Para su propia sorpresa, ella deseó más, pero al entreabrir la boca, él se separó y la miró fijamente a los ojos.
—¿Mi imaginación? —se mofó él—. No lo creo, Paula. La química entre nosotros en Zathos estaba al rojo vivo, y sigue ardiendo… por ambas partes. La pregunta es qué vamos a hacer al respecto.
Paula pasó el resto del día de limpieza, con la esperanza de que le impidiera pensar en Pedro. Ya no podía negar que se sentía atraída por él, pero sentía pánico. Sin embargo, el recuerdo de su beso persistía. No podía olvidar la sensación de sus bocas unidas, el placer despertado por sus firmes labios, y le asustaba el no querer que él parara. Pasó la tarde revisando papeles, pero a pesar de que era más de medianoche cuando por fin se acostó, durmió mal por segunda noche consecutiva. A la mañana siguiente culpó a Pedro por ello, mientras se vestía para otra sesión de entrenamiento. Él había irrumpido en su vida como un tornado. Mientras se tomaba una segunda taza de café, sonó el timbre. Al abrir la puerta, apareció un precioso ramo de rosas.
—Me dijeron que se las entregara —murmuró el repartidor mientras le entregaba dos botellas de agua mineral—. El tipo griego dijo que me asegurara de que se las llevara a la pista. Supongo que usted entenderá el mensaje mejor que yo.
Paula le dió las gracias, cerró la puerta y llevó las flores a la cocina antes de abrir la tarjeta con dedos temblorosos. "Sigue con el entrenamiento, esperaré verte cruzar la línea de meta", había escrito Pedro. Su arrogancia era insufrible. Durante un instante, pensó en arrojar el ramo a la basura. Su nota era un sutil recordatorio de su intención de que ella mantuviera su promesa de ir a cenar con él tras el maratón, pero no pudo evitar un escalofrío ante la idea de volverle a ver. La palabra «no», no aparecía en el diccionario de Pedro Alfonso, decidió ella mientras guardaba las botellas de agua en su bolsa. Ya era hora de que alguien le dijera que no iba a salirse siempre con la suya. Pero al inhalar el delicado perfume de las flores no fue capaz de destruirlas y las colocó en un jarrón sobre la mesa.
Él telefoneó a media tarde. Ella tomaba un baño con el que esperaba aliviar sus doloridos músculos y estaba sumergida en aromáticas burbujas cuando sonó el teléfono. Ante la insistencia de la llamada, soltó un juramento y salió de la bañera envuelta en una toalla. Quienquiera que llamara era irritantemente insistente, y eso debía de significar que era su madre, pensó amargamente. Hacía menos de seis meses desde que Judith había telefoneado desde su casa en Francia para dejar caer la bomba del anuncio de su tercer matrimonio. ¿No era demasiado pronto para anunciar su divorcio?, pensó Paula con cinismo mientras contestaba.
—Paula, espero no haberte molestado —una voz familiar, con un delicioso y fuerte acento sonó en su oído y le puso la piel de gallina.
—Estaba en la bañera —contestó secamente—, y ahora estoy regando la moqueta.
Tumbado en la cama de su habitación de hotel, Pedro cerró los ojos y se imaginó a Paula mojada, con la piel sonrosada y envuelta en una toalla. A lo mejor ni siquiera llevaba toalla, pensó mientras sentía el familiar movimiento de sus partes íntimas. Esas maravillosas piernas estarían suaves como la seda, quizás brillantes con algunas gotitas de agua. Sus rubios cabellos estarían recogidos sobre la cabeza, con algún mechón suelto sobre su cara. El ansia estalló y se imaginó soltando la pinza para que la mata de seda dorada cayera sobre sus pechos.
—Lo siento. ¿Quieres ponerte algo?
—Está bien. Llevo puesta una toalla.
—¿De baño o de mano? —preguntó con voz ronca.
—¿Eso importa? —Paula respiró hondo y luchó por controlar el temblor que la recorría ante el sonido de su voz—. ¿Querías algo, Pedro? Aparte de una descripción del tamaño de mi toalla.
—Tengo dos entradas para esta noche para el Royal Ballet —dijo mientras pensaba en lo tentador que sería decirle exactamente lo que quería—. Me preguntaba si te gustaría acompañarme.
Paula admitió en silencio que era una oferta tentadora. Él era tentador. Dudó, mientras dirigía la mirada hacia el ramo de rosas. Se sentía al borde de un precipicio. Un movimiento equivocado la lanzaría hacia su destrucción.
—¿Por qué me enviaste flores? —preguntó secamente.
—Me recuerdan a tí: fragantes, frágiles e infinitamente bellas —contestó—. ¿No te han gustado?
—Por supuesto que sí, ¿A qué mujer no le gustan las flores? —susurró mientras su cuerpo reaccionaba ante la sensualidad de su voz.
Pero la imagen de las otras mujeres en su vida la devolvió de golpe a la tierra. ¿Enviaba flores a todas las rubias que le gustaban? Las facturas de la floristería debían de ser enormes, pensó ella mientras el sentido común volvía a tomar el mando.
—Me temo que he prometido hacer de canguro para una amiga esta noche — mintió. Le pareció una excusa perfecta y se felicitaba por su rapidez mental cuando él habló de nuevo.
—A lo mejor te podría echar una mano. Se me dan bien los niños.
Ella recordó, demasiado tarde, la paciencia mostrada por él en Zathos con su ahijado. A ella le había sorprendido su natural facilidad con los niños y la idea de que pudiera ser un buen padre.
—No creo que sea buena idea, y estoy segura de que no quieres desperdiciar las entradas. Tendrás que buscar en tu agenda otra compañera para esta noche. Seguro que hay un montón de candidatas dispuestas —añadió inocentemente, pesarosa por lo mucho que odiaba la idea de que él tuviera una larga lista de rubias en su agenda.
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