Desolada, Paula fue al único lugar donde siempre se había sentido a salvo. El Double H.
Desde lo alto de la colina, observó el valle en el que se levantaba el hogar de su infancia. De lejos el rancho parecía tener buen aspecto, y Paula pensó que quizá Gonzalo no lo hubiera hecho tan mal.
Pero a medida que se acercaba, pudo ver que el lugar estaba en ruinas. No se veía ni un solo animal. La valla del corral estaba rota, el abrevadero de los caballos estaba lleno de fango y musgo, y un postigo destrozado batía incesantemente en una ventana.
–No imaginaba que estuviera tan mal –susurró.
Sabía que Gonzalo había estado vendiendo el ganado, pero no que se hubiera librado de todos los animales.
La culpa la invadió. Aquel lugar era el testimonio de la desdicha de Gonzalo.
Tras desmontar y atar a la yegua, caminó lentamente hacia la casa. La maleza cubría el entarimado del porche.
“Tendría que haber venido antes”.
Las lágrimas le inundaron los ojos.
Con un nudo en la garganta, subió los escalones y empujó la puerta. Las oxidadas bisagras chirriaron igual que cuando ella era una niña. Sonrió. ¿Cuántas veces había dicho su padre que iba a engrasarlas?
La alfombra que a su madre tanto le gustaba seguía frente a la chimenea manchada de hollín.
Una espesa capa de polvo cubría cada palmo de la habitación. Nada había cambiado y sin embargo todo había cambiado.
Por el rabillo del ojo vio una nota apoyada en una lata de café.
Reconoció la letra de Gonzalo: Sabía que encontrarías el camino a casa.
Paula sonrió y cerró los ojos mientras aspiraba los olores de la casa.
Su casa…
Y en aquel instante lo supo. Aquél era el lugar al que pertenecía. No podía vivir para cumplir el sueño de sus padres. Tenía que cumplir sus propios sueños.
Pedro pasó junto a Jorge de camino al granero. Estaba de un humor de perros, y lo único que quería era un rincón tranquilo y una botella de whisky.
–Tienes mal aspecto –le dijo Jorge.
–Largo –le espetó Pedro, desatando la cincha.
–No –dijo el viejo–. Quiero hablar contigo.
–No estoy de humor para hablar.
Jorge se apoyó contra la valla del corral y lo miró fijamente.
–Te ha vuelto a dejar.
–En efecto.
–¿Qué vas a hacer?
Pedro levantó la cabeza.
–¿Qué se supone que tengo que hacer? Me ha dejado.
–Ir tras ella.
–Y un cuerno –gruñó él.
Jorge se rascó la nuca.
–Paula ha tenido que soportar muchas cosas en muy poco tiempo. Ha perdido a sus padres y a su hermano. Y mi instinto me dice que quieres ofrecerle otro cambio. Algo como el matrimonio.
Pedro dejó escapar un suspiro.
–¿Y qué tiene de malo? La quiero.
–Entonces ve a decírselo.
–Ya lo he hecho.
–Pues hazlo otra vez. Y otra. Y otra hasta que te escuche.
Pedro dejó de desensillar al caballo.
–Va a casarse con otro hombre.
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