jueves, 10 de octubre de 2019

La Impostora: Capítulo 35

—Entonces ya es hora de que aprendas.

Se inclinó sobre él y deslizó las yemas de los dedos sobre sus muslos hasta cerrar las manos alrededor de su potencia masculina. Con un cuidado exquisito comenzó a masajearle y unos segundos después puso la punta de la lengua sobre él. Él gruñía y gemía. Sus puños asían la sabana con fervor. Paula arrugó los labios y sopló sobre la punta de su miembro. Repitió la maniobra varias veces y entonces cerró la mano alrededor de la base para después deslizarla hasta la punta. Entonces lo introdujo en su boca y empezó a lamerle.

—Basta. Me estás matando —le dijo él, sin aliento.

—¿No te gusta? —le preguntó ella.

—Demasiado. Me gusta demasiado. Quiero que lo hagamos juntos en nuestra primera vez. Hasta el final.

De alguna manera Pedro encontró la forma de apartarse de ella. Se incorporó, agarró las manos de Paula y la hizo incorporarse también. Después deslizó las manos sobre su cuerpo y la hizo tumbarse sobre la cama. Sacó un preservativo del bolsillo de su pantalón, se lo puso y se tumbó sobre ella. Paula abrió las piernas para permitirle acomodarse entre ellas y él tuvo que resistir la tentación de hacerla suya de inmediato, sin más rodeos ni juegos. Sin embargo, no quería tomarla así; quería hacerle el amor, darle el mayor placer del mundo. En ese momento no importaba quién fuera. El conflicto de emociones que lo había sacudido durante las últimas semanas se había fundido en un claro pensamiento. Ella era su mujer, por lo menos durante esa noche. La contempló unos instantes y le apartó un mechón rebelde de la cara. Ella sonrió y se rozó contra su mano, buscando sus dedos y mordiéndole suavemente en la yema del índice.

—¿Y quién está impaciente ahora? —le dijo él, cubriendo uno de sus pezones con la boca y mordisqueándola.

Ella suspiró y se estremeció debajo de él. Y entonces él deslizó una mano sobre su cuerpo y buscó su delicada entrepierna, palpando el fino vello que cubría su zona más íntima. Nada más tocarla sintió la ola de calor que provenía del centro de su feminidad y, al introducir los dedos un poco más, notó la humedad que demostraba su deseo. Separando los finos pétalos de su sexo con sumo cuidado, empezó a masajearla y entonces la sintió estremecerse debajo de él. Un momento después, introdujo un dedo dentro de su sexo de miel y la sintió endurecerse contra él. Era demasiado, más de lo que podía soportar. Retirando la mano, se colocó en la posición adecuada. Le levantó los brazos y, apoyando los codos a ambos lados de su hermoso rostro, se preparó para hacerla suya. Ella levantó las caderas, abriendo los muslos y separando las rodillas.

—Pedro, por favor. No me hagas esperar más —le suplicó—. Por favor.

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