sábado, 17 de octubre de 2015

Desafiando Al Amor: Capítulo 11

  Paula agachó la cabeza confundida. Era un simple cumplido, pero no sabía cómo reaccionar. Desesperada, intentó encontrar algo que decir, cualquier cosa que sirviera para romper el silencio.
Y fue entonces cuando lo vio.
Pedro  acababa de entrar en el local con una maliciosa sonrisa. Ostensiblemente, no miró hacia su mesa, sino que se dirigió hacia la suya acompañando a una chica.
Aquella mujer debía medir por lo menos uno ochenta, calculó Paula. Tenía el pelo rubio platino y una delantera más que considerable, realzada aún más por el ajustado vestido que llevaba. Paula se sintió decepcionada por el mal gusto de su amigo... sin embargo, se corrigió de inmediato, ¿cómo era capaz de pensar semejante cosa si, a decir verdad, nunca había conocido a ninguna de las amigas de Pedro? Y, de todas formas, ¿a ella qué le importaba con quién salía o dejaba de salir?
Sin embargo, al ver que la mujer se le pegaba a Pedro como una lapa, sintió que se le aceleraba el pulso.
—Hablando del rey de Roma —dijo Pablo—. ¿No es ese tu amigo?
—Eso parece —replicó evasiva— Sin embargo, no conozco a la chica que va con él.
—Desde luego, no es la clase de chica de la que uno se olvide fácilmente —dijo Pablo enarcando una ceja cómicamente.
Paula  recompensó aquel comentario dedicándole una radiante sonrisa.
Les sirvieron la cena al tiempo que Pedro y su explosiva acompañante tomaban asiento en una mesa cercana a la suya, a espaldas de Pablo pero por desgracia justo enfrente de Paula. La joven procuró concentrarse en Pablo y no fijarse en los gestos y mimos que la mujer que acompañaba a Pedro hacía con las manos, en las que lucía una impecable manicura francesa. Pedro, por su parte, se limitaba a sonreírle como un bobo.
—¿Pasa algo? —preguntó Pablo frunciendo el ceño.
—No, no, nada en absoluto —musitó Paula bajando la vista al plato. Qué más le daba que a Pedro le gustara salir con chicas como aquella. A fin de cuentas, estaban en un país libre.
Pedro se acercó hacia su acompañante al parecer para oírle mejor, pero Paula pudo ver con meridiana claridad que ella le mordisqueaba descaradamente el lóbulo de la oreja. Pedro miró directamente a Paula y le dedicó un pícaro e indisimulado guiño.
A ella se le cortó la respiración al darse cuenta de la jugarreta: ¡Era pura comedia! Había ido a aquel restaurante llevando justo al tipo de mujer al que estaba taba dirigida la Guía solo para ponérselo delante de las narices. Le estaba diciendo que, por más que se esforzara, ella jamás podría comportarse con Pablo como aquella rubia explosiva. Jamás sería tan sofisticada, ni tan sensual, ni mucho menos tan atrevida.
Se volvió hacia Pablo con el corazón latiéndole como una ametralladora: si Pedro no la hubiera puesto entre la espada y la pared, jamás habría aceptado aquella cita. Y ahora, para colmo, ahí lo tenía, empeñado en que se sintiera lo más incómoda posible, exhibiéndose con aquella especie de muñeca hinchable.
Bebió un largo trago de agua fría para ver si eso la calmaba.
«Eres una mujer. Compórtate como tal».
Era ahora o nunca. Iba a demostrarle que había aprendido bien la lección que había leído en aquel libro que le regalaran sus amigas.
—Me encanta este restaurante —dijo poniendo una vos deliberadamente ronca y sensual.
Pablo se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, con el tenedor repleto de arroz a medio camino entre el plato y su boca.
—¿De verdad?
—Mmmm... sí. Es uno de mis restaurantes favoritos en Manhattan Beach. Es tranquilo, con ambiente romántico, y la comida... —sonrió y tomó un poco de su risotto, paladeándolo muy lentamente: el característico sabor del queso parmesano casaba perfectamente con los fragantes champiñones y los crujientes espárragos. Estaba tan rico que no tuvo que esforzarse mucho en gemir de satisfacción—. La comida es absolutamente deliciosa.
Pablo se la quedó mirando como si fuera la primera vez que la viera. Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener el tipo sin venirse abajo. Sabía que su acompañante podía reaccionar de dos formas completamente distintas: pensando que ella estaba loca de remate, o encontrándola tan atractiva y sensual como el libro presagiaba.
Sus ojos se iluminaron de repente con un chispazo verde esmeralda: Paula solo había visto que los hombre miraran de aquella forma a mujeres como Luciana o Zaira, y ahora que aquel gesto iba dirigido de forma indudable a ella, no sabía muy bien cómo reaccionar. Esbozó lo que le pareció una sexy sonrisa, con lo que consiguió que Pablo la mirara aún con más intensidad.
Justo en ese momento la acompañante de Pedro lanzó una chirriante carcajada que obligó a Paula  a desviar la vista hacia su mesa: el camarero les acababa de servir una copiosa ensalada y la desconocida se estaba dedicando a dar de comer pequeños bocaditos de su tenedor a Pedro. Su estilo era tan abiertamente sensual, tan provocativo, que a Paula su propio coqueteo le pareció soso y puritano. No quería ni imaginarse lo que aquella mujer le estaría haciendo a Pedro por debajo del mantel...
Meneando la cabeza se obligó a concentrarse en su situación. Comprobó en qué consistía el plato que le habían servido a Pablo: salmón marinado en salsa de vino.
—¿Puedo probar un poquito? —murmuró tentadora—. Nunca había visto ese plato —aunque se esforzaba todo lo que podía, algo le decía que tenía la batalla perdida.
Con una sonrisa, Pablo tomó un bocado con su tenedor y se lo ofreció. Paula disimuló como pudo su sorpresa: nunca había comido directamente del cubierto de otro hombre, a excepción del de Pedro, y, evidentemente, eso no contaba. Aquel gesto le parecía demasiado íntimo, y estaba a punto de zafarse cuando una mirada a la mesa de Pedro la detuvo.
Su amigo la estaba mirando fijamente, haciendo caso omiso del pedazo de lechuga que le presentaba su acompañante. ¡El muy sinvergüenza aún tenía la cara dura de permitirse mirarla desaprobadoramente!
Con una sonrisa maliciosa, Paula se agachó un poco y tomó de un bocado el salmón que Pablo le ofrecía. Tenía un sabor tan delicioso que no quiso reprimir un suspiro de satisfacción.
—¡Qué maravilla! Si consiguiera convencerlo, me casaría con el chef.
Pablo se adelantó hacia ella y le tomó de la mano.
—¿Te conformarías si te prometo traerte aquí todas las noches?
Paula rio nerviosa, preguntándose cómo desasirse sin que el gesto pareciera demasiado brusco. Pablo mantuvo su mano entre las suyas por un largo instante hasta que por fin la depositó sobre la mesa, acariciándola con dulzura antes de soltarla. Conteniendo un suspiro de alivio, Paula  se concentró con todas sus fuerzas en su acompañante, procurando ignorar lo que ocurría en la mesa que tenía enfrente. Charlaron durante un buen rato de libros y películas, y a medida que transcurría la conversación, más convencida estaba de que Pablo, además de un hombre muy bien parecido, era absolutamente encantador.

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