Y era su última oportunidad; la última oportunidad para entregarse a un mar de sensaciones, para hacer lo que realmente quería hacer. En respuesta a las caricias de Pedro, lo agarró de la cabeza y lo hizo besarla, devolviéndole el beso con todo el amor no correspondido que tenía en su interior. Pedro no perdió ni un momento más en conversación. La tomó en brazos y la llevó al dormitorio. Una vez allí, se quitó la chaqueta y los zapatos y entonces deslizó la punta del dedo sobre los labios de ella para después seguir a lo largo de su cuello y más allá. El corazón de Paula latía con fuerza y emoción. Los dedos de él la acariciaron brevemente en la base del cuello y entonces prosiguieron su camino hacia sus pechos. Al sentirlos allí, ella notó que cada músculo de su cuerpo se tensaba. Una ardiente ola de deseo le nublaba la mente y se propagaba por su cuerpo como un torrente de lava.
—Este vestido te queda muy bien —le dijo él—. Pero sé que lo que esconde es mucho mejor.
Le bajó la cremallera de la espalda y le quitó la prenda con sumo cuidado, deleitándose con cada centímetro de piel que la tela revelaba en su caída. Al descubrirle los pechos, los pezones se le endurecieron. Ella se quedó quieta y dejó que el traje cayera a sus pies en una cascada de seda. Lo único que llevaba debajo eran unas diminutas braguitas de encaje rojo.
—Ah, sabía que tenía razón —dijo él, suspirando—. Eres realmente preciosa.
Le quitó los pendientes, las horquillas del pelo y le desenredó un poco el cabello, dejando que cayera libre sobre sus hombros. Sintiéndose hermosa e increíblemente valiente, Paula se atrevió a desabrocharle los botones de la camisa. Cuando hubo terminado, se la quitó de los hombros y dejó a la vista aquel pectoral potente, bronceado y bien esculpido. La joven deslizó las yemas de los dedos sobre sus músculos. Al pasar por encima de sus pequeños pezones sintió como éstos se endurecían. ¿A qué sabría? ¿Cómo sabría su piel? Paula se relamió y entonces le oyó contener la respiración. Había fuego en sus ojos, pero en los suyos propios también. Sin dejar de mirarlo ni un momento, deslizó las manos sobre sus hombros, sus bíceps, sus brazos, y finalmente sus dedos. Solo los separaban un par de centímetros, pero había una chispa entre ellos que estaba a punto de explosionar. Sin perder más tiempo le desabrochó el cinturón y le bajó los pantalones. Su erección se apretaba contra el algodón negro de sus bóxers. Metió los dedos por dentro de la banda elástica y enseguida sintió como la piel se le ponía de gallina. Con sumo cuidado, le bajó los calzoncillos, liberando así su potente miembro. Entonces le hizo tumbarse en la cama, le quitó el resto de la ropa y le hizo incorporarse un poco. En la penumbra de la habitación, su potencia masculina sobresalía de entre el fino vello que tenía entre sus ingles. De repente, sintiendo una valentía desconocida, se puso sobre él.
—Te deseo como nunca antes he deseado a nadie —le dijo con sinceridad.
Pedro sonrió y entonces deslizó las manos sobre sus muslos hasta agarrarla por las caderas, rozándose contra el centro de su feminidad.
—Entonces, tómame. Soy todo tuyo. Tengo un preservativo en el bolsillo del pantalón.
—¿Estabas esperando esto? —le preguntó ella, desconcertada.
—¿Esperarlo? No. Lo deseaba. Desde luego que sí. Después de todo, solo soy un hombre con necesidades.
Paula le devolvió la sonrisa.
—Bueno, a ver qué puedo hacer yo. Pero, primero, me gustaría hacer un par de cosas.
Se inclinó sobre él, apoyó las manos a ambos lados y le rozó varias veces con los pechos. Después, se agachó un poco más y le lamió con la lengua, primero un pectoral y después el otro. Él estiró las manos y la agarró de la cabeza. Sentía cómo se contraían y se dilataban sus propios músculos bajo la boca de ella. Centímetro a centímetro, Paula probó su piel hasta llegar a su ombligo. Pequeños espasmos de placer lo recorrían allí donde su piel era más sensible. Cuando por fin llegó a su entrepierna, él levantó la cabeza.
—Te lo advierto, querida, no soy un hombre paciente.
Paula se rió.
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