martes, 1 de octubre de 2019

La Impostora: Capítulo 22

—Para —le dijo, apoyando la frente contra la de ella.

Ella se apartó de inmediato.

—No… No debería haber…

La mano de Pedro todavía seguía sobre su muslo y, deslizándola hacia arriba, la agarró del trasero y tiró de ella.

—No puedo. No debería haber reaccionado así. No debería haberte… alentado… —dijo ella, avergonzada.

—Tú no me has alentado —contestó él suavemente—. Has reaccionado con espontaneidad, igual que yo.

Paula cayó en la cuenta de que ésa debía de ser la única cosa que había hecho con sinceridad desde que había comenzado con aquella farsa.

—Lo siento.

—No. No te disculpes. Hay una chispa especial entre nosotros. Si no podemos ser sinceros con eso, ¿Entonces con qué si no?

Cada una de esas palabras cayó como un lastre sobre el corazón de Paula. Si las circunstancias hubieran sido otras, habría podido explorar aquella chispa tan especial, pero la realidad se imponía. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, habría sido Valeria quien estuviera en sus brazos en ese momento… En sus brazos o en su… cama. Paula se zafó de él y lo miró a los ojos.

—Por favor, quisiera irme ahora. Gracias por esta noche tan estupenda. Gracias por todo.

Él esbozó una pequeña sonrisa teñida de arrepentimiento y entonces agarró las llaves del coche.

—Por todo no, ¿Verdad?

—No, por todo no, pero la culpa es mía, no tuya —dijo ella, esbozando una triste sonrisa.

—No hay ninguna culpa aquí, querida.

El silencio se dilató durante todo el viaje en coche. Las oficinas de la empresa estaban al otro lado de la ciudad. Para cuando llegaron al aparcamiento, Paula apenas podía mantener los ojos abiertos después de tanto estrés.

—¿Quieres subir conmigo, o prefieres esperar en el coche mientras busco la tarjeta?

—No. Estoy bien. Iré contigo. Así sabré dónde tengo que ir mañana.

Subieron hasta la última planta y Pedro la hizo entrar en su despacho privado. Por segunda vez esa noche, Paula contempló el escudo de la familia y entonces se acordó de la mentira en la que estaba inmersa. De repente sintió una punzada de envidia hacia su hermana que no pudo evitar, por mucho que supiera que no estaba bien. Deseaba lo que Valeria tenía; lo deseaba con todo su ser.

Pedro no tardó en encontrar una tarjeta.

—Esta tarjeta te dará acceso al sótano del edificio desde el ascensor.

—Gracias —dijo ella, tratando de ignorar la descarga eléctrica que la había sacudido al sentir el roce de sus dedos.

—Te enseñaré dónde trabajamos. Ven conmigo.

Atravesando la recepción, Paula lo siguió a lo largo de un amplio corredor que daba acceso a muchos despachos de distintos tipos. Al final el pasillo se ensanchaba hasta convertirse en una segunda recepción. Allí había un buró y un ordenador justo a la entrada de otro despacho. Pedro abrió las puertas y Paula sintió que estaba entrando en el santuario de un rey del Medioevo. Él encendió la luz y ella creyó haber dado un salto en el tiempo. El minimalismo de su departamento nada tenía que ver con el esplendor decadente de aquel despacho, vivo reflejo de la ostentación del viejo mundo. Sobre el inmenso escritorio había una buena cantidad de documentos y también un ordenador de pantalla plana. El contraste entre el orden de su departamento y el caos de su lugar de trabajo la tomó por sorpresa. La mayoría de la gente hacía lo contrario.

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