«Estúpida, estúpida, estúpida, estúpida».
Paula estaba mirando fijamente el teléfono de su cuarto, preguntándose cómo podría explicarle a Luciana que no podía acudir a la fiesta de inauguración de su nueva casa. «Hola, Luciana, no puedo ir porque sé que Pedro estará allí y llevo evitándole durante una semana. ¿Por qué? Porque el otro día perdí la cabeza. Estaba medio dormida y le ataqué como una amazona en celo.» Intentó decirlo en voz alta, por probar, y se dio con la almohada en la cabeza. «¡Estúpida!»
Aquella noche, en el sofá de Pedro, había perdido la cabeza por completo. Por supuesto, no había ido a su casa con la intención de seducirlo. Cómo seducir a Pedro, que tenía a muchas mujeres, como aquella rubia del restaurante, dispuestas a bailar desnudas ante él para conseguir su atención. En cualquier caso, él se habría reído ante un intento por su parte en tal dirección.
Una imagen del beso le cruzó por la mente, una imagen parecida a las muchas que llevaban atormentándola durante toda la semana. En medio de una reunión de trabajo, o en el supermercado, o cuando trataba de concentrarse en sus dibujos. O por la noche, antes de dormirse.
En realidad, ese era el peor momento.
Suspiró profundamente. Había salido corriendo de su casa, disculpándose, pidiéndole que olvidara lo ocurrido, cosa que él, a aquellas alturas, probablemente ya habría hecho. Ella, sin embargo, no podía dejar de olvidar lo ocurrido. Sabía bien que no era aquello lo que él quería. No, no deseaba mantener una relación con ella, el beso había sido algo placentero, agradable, pero estaba segura de que Pedro no quería mantener una relación con ella. Ella, por su parte, deseaba algo más..
Ella estaba enamorada de él.
Era algo que debería haber admitido mucho antes. Estaba enamorada de su mejor amigo. Cuando no tenía confianza en sí misma, con la amistad le bastaba. De hecho, en muchas ocasiones se había dado cuenta de que su amistad era mucho más de lo que ella merecía, pero ahora, cuando cada vez tenía más confianza en sí misma y mayor conciencia de sus deseos, tenía la sensación de que el matrimonio, la familia, los hijos, eran posibilidades al alcance de su mano.
Es decir, eran posibilidades con cualquier hombre en general, solo que ella quería a uno muy en concreto, quería a Pedro. Ahí estaba el problema.
Suspiró. El no quería ser el señor Adecuado de nadie. ¿Por qué iba a querer si podía salir con cualquier mujer que quisiera? Su vida, como él mismo admitía, era «perfecta» y no tenía el menor deseo de cambiarla. No, nunca se enamoraría de ella.
«¿Y ya está?», le dijo, indignada, la voz de su conciencia. «¿Y ahora qué?»
En cualquier tiempo pasado, se habría conformado con su situación, la habría sufrido en silencio, pero ahora no. Se sentía atractiva y confiaba en sí misma. ¿Por qué iba a quedarse suspirando por su suerte, esperando a que él entrara en razón? ¡Tenía otras opciones!
Un nuevo ánimo la impulsaba. Buscó el bolso y sacó un trozo de papel con un número de teléfono.
—Hola, ¿Pablo? —sonrió, mirando un vestido que acababa de confeccionar—. Soy Paula. Me preguntaba si te gustaría acompañarme a una fiesta esta noche.
Que Pedro hiciera lo que le diera la gana, se dijo, mientras Pablo aceptaba la invitación. Ella tenía que vivir, no podía hipotecar su vida a un sueño que no podía hacerse realidad.
Pedro llevaba media hora sentado en el sofá del salón de la casa de Luciana . Trataba de reunir la energía suficiente para mantener un nivel mínimo de sociabilidad. Desde el episodio sucedido con Paula no tenía humor para relacionarse con nadie y en realidad solo había acudido a la fiesta por ver si hablaba con ella.
Habían hablado por teléfono un par de veces, pero era obvio que algo la molestaba, porque se mostraba distante y evasiva. Lo más probable era que se sintiera incómoda con lo que había sucedido en su casa el domingo anterior, quizás sintiera cierta vergüenza. Incluso había admitido hasta qué punto le faltaba práctica, como si fuera un crimen.
Bueno, muy bien, pero él se encargaría de recuperar la normalidad. En realidad, ¿qué había de malo en que dos amigos se besaran? El había sentido una gran confusión con respecto a aquel asunto, era cierto, pero probablemente aquello no era nada comparado con lo que la pobre mujer estaría pasando.
«Sí, claro; por eso te has portado igual que un ermitaño desde que todo esto empezó».
«Cállate, conciencia», se dijo. «Ahora mismo no me haces falta».
Sí, él conseguiría que ella volviera a sonreír y su relación de amistad recobraría su pulso normal. Le iba mucho mejor y la ropa que diseñaba parecían haber abierto un camino enteramente nuevo para ella, de hecho, pensaba proponerle la compra de algunos de sus diseños para su línea femenina. Si pudiera hablar con ella aunque no fuera más que cinco minutos, si pudiera...
—¡Paula! —dijo Luciana , corriendo hacia la puerta de entrada y dándole a su amiga un gran abrazo—. Qué pena, amiga, que no nos hayamos visto desde la boda, pero la mudanza, ya sabes... además, sabía que estabas en las capaces manos de Zaira.
—Hola, Luciana—interrumpió Paula—. Quiero presentarte a mi amigo, Pablo Landor. Pablo, ella es Luciana Alfonso... digo, Luciana Alfonso de Gonzalez, que acaba de casarse.
—Enhorabuena. —La voz de Pablo emergió desde la espalda de Paula. Pedro abrió los ojos de par en par—. Paula me ha hablado mucho de tí. ¿Qué tal en Hawái?
¿Pablo Landor estaba allí? ¿Con Paula? ¿Qué demonios estaba pasando?
—Precioso, precioso —dijo Luciana , colgándose del brazo de Pablo—. Pero lamento haber estado fuera tanto tiempo, me he perdido la diversión. Para mi gusto, Paula y yo apenas hemos podido hablar de tí—dijo mirando de reojo a Paula con una enorme sonrisa.
—Bueno, pues yo voy a estar por aquí algún tiempo, así que nos va a ser fácil remediar la situación —dijo Pablo con una sonrisa.
Luciana se echó a reír, acompañando a la pareja a la cocina.
—¿Quieres algo de beber...?
«Genial», pensó Pedro. Al parecer, uno de los dos se las había arreglado para olvidar lo sucedido el último domingo como si no tuviera ninguna importancia... y no se trataba de él.
Se levantó y se dirigió a la puerta de la cocina, pero sin entrar.
—¿Así que esta es tu nueva casa? —oyó que decía Pablo.
—Este es su dulce hogar, sí —intervino Zaira—. Alejandro, ¿por qué no le enseñas la casa a Pablo? Paula ya la conoce y además tenemos muchas cosas de qué hablar. Tengo que ponerme al día.
Pedro se refugió detrás de la percha de los abrigos para que Pablo y Alejandro no lo vieran, y siguió escuchando. Sabía que no debía hacerlo, pero como mejor amigo de Paula tenía derecho a saber de su vida. Al menos esa era la justificación que pensaba decir en caso de que lo sorprendieran.
—¡Oh, Dios mío! ¡Es guapísimo! —dijo Luciana.
—¿No te lo había dicho? —intervino Zaira.
—Sí, pero no te das cuenta de hasta qué punto si no lo ves en persona. Qué rubio, qué sonrisa, Dios mío, casi me derrito.
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