Al entrar en la iglesia, Paula se percató de los diez pares de ojos que se fijaron en ella: las inquisitivas miradas de todas las tías de Pedro, fijas en ella, que inmediatamente dieron paso a sonrisas cómplices y calculadoras.
—Supongo que no querrás apostar una cena a que no eres capaz de evitar a mis tías antes del banquete —susurró Pedro, muy divertido con la situación—. Mientras esperábamos he dejado caer la idea de que tal vez estuvieras interesada en escuchar sus consejos sobre el tema «Caza de hombres».
—Que sean dos cenas —dijo Paula entre dientes— y recuérdame que te mate cuando termine todo esto.
—¡Estoy buscando a Paula! —gritó Pedro para hacerse oír sobre la música y el tumulto de las parejas que se deslizaban por la pista de baile—. Ha desaparecido en cuanto nos hemos hecho las fotos. ¿La has visto?
—¡No! —le contestó su amigo Francisco, mirando a su vez a la pandilla de amigos con la que se encontraba. Todos negaron con un gesto—. Si la ves, dile que esta noche tenemos partida en casa de Agustín.
Pedro asintió.
—Si hay algo que pueda sacarla de su escondite es una buena partida de póker —dijo Pedro, y prosiguió su búsqueda.
Ponía tanto empeño en sacar a Paula del humor sombrío que aquellos días la dominaba y en encontrarle alguna distracción que le evitara la «fatídica pregunta» que había olvidado que también él era objeto de aquella pregunta... y no por parte de sus tías. Llevaba más de una hora buscando a su amiga y probablemente también, evitando la atención de alguna pretendiente más insistente de lo normal.
Sintió que alguien le ponía la mano en el hombro.
—Hola, hermanito.
Se dio la vuelta. Se trataba del novio, y suspiró con alivio.
—Eh, Alejandro. Bueno, ¿qué tal se siente uno después de casarse con mi hermana?
Alejandro sonrió. Sus ojos brillaban como dos faros en la noche.
—Más feliz que en toda mi vida.
—Eso dices ahora —dijo Pedro con una sonrisa de oreja a oreja, dándole a su cuñado un amistoso empujón.
—En serio, cuando encuentras a la persona adecuada, no hay nada parecido... nada.
—Está bien, te creo —dijo Pedro, algo incómodo por aquella declaración que parecía tan sincera—. Me da la impresión de que estoy rodeado de mujeres a la busca de la persona adecuada. Las bodas tienen un extraño efecto sobre las mujeres. Creo que si le preguntara a cualquiera de las solteras de esta habitación si se viene a Las Vegas a casarse conmigo, me respondería que sí sin pestañear —dijo, mirando a su alrededor—. ¡Y ni siquiera me conocen!
—Por eso se irían contigo.
Pedro oyó la voz de Paula a sus espaldas. —Eh... —dijo, volviéndose.
Pero Paula se alejaba, perdiéndose hacia el fondo de la sala. Antes de que pudiera seguirla, Alejandro volvió a hablarle.
—¿Era Paula? —preguntó—. ¿Sabes? Esta mañana, cuando la he visto entrar en la iglesia, apenas la he reconocido. Puede que fueran los rizos... no recuerdo la última vez que la vi con un vestido.
—La resaca tampoco ayudaba mucho —añadió Pedro, tratando en vano de ver hacia dónde se dirigía su amiga—. Anoche la arrastré a tu fiesta y me aposté una cena a que no podía beber tanto como yo.
Alejandro frunció el ceño.
—¿Llevaste a una mujer a mi despedida de soltero?
—No, llevé a Paula. Hay una ligera diferencia —al ver que no convencía a Alejandro, Pedro se encogió de hombros—. Nos sentamos en un rincón, Alejandro. Además, siempre ha sido de la pandilla y tampoco estuvimos en un antro de perversión, ¿no?
—Es la base del asunto, Pedro, ya lo sabes «Nada de mujeres»—dijo Alejandro, sacudiendo la cabeza—. Y Paula no está nada mal, cuando quiere. Ya sabes que es bastante guapa, al menos cuando no está planeando tu asesinato.
—Ya se le pasará, puede que le lleve algún tiempo, pero se le pasará. Demonios, la mitad de las veces sus bromas son peores que las mías —dijo Pedro, y se echó a reír—. ¿Sabes lo que hizo la semana pasada?
—Hola, Pedro.
Ambos hombres dieron media vuelta. Se trataba de una rubia oxigenada, que miraba a Pedro desde unos preciosos ojos azules. El tono de su voz parecía algo fingido, quizás intranquilo.
—Llevas toda la noche dando vueltas. Te estás perdiendo una fiesta estupenda. ¿Quieres bailar?
Pedro suspiró.
—Lo siento, pero estoy buscando a alguien. Puede que más tarde —«o dentro de veinte años».
—¿Seguro? —dijo la rubia, con una sonrisa encantadora—. ¿Y no puede esperar un poco ese alguien?
Pedro volvió a suspirar. «Paula, ¿dónde demonios te metes?»
—Lo siento, de verdad.
—Como quieras —dijo la rubia, y se alejó, dándole su espléndida espalda desnuda.
—¿Estás loco? —dijo Alejandro—. ¡Era una preciosidad!
—Llevaba «busco marido» grabado en la frente, y yo ya no juego a eso, se acabó —dijo Pedro, encogiéndose de hombros.
—Oh, vamos. Solo quería bailar, ya encontrarás a Paula...
—Deja que te diga algo —dijo Pedro, poniéndose muy serio—. Cuando era más joven tuve algunas relaciones serias, en cierta ocasión estuve a punto de casarme, y todas acabaron en desastre.
—Vaya —dijo Alejandro—, pero qué tiene eso...
—Y solo mis amigos pudieron sacarme del abismo —prosiguió Pedro—. Luego decidí no volver a comprometerme, ¿por qué iba a hacerlo? Salgo con mis amigos cuando quiero, tengo un empleo por el que muchos hombres matarían y tengo una mujer que es mi mejor amiga que me conoce mejor que yo mismo y que si la necesito está ahí las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Las mujeres vienen y van...
—En tu casa con demasiada frecuencia —dijo Alejandro.
—Pero los amigos son para siempre —dijo Pedro, sonriendo—. Llevo la vida perfecta.
Alejandro se echó a reír.
—Tengo que admitir que suena muy atractivo. Pero tiene un pequeño problema.
—Lo sé —dijo Pedro—. Pero ya se le pasará. Paula no puede permanecer enfadada por mucho tiempo. En cuanto se encuentre mejor, se le pasará.
—El problema —prosiguió Alejandro— es que un día de estos te vas a enamorar y tu perfecta vida va a pasar a mejor vida.
—Imposible —dijo Pedro, y volvió a ver a Paula, que estaba charlando con otras mujeres a un lado de la pista de baile—. Todo está bajo control.
Antes de poder acercarse a Paula, las mujeres que estaban con ella se aproximaron.
—Oh, me parece maravilloso —le dijo una de ellas.
—¿El qué? —preguntó él.
—Que quieras adoptar un niño. Pero para eso tendrás que casarte, ¿no?
Rodeado de rutilantes y jóvenes bellezas, se fijó en el rincón del que provenían. Paula le sonreía de oreja a oreja.
—Ya veo —dijo Alejandro—, es evidente que lo tienes todo bajo control.
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