Paula estaba en su dormitorio, acabando frenética de arreglarse, cuando sonó el teléfono.
—¿Diga? —contestó, sujetando el inalámbrico con el hombro, mientras se concentraba con los cinco sentidos en ponerse las medias sin hacerse una carrera.
—Así que es cierto —empezó Zaira yendo directamente al grano—. ¿De verdad tienes una cita con Pablo Landor?.
—Por lo que veo, las malas noticias se difunden con rapidez —gruñó Paula. No le extrañaría nada que Pedro hubiera decidido poner un anuncio en los periódicos—. Pues sí, es verdad. De hecho, me agarraste arreglándome para la cena.
—¿Y qué te vas a poner? —preguntó Zaira como si pensara someterla al tercer grado.
—Una camisa de seda blanca con unos pantalones de pinzas gris oscuros y una chaqueta negra.
—¿Vas a una cena o una reunión de negocios?
—Te advierto que ya estás en la lista negra por ese empeño tuyo de vestirme en tonos pastel —le advirtió Paula—. Por favor, no me agobies. Estoy ya hasta el gorro de esta situación.
—¿Y por qué no te pones alguno de los vestidos que te compraste? —insistió su amiga, haciendo caso omiso de sus protestas.
—Primero, porque ya me he puesto uno para ir a trabajar hoy; segundo, porque seguro refresca y no quiero enfermarme, y, tercero, por que cuando los llevo es como si tuviera un cartel que dice, «tómame, soy tuya»..., y, por si no lo sabes, voy a salir con Jack Landor, un tipo que debe tener más fans que los Rolling Stones.
—Y no me extraña: ese chico hace que Brad Pitt parezca un alfeñique...
—Oye, guapa, ¿tienes algo constructivo que decirme o te vas a pasar la noche poniéndome más nerviosa de lo que ya estoy? —le interrumpió Paula—. Porque, te lo advierto, si no tienes nada útil que decirme, prefiero colgar y buscar una cuerda para ahorcarme.
—Relájate, cielo —dijo Zaira dulcemente—. A ver, respira por la nariz, expira por la boca...
—¡Ja! Como si eso fuera tan fácil —replicó Paula—. Te recuerdo que no eres tú la que tiene que salir a cenar con el soltero de oro de América.
—Pues supongo que algo te debe gustar cuando aceptaste su invitación, ¿no?
—Sí, es cierto, lo hice, pero creo que fue porque estaba Pedro delante volviéndome loca con sus comentarios —Paula se sentó delante del tocador y procedió a aplicarse el maquillaje como le había aconsejado la dueña del salón de belleza, procurando ver su rostro como si fuera el de una extraña, aunque eso le hiciera sentirse terriblemente incómoda—. Me siento beep, Zaira. Me sudan las manos y el corazón me late como una ametralladora.
—Parece amor —aventuró Zaira canturreando.
—Parece puro pánico —replicó Paula en el mismo tono. La próxima vez que viera a Pedro, le estrangularía sin compasión. Aunque no tenía modo de probarlo, estaba completamente segura de que él era el único culpable de todas sus desdichas.
Dio un bote al oír el timbre de la puerta.
—¡Oh, no! Ya llegó —gimió.
—Acuérdate de llevar un preservativo —le aconsejó Zaira.
—Creo que me será de más utilidad una cápsula de cianuro. Buenas noches, Zaira —dijo, y colgó, antes de que su amiga siguiera dándole consejos.
Conteniendo casi la respiración, se acercó a la puerta y la abrió muy lentamente, procurando esbozar una amable sonrisa. Jack la estaba esperando: llevaba unos pantalones negros y un jersey de color verde a juego con sus ojos. Tenía un aspecto atractivo y amable, lo que contribuyó a que Paula se tranquilizara un tanto.
—Hola, Pablo—saludó en un tono apenas forzado.
—Hola, casi no te reconozco.
—¡No me digas! —replicó; buscó la chaqueta, se puso el bolso al hombro y cerró la puerta—. La verdad es que últimamente, ni yo misma me reconozco.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué? —preguntó Paula un poco extrañada.
—La única vez que nos encontramos, no pude ver bien tu cara —le explicó Pablo con una sonrisa bailándole en los labios—, por eso lo he dicho... pero supongo que tú te has visto muchas veces sin llevar una mascarilla de arcilla en la cara, ¿o me equivoco?
—¡Ah, la mascarilla! —repuso con una simulacro de carcajada—. La verdad es que hizo maravillas. Me siento como una persona completamente nueva, y por eso es por lo que apenas me reconozco —ciertamente, aquella frase, una vez dicha, le parecía una soberana sandez incluso a ella.
—¿De verdad? ¿Y cómo eras antes?
—Guárdame el secreto: para empezar, en realidad medía casi uno noventa —se preguntaba cuánto tiempo tardaría en darse cuenta aquel bombón que había desperdiciado la noche quedando con la chica más tonta de la comarca.
«Oh, Dios», rogó para sus adentros, «haz que sobreviva a esta noche».
Media hora después aún seguía con vida, pero por los pelos. Había conseguido pedir la cena y solo se habían producido tres embarazosos silencios. Por desgracia, derramó el agua del vaso dos veces y a punto estuvo de quemar el menú con la vela que había en el centro de la mesa para dar un ambiente romántico.
—Lo siento —se disculpó una vez más. Él la miraba amablemente, pero Paula estaba segura de que se trataba de la compasiva amabilidad que normalmente se reserva para las personas ligeramente torpes—. Te aseguro que normalmente no soy tan desastre.
—A riesgo de que me consideres un modesto vanidoso, te diré que estoy acostumbrado a que la gente se ponga nerviosa cuando está conmigo —la tranquilizó Pablo con una encantadora sonrisa.
—No me extraña: eres guapísimo —dijo Paula. Inmediatamente se arrepintió de aquellas atrevidas palabras. Tan nerviosa se puso que a punto estuvo de derramar el vaso de agua por tercera vez—. Lo... lo siento... No sé cómo pude decir semejante cosa.
—No, no te disculpes... has sido muy amable —Pablo se echó a reír—. A lo que yo me refería era a que la gente se pone nerviosa por lo del dinero... Ya sabes. Se me habían olvidado por un momento esos estúpidos titulares, «El soltero de oro», «El mejor partido de América». No me parecen más que beep.
—Sí, los he leído —a decir verdad, Laura había tenido durante más de tres meses colgada al lado de su mesa una portada de revista en la que él salía.
—Desde que empecé a salir en la prensa, las mujeres con las que salgo o se quedan literalmente mudas, o no dejan de hablar, intentando convencerme por todos los medios de que son lo mejor desde que se inventó el pan de molde —bromeó.
—¡Qué gracia! —Paula se echó a reír a carcajadas—. Conmigo no tendrás ese problema: definitivamente, no soy lo mejor después del pan de molde.
—No estoy tan seguro —bromeó su acompañante—. Me resulta muy fácil hablar contigo, eres una persona inusualmente sincera, Paula... ¿O debería llamarte Ángel? —preguntó burlón—. Oí que ese chico, ¿cómo se llama?... te llamaba así.
—¡Ah! Te refieres a Pedro—contestó, poniéndose roja como una amapola—. Es un amigo de la infancia. Me llama así porque sabe que me fastidia enormemente.
—¿Y por qué te fastidia que te llamen ángel?
—Es una bobada, la verdad: cuando era pequeña Pedro y yo no nos perdíamos ningún capítulo de Los ángeles de Charlie. Una vez la hermana de Pedro intentó cortarme el pelo a capas, para que me quedara como a Farrah Fawcett, ya sabes, pero el resultado fue un completo desastre. Estaba horrible —le explicó, sin poder contener una sonrisa ante aquel recuerdo—. Pedro se rió de mí todo lo que quiso y más, y empezó a llamarme Pau, el ángel peor peinado del mundo.
—Pues ahora tienes un pelo precioso. Te va muy bien lo de ángel —la piropeó Pablo.
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