sábado, 3 de octubre de 2015

Un Viejo Amor: Capítulo 18

El ruido de cascos retumbaba por detrás de Paula. No le hizo falta mirar por encima del hombro para saber que Pedro la estaba alcanzando. En los terrenos abruptos y arbolados, siempre había podido superarlo, pero en campo abierto Pedro tenía todas las de ganar.
Un entusiasmo infantil la invadió
mientras miraba hacia los árboles del estanque. Nunca se había sentido más viva que cuando galopaba por las praderas. Había olvidado lo fresco que era el aire y lo azul que era el cielo.
A cien metros de los árboles, Pedro la adelantó. Le hizo un guiño, pero no se detuvo hasta llegar a los árboles. Entonces tiró de las riendas y se volvió para mirarla. El ala del sombrero le ensombrecía los ojos, pero ella pudo ver la expresión arrogante de su boca.
–Siempre te gustó ganar –le dijo en tono bondadoso. Estando bajo aquel sol y con aquellos caballos era difícil no sentirse feliz. Refrenó a su yegua mientras Pedro se aproximaba, y los dos subieron por el arroyo hacia el Double H.
–Nunca me gustó perder.
La brisa llevó hasta Paula el olor masculino de Pedro. El corazón le dió un vuelco al mirarlo. Estaba erguido en la silla, irradiando serenidad y seguridad en sí mismo.
Viéndolo ahora, se dio cuenta de lo mucho que lo había amado.
Se le hizo un nudo en la garganta. De no haber sido por sus padres, su vida hubiera sido muy diferente.
Echó la cabeza hacia atrás, negándose a derramar lágrimas. Ya había llorado bastante en los últimos cuatro años.
Bordearon el estanque y los dos desmontaron para que los caballos pudieran beber. Entonces Pedro se quitó los guantes y la miró.
–Vamos a dar un paseo.
–¿Adónde?
–Ya lo verás.
La llevó hasta el lugar que había sido solamente de ellos: el prado donde crecía el viejo roble.
Paula miró hacia las hojas que crujían sobre sus cabezas y se acercó al tronco. Allí estaban las iniciales “PC+PA”, las mismas que ella y Pedro habían grabado tiempo atrás.
–Debo de haber soñado con este lugar un millón de veces desde que me fui –dijo, pasando los dedos por la corteza.
Pedro le puso las manos en los hombros.
–Cuando te fuiste, vine aquí por la noche. En este lugar me sentía cerca de tí. A veces, me quedaba aquí sentado toda la noche, mirando la colina, rezando porque aparecieras montada a caballo.
La esperanza que refulgía en los ojos de Pedro atenazó el corazón de Paula. Él alargó un brazo, pero ella retrocedió. Si la tocaba, se desharía en pedazos.
Pedro mantuvo los puños cerrados en los costados.
–No puedes cumplir los sueños de tus padres más que Gonzalo. Él pertenece tanto a un rancho como tú a una ciudad.
–Soy más fuerte que Gonzalo –si repetía lo bastante aquellas palabras, tal vez ella misma acabara creyéndoselas.
–Incluso el acero acaba por romperse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario