Paula miró a su amiga, que le colocaba el pelo en distintas posiciones, haciendo sonidos de aprobación.
—¿Qué te hace pensar eso?
—La apuesta —dijo Zaira, alcanzando otro frasco—. Siempre te has esforzado al máximo por ganar las apuestas con Pedro. Cuando los ví estrechase la mano, me dieron ganas de darle un beso.
El temperamento que había metido a Paula en todo aquel lío, volvió a emerger.
—Oh, a mí también —dijo Paula con acidez—. Mi mejor amigo me dice, sin dejar lugar a la duda, que no tengo ni la belleza ni el talento para conseguir a un hombre. Qué gran amigo, qué joya.
Zaira se echó a reír, luego amasó un puñado de arcilla sobre el rostro de Paula. El material estaba frío y resultaba algo desagradable.
—Bueno, pues ahora tienes la oportunidad de demostrarle que se equivoca —dijo Zaira, extendiendo la arcilla sobre el cuello de su amiga—. Además, olvídate de la apuesta, si en un mes no consigues a un hombre, no solo me sorprendería mucho, sino que tiraré la toalla y me olvidaré de mis pretensiones de Celestina para siempre.
Paula tuvo que reprimir una réplica llena de acritud.
—¿En serio? ¿Te olvidarías?
—Completamente en serio y no volveré a insistir nunca más —declaró Zaira, colocando una bolsa de plástico sobre la frente de Paula—. Y me aseguraré de que Luciana tampoco lo haga. Fíjate hasta qué punto llega mi confianza en tí.
Paula no dijo nada. ¿Podría librarse de la insistencia de sus amigas de una manera tan diplomática? ¿Y al cabo de un mes tan solo?
De repente, le dieron ganas de darle un beso a Pedro. ¡Aquella loca apuesta era justo lo que necesitaba!
—Bueno, entonces —dijo Paula, sonriendo por primera vez en aquel día—, ¡que comience la transformación!
—¿Qué transformación? —se oyó la voz desde la puerta de entrada.
Zaira dejó escapar una interjección de sorpresa. Paula, por su parte, salió corriendo hacia el baño. Desgraciadamente, tropezó en el plástico que Zaira había extendido— en el suelo y cayó de bruces.
—Vaya, vaya —dijo Pedro, desde la puerta, poniendo todos los nervios de Paula de punta—. Cada día tienes un nuevo aspecto, eres una mujer sorprendente.
—¿Es que no sabes llamar? Y, de todas formas, ¿qué haces aquí a estas horas de la mañana?
—No he llamado a tu puerta desde que te conozco—dijo Pedro, sonriendo—. Y en cuanto a lo de venir ahora, pues resulta que hay un partido de rugby dentro de media hora y como no tenía nada de comer me he dicho, voy a acercarme a casa de mi amiga Paula, que siempre tiene la heladera bien llena.
—Cómo no, adelante, tú mismo —dijo Paula con sarcasmo.
—Muchas gracias —dijo Pedro, y fue a servirse una taza de café y sacar un donut de la nevera—. Esta mañana estás un poco enojona. ¿Es porque tu buena: amiga Zaira te ha despertado muy pronto o porque te ha puesto la cara hecha un Cristo?
Zaira y Paula se miraron con ganas de matarlo.
—Lo siento, supongo que es cosa de chicas —añadió Pedro para suavizar su comentario.
—Es cosa de la apuesta —dijo Zaira, recogiendo sus útiles de combate y volviendo a meterlos en la bolsa.
—¿La apuesta? —repitió Pedro—. Sí, ya me acuerdo. Mil dolares para mí dentro de un mes, sí, me suena —dijo, y le guiñó un ojo a Paula—. ¿Y vas a poder quitarte esa plasta antes del jueves? Ya sabes que hay noche de póker en mi casa. Y no quiero que cubras tu famosa cara de póker con esa cosa, los chicos se asustarían.
—Se van a asustar, pero cuando los deje secos —dijo Paula. Desde luego, parecía uno de ellos.
—De ninguna manera harás tal cosa —intervino Zaira—. A partir de ahora jueves, viernes, sábados y domingos los va a dedicar a salir. Para todo lo demás no hay tiempo.
Paula contuvo la respiración. Solo un corto y pequeño mes de nada, se dijo.
—Como tú digas, entrenador.
Su burlona mirada se deslizó hacia Pedro.
—¿Como tú digas? —repitió este con estupor—. ¿Como tú digas y ya está? ¿Te vas a perder la partida para quedarte esperando a que te llame algún tipo?.
—Me voy a perder la partida para salir con un hombre.
Pedro le hizo una mueca y Zaira se echó a reír.
—¡Ésa es mi chica! Bueno, voy a llamar al salón de belleza para confirmar la sesión de masaje. ¿Dónde tienes el teléfono?
—Está en el dormitorio —dijo Paula.
Zaira se alejó recitando la lista de actividades que tenía preparadas.
Era el momento perfecto para negociar una rebaja en la apuesta. Tendría que tragarse parte de su orgullo, pero merecía la pena, tenía que rebajar la cantidad de mil dólares a algo más accesible. Con la ayuda de Pedro, las cuatro semanas pasarían volando, sin ella...
—No me creo que estés hablando en serio —dijo Pedro antes de que ella dijera nada.
No fueron tanto sus palabras sino cómo las dijo, su maldito tono.
—¿Por qué no?
—¡Porque es una locura! —dijo Pedro, mesándose los cabellos con un gesto de impaciencia—. Lo dije en broma, por amor del cielo. Pensé que incluso si aceptabas, una semana con esas fascistas del maquillaje te haría abandonar.
Paula estuvo a punto de sonreír ante aquella salida. Hasta que oyó la siguiente frase de Pedro.
—Además, no creo que quieras encontrar al señor Adecuado. Aunque lo encontraras, no sabrías qué hacer con él. No te pareces en nada al tipo de mujeres a las que se dirige esa guía —dijo Pedro, parecía absolutamente convencido—. Piénsalo bien. ¿Tú tratando de cazar a un hombre y arrastrándolo por el cabello hasta tu casa?
—La verdad es que estaba pensando en ponerme en camisón a la puerta y llamarlos con un silbido —replicó Paula, irritada con el comentario de su amigo—. La clase de hombres que estoy buscando pesan demasiado para que pueda arrastrarlos por el cabello.
—No hay nada malo en tu manera de ser y no deberías dejar que te cambiasen —dijo, muy serio—. Yo creía que te gustaba la vida que llevas. ¿Qué hay de malo en salir con nosotros? Nosotros nunca te hemos pedido que cambies. ¡Tu aspecto nos importa un bledo!
Traducción: ella podía ser la bestia más fea de la tierra, pero siempre sería «Pau, su colega».
—Siempre vas hecha una pena...
—Alto ahí —tragarse el orgullo era una cosa, pero dejarse atropellar era otra bien distinta—. Antes de que te acabe echando de una patada, deja de que te diga algo: la apuesta sigue en pie.
No era aquélla la manera de convencerlo para que la ayudara, lo sabía bien, pero si era eso lo que pensaba de ella, no quería su ayuda. No la estaba compadeciendo, como hacían Luciana y Zaira, la estaba... excusando, lo que era mucho peor. Tenía que vengarse de él. Quizás no fuera muy guapa, pero desde luego no iba «hecha una pena».
—Puede que ahora mismo no sea gran cosa, Pedro—dijo, con tono desafiante—, pero te juro que para cuando firmes ese cheque voy a parecer la diosa del amor.
—Cuidado con tu amiguita —dijo Pedro, arrimándose a Paula con una sonrisa maliciosa—, odio decírtelo, pero tienes barro en el cuello y en el... escote...
Paula se sonrojó y buscó uno de los cojines de las sillas para tirárselo a la cara. Lo encontró y le dio un golpe en todo el rostro. Pedro se protegió utilizando la silla de plástico como escudo, mientras Paula descargaba sobre él toda la munición disponible. Cuando Pedro bajó la silla, Paula se fijó en el brillo que alumbraba los ojos de su amigo.
—Oh, vamos, Pedro, no te pongas así, que somos amigos...
El se dirigió al salón a buscar su propia munición.
—¡No, Pedro!
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