—Buenas tardes —dijo Pedro.
Paula se quedó sin aliento. Estaba impecablemente vestido con un traje negro y una camisa de seda color crema. Todavía tenía el pelo húmedo y se lo había retirado de la frente, revelando así unos rasgos inteligentes y unos magníficos pómulos que le daban un porte may estático. Pedro, por su parte, la miró de arriba abajo, recorriendo cada centímetro de su cuerpo. Para la ocasión había elegido el único vestido de gala que su hermana Valeria guardaba en su armario; uno color ciruela que realzaba sus curvas femeninas sin insinuar demasiado. Como el top de la pieza llevaba ballenas y la espalda al descubierto, había decidido prescindir del sujetador y, al ver la intensa mirada de él, sintió como se le endurecían los pezones por debajo de la sedosa tela. De repente él se inclinó hacia delante y Rina pudo oler el sutil aroma de su perfume. Su expresión permanecía impasible, pero sus ojos contaban una historia muy diferente.
—Creo que deberíamos irnos directamente al castillo, ¿No?
—¿Vamos mal de tiempo? —preguntó ella.
—No, pero si nos quedamos aquí un minuto más llegaremos tarde.
Paula se sonrojó violentamente. Eso era lo más cerca que había estado de romper su palabra, después de la última vez que habían sucumbido a sus impulsos.
—Entonces será mejor que no perdamos más tiempo —dijo ella, forzando una sonrisa.
El viaje en coche fue corto y, en cuestión de minutos, llegaron a las inmediaciones de la mansión.
—Es un caserón impresionante —dijo Paula cuando atravesaron el portón que delimitaba la propiedad.
—Imponente, ¿Verdad?
—Creo que la palabra se queda corta —dijo ella, admirando las almenas iluminadas.
—Sí. La gente suele reaccionar así —dijo Pedro entre risas.
—Debes de estar muy orgulloso de tu estirpe.
—Sí. Todos lo estamos. Haríamos cualquier cosa por proteger a los nuestros. Cualquier cosa.
Paula sintió una punzada de advertencia. ¿Acaso era su imaginación o aquellas palabras iban dirigidas especialmente a ella?
Me intriga saber en qué anda metida la hermana...
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