—No lo sabía, Paula, te juro por Dios que no tenía ni idea.
Paula no levantó la vista de su copa de champán.
—Y te creo, Pablo, ya te dije. Déjalo estar, anda.
Él se le quedó mirando un largo instante, maravillado por su presencia de ánimo.
—No puedo creer que lo estés tomando tan bien. Entendería que quisieras tirarme esa copa a la cara.
Paula hizo una mueca.
—Ahora que se ha aclarado todo, la verdad es que no es tan malo como parecía al principio, Pablo.
—Debe haber unas quinientas personas en esa fiesta —dijo Pablo—, y todos se te quedaron mirando, no me digas que eso no es tan malo...
—Te lo repito una vez más: no es culpa tuya que yo haya decidido ponerme un vestido rojo. Y no es culpa tuya que no recordaras que el Bailé Sheffield también se conoce como el Baile en Blanco y Negro de los Ángeles porque...
—Porque todo el mundo viste de blanco o de negro —dijo Pablo meneando la cabeza con tristeza—. ¿Por qué nadie me lo dijo antes?
—Supongo que lo ponía en esa invitación que no leíste —sugirió Paula—. Después de todo, puede que tengas algo de culpa... desde luego, eres el único responsable de que ahora esté sentada bajo un foco en la mesa principal, pero aparte de eso...
Con un gemido Pablo enterró la cabeza entre las manos.
—Eso, vamos —rió Paula—, siéntete culpable. Te lo mereces.
—Te debo una Paula, de verdad.
—Pablo, te aseguro que después de lo que he tenido que pasar esta semana, lo que ha ocurrido no me preocupa nada.
Recordó el terrible momento en el que al entrar en la sala una multitud ataviada en blanco y negro, quinientos pares de ojos para ser exactos, se le quedaron mirando como si fuera una marciana. Le pareció estar viviendo aquella pesadilla que solía asaltarla en sus años de universidad, cuando se veía a sí misma en un desfile de modas ataviada con su ropa más vieja. Su primer impulso fue dar media vuelta y salir corriendo, arrancarle las llaves del coche al valet parking y salir disparada hasta su casa. Pero no lo hizo. En vez de eso mantuvo la cabeza muy alta y la sonrisa radiante. Aunque sospechaba que tenía la cara más roja que el vestido, por nada del mundo haría ver lo humillante que le resultaba aquella experiencia.
A decir verdad, le encantaba aquel vestido, y aquella era la primera vez en su vida que podía decir semejante cosa. No podía haber encontrado nada más distinto a los diseños color pastel con los que Derek, su ex novio, solía martirizarla, ni más diferente tampoco a los sutiles vestiditos de muñeca que Dana había elegido para ella. Aquel sencillo diseño de un vivo color burdeos la había cautivado por completo. Cuando lo encontró en la tienda, se lanzó al probador, haciendo caso omiso de las protestas de su amiga y del montón de vestidos color rosa o melocotón que había insistido en que se probara. Cuando salió con él puesto tuvo la satisfacción de ver cómo Zaira y la dependienta se quedaban literalmente con la boca abierta. No solo la favorecía y le quedaba' como un guante, sino que con él se sentía como una auténtica reina.
—¡Hermoso vestido! —comentó una mujer al pasar delante de su mesa.
—Gracias, ¿no es precioso? —dijo Paula tranquilamente—. El rojo contrasta de maravilla sobre este fondo blanco y negro. ¿No le parece?
—Estaba a punto de decírselo —intervino el hombre que iba con la señora, mirando a Paula de arriba abajo. La mujer dio un respingo antes de alejarse de la mesa, siseando indignada entre dientes a su atribulado acompañante.
Paula se volvió hacia Pablo que reía a mandíbula batiente.
—¿Qué te pasa?
—Ahora mismo vas a decirme quién eres y qué has hecho con mi amiga Paula Chaves—bromeó.
—Sí, me siento como en la película La invasión de los cuerpos, aunque en versión cómica.
—Me tienes asombrado, Paula—confesó Pablo meneando la cabeza—. No te pareces en absoluto a la chica con la que cené hace dos días.
Ella reflexionó un instante.
—¿Y te, parece mal?
—No, nada de eso —dijo el joven rápidamente—. Solo que parece que alguien encendió un interruptor dentro de tí.
—¿Y se supone que eso es bueno? —replicó Paula enarcando una ceja.
Pablo sonrió y le acarició con la punta del dedo la línea de la mandíbula.
—Sí, lo es cuando hacía falta que salieras por fin a la luz, preciosa.
Ella sonrió otra vez. Si continuaban por ese camino, acabaría con agujetas en la mandíbula.
—Tengo que dar una vueltecita por la sala para hablar con los patrocinadores —dijo Pablo—. ¿Quieres venir conmigo?
—No —replicó Paula—. Ya he hablado con más desconocidos esta noche que en toda mi vida. Me quedaré mirando desde un rinconcito, para variar.
—Muy bien, princesa —dijo Pablo—. En media hora te llevaré a casa.
—Estupendo.
Pablo le acarició la mejilla y se levantó, siendo abducido de inmediato por un nutrido grupo de hombres de negocios.
Paula, por su parte, se dirigió a una de las sillas que había a los lados de la sala, deseando beber un vaso de agua fresca. Jack le parecía un tipo realmente encantador. Tras haber pasado tantos años sin andar con nadie, era una auténtica suerte que en su primera cita se hubiera topado con alguien como él. La única persona que conocía que fuera más atenta y amable era...
Pedro, por supuesto. Aunque como Pedro era su amigo, en realidad no contaba.
Una chica rubia se cruzó con ella y se le quedó mirando.
—Bonito vestido —dijo con expresión sincera. Parecía mucho más amable que las mujeres con las que había hablado a lo largo de la velada.
—Gracias —replicó con una sonrisa—. No tenía ni idea de que había que vestir en blanco o en negro.
—¿De verdad? —la mujer le devolvió una cálida sonrisa. Paula se dio cuenta de que la había visto en alguna película—. Te he estado mirando desde mi mesa, muerta de envidia, y deseando matar a mi agente por no habérsele ocurrido que viniera vestida de rojo. Todo el mundo ha estado hablando de ti, así que debes ser actriz.
—No, como crees —le explicó Paula disgustada—. Soy diseñadora.
—Eso lo explica todo —dijo la mujer—. Lo llevas escrito en la cara. ¿Cuándo presentaste la colección de otoño?
A Paula le costó un tanto entender lo que le estaba preguntando.
—¡No, te equivocas! —exclamó meneando la cabeza—. No soy diseñadora de modas, sino diseñadora gráfica. Hace mil años que no, me dedico a la moda.
—Pues deberías planteártelo. Ese vestido te sienta de maravilla... es increíble. Es como un modelo de Versace adaptado a Grace Kelly.
Paula se quedó mirando su atuendo sin saber qué decir.
—La verdad es que cuando lo compré me imaginé más bien a Audrey Hepburn con un diseño de Vera Wang —comentó divertida.
—¡Claro! —la mujer rebuscó en su bolso y le tendió una tarjeta—. ¡Eso es! Si cambias de opinión, me encantaría lucir alguno de tus diseños en la ceremonia de los Oscar del año que viene. Me gusta lucir cosas realmente originales y de buen gusto, y contigo tengo buenas vibraciones.
¿Estilista? ¿Ella?
—Eh..., por supuesto... claro. Pensaré en ello.
La mujer le dedicó una radiante sonrisa antes de perderse entre la multitud.
«Estupendo», pensó, «ahora debe venir la parte donde me caigo de la cama y me despierto».
Sin embargo, Paula no estaba soñando. Estaba plantada, en medio de una exclusiva fiesta, y en la mano tenía la tarjeta con la dirección personal de una de las más famosas actrices de Hollywood.
Le daban ganas de cantar. Se sentía como la reina del mundo. Poderosa, invencible: una mezcla entre Marilyn Monroe y Superratón. Ojalá pudieran verla los chicos de la pandilla.
De repente, las conversaciones se acallaron. Intrigada, se volvió a mirar hacia la puerta.
Hablando del rey de Roma.
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