—Voy a matarlo, voy a matarlo —se decía Paula entre dientes mientras pisaba el acelerador a tope, lo cual no resultaba nada fácil con los zapatos de tacón alto que llevaba—. Tengo que contenerme y no vomitar durante la boda, y luego lo mataré.
Los neumáticos chirriaron al entrar en el aparcamiento de la iglesia de Santa María. Había tomado la curva demasiado deprisa. Sacudió la cabeza. La resaca le taladraba las sienes como una perforadora mecánica.
De todos los días posibles para tener resaca aquel era el peor.
Se detuvo en seco y tiró del freno de mano. Se miró un instante en el espejo retrovisor e hizo una mueca de desagrado al comprobar la palidez verdosa de su cara.
—Voy a matarlo, voy a matarlo —repitió.
Salió del coche gruñendo, maldiciendo al no poder ir todo lo rápido que quisiera para no estropear su vestido rosa palo de dama de honor, y cerró de un portazo. El ruido resonó en su cabeza como si la tuviera hueca. Apenas bebía y antes de aquel día solo había tenido resaca una vez en su vida. Ya no la recordaba, pero desde luego no podía ser tan mala como aquella. Nada podía ser tan malo como aquello.
—Vaya, ya era hora —oyó que le decían en voz alta desde la escalinata de la iglesia—. Te estábamos esperando.
Se había equivocado. Sí, podía haber algo peor.
—Voy a matarte —susurró.
Pedro Alfonso sonrió maliciosamente desde la escalinata. Estaba muy guapo, como siempre en realidad, se dijo Paula con disgusto. En el bronceado que su piel lucía esplendorosamente durante todo el año no había el menor rastro de la noche pasada. Sus ojos grises no estaban turbios, sino relucientes de malvado humor. Su pelo castaño y su brillante sonrisa podrían lucir en la portada de una revista. En realidad, tenía el aspecto de haber pasado la velada con un libro entre las manos y bebiendo un vaso de leche templada. Aunque, como ella sabía perfectamente, la noche había sido bien distinta. ¡Había pasado la noche asegurándose de que tuviera exactamente el aspecto horrible que tenía aquella mañana!
—Vaya, vaya, vaya —dijo Pedro mirándola a los ojos y acercándose a ella para tomarla del brazo—, con que tenemos resaca, ¿no?
—Cállate, la culpa es tuya —dijo Paula, aferrándose a la barandilla metálica de las escaleras como si fuera su tabla de salvación—. A propósito, ¿por qué demonios te empeñaste en llevarme a la despedida de soltero de Alejandro?
—¿Es que tenías un plan alternativo? Si te hubieras quedado en casa de mi madre acompañando a mi hermana, la novia, y a su fiel escudera, Zaira, te habrías vuelto loca —dijo Pedro—. Porque ahora que Luciana se casa y solo quedas tú, ya supondrás que no te van a dejar en paz hasta que te emparejes.
Paula sabía que Pedro tenía toda la razón. Por otra parte, al dolor de cabeza comenzaba a sumársele cierto malestar de estómago.
—Ya, así que pensaste que la mejor manera de preparar a la pobre Paula para el acoso que va a empezar a sufrir a partir de mañana era... ¡Claro! Llevarla a ver cómo una bailarina de tres al cuarto enseñaba el trasero en la playa a altas horas de la noche.
—La verdad es que lo de la bailarina era secundario, lo que más me importaba era meterte diez tequilas en el cuerpo para subirte un poco la moral —dijo Pedro con una sonrisa—. Oh, vamos, Pau, nadie te puso una pistola en el pecho para obligarte a beber.
—No, ¡pero hiciste una apuesta conmigo! —dijo Paula, conminándole con un dedo—. Apostaste conmigo el sueldo de una semana a que no podía aguantar tu ritmo, y, claro, yo me vi en la obligación de mantener bien alto el pabellón femenino.
—¿El pabellón femenino? Ah, ya comprendo —dijo Pedro, echándose a reír—. Llevamos así desde que teníamos ocho años. Desde entonces jamás has dicho que no a una apuesta mía, y déjame añadir, que tampoco has ganado nunca.
—Cállate —murmuró Paula— o voy a acabar por vomitar sobre tu traje de Armani.
—A lo mejor quedaba bien con la decoración —dijo Pedro, entrando ya en la iglesia—. Creo que Abril ha metido en este sitio todas las gardenias de California. La verdad, no sé cómo una mujer tan excesivamente femenina como ella puede tener una amiga tan simpática, tan normal como tú.
Paula se detuvo en seco en la pequeña entrada de la iglesia. El penetrante aroma de las flores resultaba mortal en su estado. En efecto, aquella resaca la estaba matando.
—Oh, Dios —suspiró, tambaleándose.
Pedro se percató de la situación.
—Ánimo, preciosa —dijo, abandonando su maliciosa sonrisa por vez primera—. Tranquila, no va a pasar nada —dijo, con afecto sincero y reconfortante.
Paula venció sus ganas de dar media vuelta y salir a tomar aire fresco.
—¿Qué tal está Luciana? —preguntó, más con ánimo de distraer la mente de su maltratado estómago que por otra cosa.
Pedro se encogió de hombros.
—Como recién salida de una fábrica de sedas.
—Si su vestido es la mitad de incómodo que el mío, la compadezco.
—Va a casarse, eso basta para compadecerla —dijo Pedro, y miró a Paula, aún preocupado—. ¿Estás mejor?
—No mucho —dijo ella, suspirando—. Pero tendré que apañármelas. Aunque me conformo con no vomitar sobre nadie y evitar la maldita pregunta.
Pedro sonrió.
—Te refieres al inevitable «¿Y tú cuándo te casas, Paula, querida?» —dijo, parodiando una voz femenina, ridícula y nasal.
—Exactamente —dijo Paula, tratando de olvidar aquella cuestión, que resultaba dolorosa incluso cuando se aludía a ella como motivo de mofa. Era como si llevara toda la vida respondiendo a preguntas como aquella: «¿Cuándo vas a encontrar un chico que te guste, Paula?» «¿Por qué no haces como las otras chicas, Paula?» «¿Cómo vas a encontrar a un hombre con esas ideas, Paula?»
Estaba soltera porque quería estarlo, se dijo una vez más. Había dicho aquellas palabras tan a menudo que casi le parecía que las llevaba impresas en la frente.
—Sabes muy bien que te evitarías ese tipo de preguntas si no siguieras aceptando ser dama de honor de una y otra vez. ¿Cuántas veces lo has sido ya? ¿Tres con esta?
—Cuatro —corrigió Paula, tratando de mantenerse erguida.
—Ah, sí. Pues, ya sabes, después de ser dama de honor cuatro veces y conociendo a mi familia, prepárate a resistir una batería de preguntas. Además, te conozco y sé que no te van estas cosas.
—Ya, pero se trata de Luciana , Pedro —dijo Paula—. Podría haber rechazado las otras bodas, pero no las de Zaira y tu hermana... Tenía que aceptar. Tu familia es mi familia —dijo, mirando la puerta que daba paso a la nave de la iglesia—, sobre todo desde que murió mi padre.
—Lo sé —dijo Pedro, y sonrió—. Supongo que lo sé desde que mi madre te preguntó cuándo ibas a darle un nieto.
Paula volvió a sentir aquel pinchazo, aunque aquella vez fue algo distinto. No se trataba exactamente de frustración, sino, quizás, de envidia.
—El caso es que por mis amigos sería capaz de hacer cualquier cosa, ya lo sabes. Por ejemplo, la única razón de que a estas alturas no te haya matado es que eres mi mejor amigo —dijo, mirando a Pedro con una débil sonrisa—. Pero, te lo advierto, si vuelves a ponerme en un brete como el de anoche, no soy responsable de mis actos.
—Claro, claro. Nunca más —dijo Pedro, asintiendo con solemnidad, y sin poder contener una sonrisa.
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