pequeña sonrisa—. No quiero entretenerte, seguro que eres un hombre muy ocupado, Pedro —añadió mientras se levantaba—. Gracias otra vez por la comida.
—¿Dónde tienes el coche? Te acompañaré —él ya había recogido la bolsa de deportes de ella y, antes de que se diera cuenta, la había rodeado con un brazo por la cintura—. Estás muy pálida, pedhaki mou. Creo que no deberías conducir.
—No voy a hacerlo. Mi piso no está lejos de aquí y vine andando por el parque. Pedro, estoy bien —dijo bruscamente. Estaba tan preocupada intentando ignorar el roce de su muslo contra el suyo que no se había dado cuenta de que lo había acompañado hasta su coche.
—Ya estamos, entra —dijo él alegremente.
—Ya te he dicho que iré andando —ella lo miró furiosa cuando él abrió la puerta del coche.
—¿Vamos a pelearnos por eso? —él la bloqueó el paso con los brazos cruzados, en una actitud que le indicó que ella no iba a ninguna parte.
Pedro notó con satisfacción que ya no estaba tan pálida. Había algo en su pasado que le preocupaba seriamente, pero ése no era el momento de intentar sonsacárselo. A cambio de eso, esperaba que ella se centrara en el presente.
—Eres el hombre más indignante que he conocido jamás —le espetó furiosa mientras se daba por vencida y se sentaba en el coche.
Cuando él se sentó al volante, ella giró la cabeza para ignorarlo durante el trayecto hasta su piso. Cuando estacionó el coche y apagó el motor, ella se giró hacia él con los ojos muy abiertos y brillantes.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con voz ronca y temblorosa, provocando un dolor en la boca del estómago de Pedro. La vulnerabilidad de su mirada lo alteraba más de lo que quería admitir.
—Un poco de tu tiempo. Una oportunidad para que nos conozcamos mejor e investiguemos lo empezado en Zathos —contestó tranquilamente.
—No empezamos nada —el feroz rechazo a sus palabras fue inmediato mientras soltaba, presa del pánico, el cinturón del coche—. Tu imaginación debe de haberte jugado una mala pasada, Pedro. No hubo nada.
—¿No? —antes de que ella pudiera reaccionar, él le sujetó la nuca con la mano y bajó la cabeza para depositar un breve y duro beso en sus labios.
En cuanto la tocó, Paula se puso rígida, mientras esperaba la familiar oleada de repulsión. Pero no llegó. En lugar de revivir los desagradables recuerdos del pasado, su mente pareció quedarse en blanco, salvo por la sensación del cálido placer de sus bocas unidas, que lo llenaba todo. La lengua de él exploró con delicada precisión la forma de sus labios pausada y evocadoramente, lo que le hizo empezar a temblar.
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