Pedro se rió, trazando el escote abierto del vestido con la lengua. Y tiró de él para quitárselo. Paula estaba asombrada. Pedro tomó sus senos en las manos, y observó los pezones erguidos antes de besarlos. Ella respiraba con dificultad, sorprendida y excitada al mismo tiempo. Se movía como una bailarina, llena de vigor y de gracia, arqueándose para recibir sus deliciosos besos.
Pedro la miró y lo que vio en sus ojos solo sirvió para que quisiera tomarla aún más despacio, para acometer con mayor precisión el plan de su exquisita y placentera tortura. Emplearía toda la noche y parte de la mañana si le hacía falta.
—Es mi turno —dijo, metiendo los dedos en la cintura de su pantalón.
Pedro le dirigió una mirada sorprendida, para alguien tan tímido, tomaba la iniciativa con un ímpetu que, por su mirada, parecía triplicar el suyo. Como siguiera así, acabaría muriendo de placer. Pero qué muerte tan feliz.
Paula le quitó los pantalones. Llevaba calzoncillos tipo bóxer y su erección era evidente.
—¿No son los calzoncillos que te compré por tu cumpleaños? —preguntó. Pedro asintió y resopló al sentir que lo tocaba—. Mmm, no tenían el mismo tacto cuando los compré.
Luego lo besó en las piernas, en el estómago y en el pecho, igual que había hecho él. Cuando fue a descender hacia el vientre, Pedro le levantó la cabeza.
—Sigue así, ángel, y no voy a poder resistirlo. Y quiero que esta noche sea muy especial para tí.
—Pedro, por fin estoy contigo, así que la noche es perfecta.
Él sonrió, con la sonrisa de un hombre al que le concedieran por fin el presente que siempre había deseado. Paula lo besó en la boca en un beso más dulce de los que jamás había experimentado.
Mas la dulzura se convirtió en ansia y el ansia en fuego. Paula nunca había sentido una gran confianza en su cuerpo, era siempre la primera en meterse bajo las sábanas, pero aquella noche todo era distinto. Aquella noche se sentía igual que aquellas mujeres que solo conocía por sus lecturas: tentadoras, mujeres fatales, meretrices. Mujeres capaces de volver loco a cualquier hombre.
Pedro se agachó para besarla en el cuello y ella se quejó, echándole los brazos al cuello.
—Pedro... por favor, necesito...
—Ángel, yo también te necesito.
Se quitó los calzoncillos.
Era magnífico, su piel brillaba, era como un Donatello de bronce... excepto por su erección, que era...
Algo debía reflejarse en su mirada, porque a pesar de la pasión que ardía en su interior, Pedro sonrió.
—¿Te arrepientes, ángel?
—Nada de eso.
Pedro la besó en el cuello, acariciándole la espalda con deliciosas manos. Al sentir la presión de su sexo entre sus piernas, la recorrió una oleada de placer y buscó acomodarlo en su vientre ya húmedo.
Pedro se detuvo, con la respiración entrecortada.
—Paula.
Ella levantó la mirada. Los ojos de Pedro eran como anillos plateados alrededor de círculos de fuego negro y opaco.
—Será mejor que me desees como yo te deseo a tí, porque a partir, de ahora no hay vuelta atrás posible.
Paula, sumergida en la pasión, tardó un minuto en comprender lo que Pedro le decía. Sentía un deseo más allá de todo lo razonable y lo único que podía hacer era rodearlo con sus piernas y besarlo, y besarlo, y besarlo apasionadamente.
—Pedro...
—Oh, Dios, ángel.
La penetró y los dos se mecieron al mismo ritmo, dulcemente. Paula se estremeció, recorrida por un escalofrío de emoción y de fuego. Arqueó las caderas para facilitarle la entrada y lo rodeó con las piernas.
Pedro se movía contra ella y ella podía sentir el dulce sudor que se deslizaba entre sus cuerpos. La estaba llevando al límite y ya podía sentir el elusivo pulso que surgía de las profundidades de su interior. Empujó contra él y fue catapultada a las llanuras del olvido, a la culminación de los sentidos.
—¡Pedro! —gritó, aferrándose a él.
—Paula—murmuró él como respuesta y siguió empujando, una y otra vez, hasta derrumbarse.
Se quedó inmóvil sobre ella un buen rato, aferrados el uno al otro como si tuvieran miedo a escapar, y al cabo de unos minutos, Pedro se separó de ella y se apoyó en un codo.
—He ganado —dijo.
—¿Qué has ganado?
—Yo te he hecho perder el control antes —dijo Pedro, tumbándose de espaldas y arrastrándola a ella sobre sí—. ¿Cuál es mi premio? ¿Un millón? ¿Un viaje a las Bermudas?
Paula sonrió. Aún estaba sumergida en la sensación de lo que acababa de ocurrir y, sorprendentemente, cuando Pedro la acarició entre los hombros, sintió una oleada de placer. Se retorció y la expresión de sus ojos se iluminó.
—Creía que era una broma —dijo.
«Es ridículo», pensó, «acabas de hacerlo y ya tienes ganas de repetir».
Pedro respiraba agitadamente.
—¿Que sugieres?
Paula se inclinó sobre él y lo besó lujuriosamente.
—Que me des la revancha —dijo, al cabo de unos segundos.
—Solo si tú me la vuelves a dar a mí en caso de que pierda —dijo él, con la respiración entrecortada.
—Hecho.
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