Llevaba zapatos de tacón alto y avanzó hacia él contoneándose, seguida de las miradas de todos los hombres del lugar.
—Hola, Paula—dijo, con voz grave.
—Hola —respondió ella con una voz igualmente grave, y se acercó a besarlo.
Pedro quiso aceptar el beso, pero se contuvo y le puso la mejilla.
—¿Y eso? ¿Están los chicos aquí o qué?
Pedro se limpió el rastro del pintalabios.
—No, o por lo menos yo no los he visto.
Paula sonrió.
—Llevo todo el día pensando en ti. A propósito, gracias por dejarme dormir esta mañana, si llegas a despertarme, no sé cómo habría aguantado todo el día trabajando.
Oír que su cobardía era interpretada como un gesto de consideración provocó en él un escalofrío de dolor.
—Paula, tenemos que hablar —dijo, tras un profundo suspiro.
Ella se quedó inmóvil. Pedro recordó un documental de naturaleza en el que una gacela se quedaba inmóvil al oler un león.
—¿Por? —dijo ella, bebiendo un sorbo de su cerveza.
Pedro asintió, con un profundo y doloroso suspiro.
—Sobre anoche.
Ella asintió lentamente.
—¿Qué ocurre con anoche?
—Anoche fue... increíble —no quería decirlo, pero era la verdad y ella merecía oírla.
Los ojos de Paula se iluminaron.
—Dime.
—Pero no creo que fuera muy buena idea —dijo él y vio que los ojos de Paula se dilataban. Prosiguió, como si la prisa disminuyera el efecto del golpe—. Eres mi mejor amiga, ángel. No quiero hacerte daño, pero nos conocemos hace demasiado tiempo como para mentirte ahora. Lo que tú quieres es que alguien se enamore de ti. Quieres casarte y te lo mereces. Mereces algo más que una relación pasajera conmigo.
Paula parpadeó. Sintió el mismo dolor que si le hubiera dado un puñetazo.
—¿Ángel? —dijo Pedro después de una larga pausa—. Vamos, háblame. Podemos hablar, ¿no?
Ella seguía mirándolo, moviendo la cabeza. Sin poder decir una palabra, comenzó a temblar y agachó la cabeza, apoyándola en los brazos.
Estaba llorando. Oh, Dios, era un canalla, un auténtico canalla. Estiró la mano y le acarició el sedoso cabello.
—Paula, lo siento mucho.
Ella alzó la cabeza, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Y fue entonces cuando él se sorprendió.
Se estaba riendo.
—Pedro, por el amor de Dios. Eres un beep —dijo ella entre risas.
—No te entiendo.
—Pues deberías —dijo ella entre sonrisas—. Podrías ser un poco más perspicaz.
En aquel momento fue él el que sintió lo mismo que si ella le hubiera dado un puñetazo.
—¿De qué estás hablando, Paula?
—¿Qué no te has fijado en mi últimamente? —dijo ella, se levantó, dio una vuelta sobre sí misma y captó la atención de todos los hombres del bar—. Por primera vez en mi vida me siento guapa, deseable. Ha sido un proceso largo, pero ahora que ha llegado a su fin, Pepe, no hay manera de pararlo. Una negativa por tu parte no lo va a echar a perder.
Pedro le acarició la mejilla, sin poder evitarlo.
—Claro que no, jamás lo he pensado.
Paula se apartó de él.
—Lo que estoy intentando decirte es que ahora soy mayorcita, que ya no soy la pequeña Paula a la que tenías que proteger. Sí crees que puedes mantener una relación conmigo, muy bien, pero no sigas con eso de la «protección» porque no pienso tolerarlo.
—Pero si yo no...
Pedro se interrumpió, en cierto modo sí estaba intentando protegerla. Estaba intentando protegerlos a los dos, ¿qué había de malo en ello?
—Pero estamos de acuerdo en una cosa. Me alegro de que lo hayas dicho antes de seguir adelante. Ninguno de los dos queremos hacer un drama de esto.
—Bueno, me alegro de que no te sientas herida —dijo Pedro, confuso.
—Bueno, entonces, ¿ya terminamos con este asunto? —dijo ella, y agarró el bolso—. Tengo que irme.
—¿Por qué? ¿Vas a salir con alguien mas?
—No te ofendas, Pedro, pero aparte de tí, tengo mi propia vida, ¿sabes? Y aunque te parezca raro, te diré que al parecer sí tengo la oportunidad de casarme y tener un marido y unos hijos maravillosos. Y en cierto modo, todo es gracias a tí —dijo y se inclinó para darle un beso en la mejilla—. Ya me pagarás esos mil dólares. Nos vemos.
—¿Cuándo?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Mi vida social es muy errática —dijo, y dio media vuelta.
—¿Paula?
—¿Qué?
—Sabes que te quiero, ¿verdad?
¿Veía el dolor en su rostro o solo lo imaginaba? El rostro de Paula no era ya más que una máscara indescifrable.
—Claro que lo sé, Pedro. Pero no estás enamorado de mí y los dos lo sabemos. Quién sabe, quizás nos haga falta un poco de espacio. Sí, creo que será mejor que no me llames durante un tiempo.
Pedro observó cómo se alejaba, observada por la mayoría de los hombres presentes, contoneándose, probablemente sonriendo. Él, por su parte, solo podía pensar dos cosas.
Era tan hermosa que le dolía el corazón solo de verla.
Jamás volvería a verla.
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