Pedro se despertó poco a poco. Sintiendo cómo entraba el sol a través de la ventana. Hacía calor y estaba cubierto de sudor, pero, por extraño que pudiera parecer, no se sentía mal. Más bien al contrario, sentía un abrumador bienestar. Se sentía feliz. ¿Cuánto tiempo hacía que no se despertaba con aquella sensación?
Rodó a un lado y se topó con un bulto en forma de mujer.
Se quedó helado.
Era su casa, su cama, su mejor amiga.
Oh, no.
Había hecho el amor con Paula, varias veces en realidad.
Se había prometido no tocarla y... pero aquello no era una buena noticia. Hacer el amor con su mejor amiga podía dar pie a una relación condenada al fracaso. Sabía muy bien lo que estaba en juego y a pesar de ello se había portado como la mayoría de los hombres: había antepuesto el cuerpo a la cordura.
De haber sabido que aquello iba a ocurrir, se habría encerrado en casa, desconectando el teléfono y se habría sentado en el salón con las luces apagadas para no dar señales de vida.
Cerró los ojos y lo invadieron las imágenes de la noche previa.
Saltó de la cama, y se dirigió a la ducha. El agua calmó su cuerpo, pero, por el contrario, despejó su mente.
Paula no era una cita de sábado por la noche, se dijo, era, posiblemente, la mujer más importante de su vida y no podía utilizarla de aquella manera.
«Pero quizás no la estuvieras utilizando».
Ah, la voz de la conciencia, siempre tan servicial. Como siempre sus consejos de nada servían, porque él no quería una relación con cualquiera y mucho menos con la única mujer cuya amistad quería mantener por el resto de su vida. Si mantenía una relación con ella acabaría por perderla, la situación era tan simple como eso.
«Muy bien, estropéalo todo, adelante, haz lo que quieras, te dejo que tú solito lo eches todo a perder».
Ya era hora de que la conciencia lo dejase solo, se dijo. Salió de la ducha y comenzó a secarse. Se miró fugazmente en el espejo. Su mirada estaba llena de furia. Lo cierto era que estaba peor de lo que pensaba. No dejaba de discutir consigo mismo.
Se vistió y se acercó al dormitorio. Paula seguía durmiendo. Al verla, no vio lo que veía siempre en todas sus relaciones. Al verla supo que con ella no se vería sumergido en una escalada de reproches, de celos, de pequeños dramas. Sabía que jamás se harían daño el uno al otro.
Mientras siguieran siendo amigos.
Pero, él la conocía y sabía que quería casarse, enamorarse perdidamente. Y lo merecía, pero no con él. No con él porque no quería perderla. No con él porque sabía que tarde o temprano él acabaría por darse cuenta de que había algo en ella que no podía soportar y ella acabaría por cansarse de sus juegos, de su humor y él querría entonces volver a su antigua vida, a la que ahora llevaba.
Y no quería hacerle algo así a Paula, al menos no intencionadamente. No quería que ella se hiciera ilusiones porque no quería decepcionarla y porque no quería perderla. Por nada del mundo quería perder a la amiga que tanto necesitaba. Y la necesitaba desesperadamente, Dios, hasta qué punto la necesitaba.
«Control de daños. Para esto antes de que sea peor».
Buscó un trozo de papel y un lápiz y apuntó:
Paula, nos vemos a las siete en Hennesy ‘s. Pedro.
Suspirando, la dejó en la mesilla y luego, porque no podía evitarlo, la besó en la frente antes de marcharse. «Después de esta noche ya no podré tocarla nunca más», se dijo. «Pero tienes que parar esto antes de sea demasiado tarde».
—¿Qué te ocurre? —le espetó. Laura nada más entrar.
Paula se detuvo, con una sonrisa de sorpresa.
—¿A qué te refieres?
—Estás cantando y tú nunca cantas.
Francisco se acercó.
—Y te ví bailar en el pasillo. Sí, dinos qué es lo que pasa.
—Nada, que estoy contenta —dijo Paula, abrazando la carpeta de los dibujos—. ¿Está prohibido o qué?
—Estás más que contenta —dijo Laura con cierta severidad, estudiándola como si fuera un microbio en un microscopio—. Estás resplandeciente.
Francisco escrutó su rostro, luego se detuvo, abriendo mucho los ojos.
—Oh, no.
—Oh, no, qué.
—Ganaste, ¿no? —dijo Francisco riéndose—. ¡Espera a que Pedro se entere!
Paula reprimió una sonrisa. Laura chascó los dedos.
—Eso es. Ya me parecía a mí que había reconocido esa mirada, solo que nunca la había visto en Paula.
—Miau —dijo Francisco, mirando a Laura, sonriendo—. Púlete esas uñas, tigresa. Bueno, Paula, ¿quién es el afortunado?
—¿Cómo? Me parece que no es su asunto —replicó Paula, dirigiéndose a la oficina. Francisco y Laura la pisaron los talones.
—Oh, vamos, Paula. ¿Cómo esperas que me olvide de una noticia de tal calibre? ¡La pandilla tiene derecho a saberlo!
—Sí, Paula—insistió Laura—. No puedes guardarte el secreto.
—¿Derecho a saberlo? La libertad de chismear no figura en la constitución, me parece —dijo Paula, tratando de mostrarse severa, aunque en realidad estaba tan contenta que poco podían afectarle los comentarios—. Mi vida sexual es cosa mía y solo otra persona conoce los detalles y eso solo porque la cosa no sería nada divertida si no los conociera —bromeó.
Francisco se deshizo en carcajadas. Laura resopló, escandalizada.
—Al menos, podrías decirme qué tal fue —insistió Francisco.
—¿Qué tal fue? —dijo Paula. Por mucho que lo intentó, se le aceleró el pulso y se le iluminó la sonrisa que esbozaba desde que se levantó—. Increíble, maravilloso, estratosférico —dijo, satisfecha, y se dirigió a su puesto de trabajo.
Pedro se sentaba en una de las altas mesas redondas de Hennesy's. Era el punto exacto de la hora más feliz del día y había muchos hombres y mujeres riendo, charlando y haciendo cola en la barra para pedir algo de comer y un margarita. Él, por su parte, mecía su pinta de cerveza. Consultó el reloj. Paula llegaría en cualquier momento. El resto de los chicos de la pandilla llamaban a Hennesy's «El bar de los corazones rotos» porque era un sitio muy elegido para las rupturas. Era el lugar perfecto para ello: público y bullicioso en él era difícil ocasionar una escena. Lo había elegido por hábito y también por cobardía. No estaba seguro de cómo se tomaría
Paula la noticia de que la noche anterior había sido un error en toda regla, una decisión equivocada a la que les habían abocado sus cuerpos. En realidad, ni siquiera él sabía cómo tomárselo.
Antes se pondría una pistola en la sien que hacerle daño a Paula, pero romper en aquel momento era el único modo de prevenir males mayores.
«Por supuesto, estás asumiendo que anoche fue tan importante para ella como para tí».
Sí, claro, por supuesto, le dijo a la voz de su conciencia, a la que ya empezaba a echar de menos.
Dio un largo trago de cerveza. Claro que había significado para ella tanto como para él. Nadie habría salido inmune de aquella noche. Bastaba con recordar la noche pasada para que se le acelerase el pulso. Había estado con más mujeres de las que podía recordar, pero ninguna de sus experiencias había sido tan intensa.
Sin embargo, ella merecía algo más que una simple experiencia. Se frotó la cara. ¿Por qué demonios se había acostado con ella? Ella era su pequeña Pau, su mejor amiga, su colega, alguien con quien jugaba al póker o al rugby, alguien con quien podías contar para arreglar el coche. Era la amiga perfecta, no la clase de mujer de la que uno se enamora, ¿o sí?
Levantó la vista, y se le hizo un nudo en la garganta.
Estaba en la puerta, buscándolo con la mirada. Parecía recién salida de una revista, o mejor aún, de la pasarela de Milán. Llevaba un vestido negro con aquellos pequeños tirantes que a él lo volvían loco.
Al finnnnnnnnnnnnn, qué bueno que estuvieron juntos, no van a poder separarse jajajajaja
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