sábado, 17 de octubre de 2015

Desafiando Al Amor: Capítulo 9

—¿Glinda, el Hada Buena del Norte? —decía esta—. ¡Santo cielo! Hola, sí, perdona. Soy Paula Chaves. ¿Eres Pablo?
A Pedro se le pasaron los deseos de hacer las paces. ¿Pablo Landor? ¿Por qué demonios llamaba a Paula a la oficina? ¿Qué diablos quería?
Pedro se detuvo en mitad de sus preguntas. Oh, sí, estaba muy claro lo que aquel canalla quería.
—Sí, sí, estoy totalmente recuperada del fin de semana. Fuiste muy valiente... ¿Por qué? Por no salir corriendo nada más verme. Bonita apariencia tenía... ¿Qué? Ah, eso —se echó a reír, y se sonrojó ligeramente—. Bueno, yo no sabía que se había caído nada precisamente ahí.
Pedro sintió el repentino deseo de dar un puñetazo, preferiblemente sobre el rostro de Pablo.
—Hum... De manera que quieres la opinión de un nativo sobre los mejores lugares para salir en Manhattan Beach, ¿eh? Bueno, creo que podría ayudarte, conozco muchos restaurantes, un montón de bares deportivos y algunos clubs nocturnos... ¿Qué? —Pedro contuvo las ganas de ponerse en otro teléfono y comprobar qué le hacía a Paula tanta gracia—. Hum, no estoy segura. Sí. Hoy es jueves, ¿no? Pues, no, no tengo planes para esta noche.
Pedro cerró el puño. Aquel canalla había invitado a Paula a salir. ¡Vaya rostro!
—¿Qué? ¿Por la otra línea? Sí, claro, espero —dijo Paula y cubrió el auricular para hablar con Pedro—. Es Pablo Landor.
—Me alegro —dijo Pedro torciendo el gesto—. ¿No pensarás salir con ese personaje?
—Bueno, no había... —dijo Paula y se interrumpió. Sus ojos lanzaron afilados destellos—. ¿Por qué? ¿No puedo?
—¡Apenas lo conoces! Podría ser cualquier cosa. Un asesino en serie, por ejemplo.
—¡Es Pablo Landor! ¡Es tan famoso que supongo que el único sitio donde encuentra cierta intimidad es en el cuarto de baño!
—¡A eso me refiero! —exclamó Pedro, que habitualmente solía ser mucho más lógico. La rabia cegaba gran parte de su cerebro—. Lo único que digo es que no lo has pensado bien. Es un pez gordo, un tipo famoso... y tú no puedes pensar en otra cosa que en la maldita apuesta. ¿Por qué ibas a querer salir con una celebridad? ¡Piénsalo!
Paula frunció el ceño.
—O, por ser más precisos, ¿por qué alguien como él querría salir conmigo?
Pedro hizo una mueca.
—No vayas, Paula, de verdad te lo digo, ¡no vayas!
—¿Pablo? Hola —dijo ella, con una voz afilada como una navaja—. Me encantaría salir a cenar contigo. Creo que podemos ir al Blue Moon, está en Manhattan Beach Boulevard. Cocina italiana, muy buena. ¿Te parece bien a las siete?... Perfecto. De acuerdo, ya sabes dónde vivo... Claro... Hasta las siete entonces, colgó con mucha tranquilidad—. Tengo una cita con Pablo Landor. Esta noche.
—¿Cómo es que sabe tu número? —preguntó Pedro—. Respóndeme a eso, ¿cómo es que sabe tu número?
—Mira, Pedro, no tengo por qué responderte a nada de nada —dijo ella, y señaló la puerta—. Es más, creo que esta conversación ya ha durado bastante. Fuera. .
—Aún no hemos terminado.
—Como sigas así, no tardaremos mucho en hacerlo. ¡Fuera!
—¡Esta bien!
Pedro salió dando un portazo. En la antesala, varias cabezas se levantaron para ver qué ocurría y él les lanzó una mirada asesina. Las cabezas volvieron a meterse en sus propios asuntos.
De modo que Paula había quedado con Pablo Landor, ¿eh? De manera que pensaba que sabía cuidar de sí misma. Muy bien, pues habría que comprobarlo. Si ella se empeñaba en probar que podía ser una de las mujeres de la dichosa guía, él le demostraría la locura que tal pretensión suponía.
Aquella misma noche pensaba demostrarle que nadie sabía más de citas que el mismísimo Pedro Alfonso. No, señor.

Algunas horas más tarde, Paula todavía estaba furiosa por la escena de aquella tarde con Pedro. Se había comportado como un auténtico cavernícola, presentándose en su oficina y diciéndole a la cara que era incapaz de cuidar de sí misma. Y aquella ridiculez de que si salía con Pablo pondría en peligro su seguridad... Si aquellas eran sus mejores armas para impedir que ganara la apuesta, estaba claro que lograría vencerle por goleada.
Apiló de cualquier manera lo diseños en los que había estado trabajando, demasiado nerviosa como para concentrarse en su ritual cotidiano de ordenar bien las cosas antes de marcharse. Pensó que, en última instancia, habían sido sus acusaciones e invectivas lo que la habían decidido a aceptar la cita con Pablo.
De repente, ese pensamiento le atravesó el cerebro como un relámpago.
Una cita.
Estaba a punto de acudir a una cita.
Dos horas apenas.
Con el soltero más deseado de América.
¡Oh, no! ¿Por qué había cometido la torpeza de aceptar?
Salió de la oficina dando tumbos. Todos sus compañeros se habían marchado hacía rato, deseando aprovechar el buen tiempo de aquel veranillo de San Miguel, que estaban disfrutando. La mayoría habían trabajado como esclavos para sacar a tiempo adelante la cuenta Kesington, así que se merecían sin duda aquél descanso antes de meterse de lleno con el siguiente proyecto. Un proyecto en el que ella se habría quedado trabajando si no hubiera aceptado la invitación a cenar que le había hecho aquel Adonis, pensó, sintiéndose más nerviosa a cada segundo que pasaba. Quizá lo mejor fuera anular aquel compromiso... Seguramente él entendería que tuviera que quedarse trabajando hasta tarde.
También podía llamarlo y decirle que estaba enferma. A decir verdad, empezaba a encontrarse mal de verdad.
Laura estaba apagando las luces cuando llegó a la zona de recepción; se la quedó mirando de arriba abajo con una maliciosa sonrisa.
—Ese amigo tuyo que vino esta tarde se ha marchado con una cara que daba miedo. ¿Qué les pasó?
Paula suspiró. Laura era la chismosa mayor de la empresa, y también una auténtica devora hombres: pasaba de uno a otro con la misma facilidad que un niño comía caramelos.
—No aprueba mi gusto para elegir mis citas —le explicó entre dientes.
—¿Tienes una cita? —exclamó Laura con los ojos como platos. Debía considerar sus palabras como el chisme más jugoso de la semana—. ¡Vaya! ¡Eso lo explica todo!
—¿Explicar el qué?
—Los cambios —dijo Laura señalando con un gesto su atuendo—. La ropa y todo lo demás, ya sabes.
—Puede que lo haya hecho solo porque me apetecía, ¿no te parece? —replicó ácidamente.
Laura le dirigió una mirada compasiva.
—No me digas... Conmigo no hace falta que disimules, ¿sabes? —dijo la descarada joven mientras se encaminaban hacia la salida—. Ninguna chica se tomaría tantas molestias a no ser que estuviera realmente empeñada en la caza del hombre. No tienes precisamente tu aspecto habitual, me parece a mí.
—¿Acaso hay algo malo en la forma en la que me vestí hoy? —replicó Paula a la defensiva; en el fondo, estaba preocupada por las palabras de su interlocutora. Disimuladamente miró su imagen reflejada en las puertas de cristal; Zaira y la dependienta de la tienda le habían asegurado que el vestido le quedaba de maravilla, pero ella no acababa de tenerlas todas consigo. Nunca le habían entusiasmado los colores pastel... Si por lo menos pudiera estar segura de que no parecía una ridícula...
—¡Claro que no! —la tranquilizó Laura de inmediato—. Solo que tienes una pinta tan... distinta. Ya sé que muchas veces te he dicho que necesitabas un cambio pero, la verdad, no me esperaba algo tan radical.
—¿Radical? —a Paula no le hacía la menor gracia semejante expresión... o, para ser más exactos, aunque en el fondo le halagaba que se dieran cuenta de sus esfuerzos por cambiar, también la fastidiaba que la cosa fuera tan evidente.
—Aunque, claro, puede que fuera eso precisamente lo que necesitabas —continuó Laura. Sus tacones repiqueteaban sobre el cemento de camino al aparcamiento.
«Si yo anduviera como ella, acabaría dislocándome la cadera», pensó Paula.
—¿Qué quieres decir? —preguntó intrigada.
—Por tu cambio de imagen, yo diría que estás dispuesta a cazar marido —dijo Laura juguetona—. Y las empresas desesperadas necesitan medidas desesperadas, ¿no es cierto?
Paula se quedó plantada al lado de su coche, un volkswagen escarabajo de color púrpura al que cariñosamente llamaba Gominola. Sin saber qué decir, se quedó mirando a la joven que tenía enfrente, que le pareció más provocativa que nunca con aquel traje minifaldero color vino.
—Por lo que veo, tienes experiencia en la materia —articuló al fin.
Laura  se echó a reír, ni por asomo ofendida por lo que le acababa de decir.
—¡Ni hablar de eso! —exclamó—. Pienso divertirme una temporadita más antes de sentar cabeza. Pero, si necesitas ayuda, no tienes más que llamar a tu amiga Laura. Ya has dado un paso en la dirección correcta al cambiar de estilo, pero cuando te decidas a jugarte el todo por el todo, dímelo y yo te echaré una mano. ¡Buenas noches!
—Buenas noches —repuso Paula débilmente. Por el rabillo del ojo vió alejarse a Laura, erguida y con la pelirroja melena al viento. Parecía una modelo de revista.
Por fin abrió la portezuela y se sentó al volante. Desanimada, contempló su rostro reflejado en el retrovisor: recordó la perfecta piel de porcelana de Laura, y no pudo por menos que lamentar su aspecto, con el maquillaje corrido y el peinado revuelto por no habérselo arreglado después de quitarse la banda elástica que se ponía para que los rizos no la molestaran mientras trabajaba. Con un triste suspiro, puso el coche en marcha.
Las empresas desesperadas necesitan medidas desesperadas.
Si cancelaba su cita con Pablo lo único que conseguiría sería prolongar la agonía. Tenía que acabar con aquel tira y afloja de una vez por todas. Solo era una cita, nada más, y podría afrontarla, claro que sí.
Además, tenía que considerar la apuesta como un aliciente, no como algo que la agobiara aún más. A fin de cuentas, era ella la que se había metido solita en aquel embrollo.
No pensaba volver a caer en la autocompasión. Dolía demasiado.

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