Al cabo de unos días Pedro se dio cuenta de que su reacción en la fiesta de inauguración de la casa de Luciana, había sido exagerada. Estaba sentado en su despacho y era ya de noche. Sí, al cabo de una semana de la fiesta el tiempo transcurrido le decía que, en efecto, había exagerado lo ocurrido.
—Jefe...
—Adelante.
Se trataba de Manuel, su joven ayudante.
—Se trata de esto —dijo, entregándole varias hojas de papel.
Pedro frunció el ceño.
—¿Qué pasa con ello?
—Esta carta no tiene ningún sentido, jefe. Quiero decir, en el primer párrafo comienza a hablar de los riesgos de una fusión y en el segundo dice que hay que olvidarse de todas las cautelas y firmar mañana mismo. ¿Qué quiere decir exactamente?
Pedro se quedó mirando las cartas como si fueran serpientes vivas.
—¿Yo escribí eso?
—Lo más extraño es que me parece que ni siquiera tenemos intenciones de fusionarnos con esa compañía, creía que solo queríamos aumentar la cooperación —Manuel se aclaró la garganta—. Suelo mandar todas sus cartas, jefe, pero ésta en concreto...
—Esto... Gracias, Manuel —dijo Pedro, dejando las cartas a un lado—. No sé dónde tengo la cabeza. A propósito, ¿qué hora es? —dijo, consultando el reloj con ojos cansados—. ¿Las ocho? ¿Qué haces aquí todavía?
Manuel se encogió de hombros.
—Si usted trabaja, yo también.
—Te lo agradezco, pero, ¿estás loco o qué? —dijo Pedro, riendo. Sentía un dolor en la espalda, señal de que llevaba sentado demasiado tiempo—. Que tu jefe se esté convirtiendo en un adicto al trabajo no significa que tú tengas que seguir su ejemplo.
—Creía que estaba trabajando en algo importante —dijo Manuel—. Lleva muchos días viniendo a las siete de la mañana y quedándose hasta las nueve.
—Pues... He pasado un trimestre muy relajado y estaba poniéndome al día, pero no creo que la situación dure mucho tiempo —dijo Pedro, mirando a su ayudante con aprecio—. Y espero que respetes tu horario laboral a no ser que quedemos en otra cosa, ¿de acuerdo?
—Muy bien, como quiera, jefe —dijo Manuel, y desapareció.
Pedro suspiró, apagando su ordenador. Más le valía admitirlo. Había hecho todo lo posible por olvidar el fantasma de Paula. Había salido a correr por la playa, hecho pesas hasta la extenuación, leído hasta cansar la vista. Cualquiera cosa para no pensar en ella. Pero eso no le había protegido contra su subconsciente. Se dormía cada noche saboreando sus labios, se despertaba recordando el roce de sus cabellos, soñaba con la escena del sótano todas las noches... Y lo que era peor, cuando lograba vencer en su lucha por reprimir el deseo que sentía por ella, se veía abrumado por una sensación todavía más desconcertante. La echaba de menos.
Había tratado de no llamarla, pero sus dedos marcaron su número en muchas ocasiones sin él quererlo. Había faltado a la partida de póker, por no encontrársela, y sus movimientos se reducían a ir de su casa al despacho y del despacho a su casa. Sus únicas salidas se circunscribían a las carreras por la playa, y esto porque sabía que allí no la encontraría. No dejaba de pensar en ella, era cierto, y a pesar de ello, sabía que la relación entre ellos había cambiado, quizás definitivamente.
El único responsable de aquel cambio, por otro lado, era él, que había propuesto aquella estúpida y maldita apuesta. Ahora que todo había empezado a cambiar, no sabía en qué podía acabar aquello, lo único que sabía era que la echaba de menos y que no quería vivir sin ella.
Quizás si se sentaran a discutir el asunto... Quizás ella tendría la solución para que las cosas volvieran a su cauce. Porque él no sabía qué hacer. Primero había tratado de estar cerca de ella, y la situación había acabado en la escena del sótano. Luego se apartó de ella, y se daba cuenta de que aquello no podía seguir así.
Tenían que hablarlo. Era lo más maduro, lo que debían hacer, lo más razonable. Suspiró profundamente y descolgó el teléfono.
—¿Díga?
—¿Paula? —dijo, aclarándose la garganta—. Soy Pedro.
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
—Creí que ya no me hablarías —dijo ella, al cabo de unos instantes.
—No funciona, Paula. Necesito verte.
Otra pausa. La voz de Paula esta vez fue más profunda, como si hablara con cierta dificultad.
—Esta bien, ¿cuándo y dónde?
Pedro consultó de nuevo su reloj.
—Sigo en la oficina, pero tengo que ir a casa a cambiarme, puedo pasar a buscarte luego.
—Tengo una idea mejor —murmuró ella—. ¿Por qué no quedamos en tu casa? ¿Dentro de media hora?
Pedro suspiró. Media hora. Sí, le daba tiempo suficiente para recobrar los nervios.
—De acuerdo, a las ocho y media.
—Me alegro de que hayas llamado, Pedro—dijo ella, y él pudo oír el tono de satisfacción—. Te echaba de menos.
Pedro oyó cómo colgaba y volvió a colocar el teléfono en su sitio.
—Yo también te he echado de menos —dijo en voz alta. Si aquello salía bien, además, nunca más tendría que volver a echarla de menos.
Paula se quedó mirando el teléfono durante un minuto largo.
«Ha llegado el momento. Es ahora cuando debes decirle a Pedro lo que sientes por él».
Estaba de pie, temblando. Necesitaba un milagro.
Suspiró profundamente y se sentó a la máquina de coser. Había creado ya bastantes modelos para poner una boutique propia, se dijo, con orgullo. Sentía una gran satisfacción al haber disfrutado de algo que antes le parecía tan frívolo y que ahora encontraba desafiante y expresivo.
Recogió su última creación. Era sencilla y elegante. Se trataba de un vestido corto, de seda, azul marino, atado por delante con una cinta. Realzaba todo lo que tenía que realzar y era devastadoramente sexy. Hacía falta muchos redaños para ponérselo, pero para hacer lo que se proponía también.
Suspiró profundamente, tratando, desesperadamente de mantener la calma.
La operación seducción había comenzado. Aunque más apropiado sería llamarla misión imposible.
Pedro se había puesto una ropa cómoda y esperaba a Paula. No la dejaría hablar y no se acercaría a ella. Presentaría el problema como si se tratara de una reunión de negocios, y esperaría su respuesta. Pero lo fundamental era no tocarla, si lo lograba, saldría de aquella cita con vida. Aunque si ella se ponía uno de aquellos modelitos que últimamente diseñaba quizás pudiera ponerle encima algo que la cubriera nada más entrar y así se ahorraría aquellas visiones deliciosas y que tanto lo torturaban.
Miró el armario, ¿y si se levantaba e iba por la toalla?
Sonó el timbre y se sobresaltó.
—Tranquilo, tranquilo, no pasa nada —se dijo, y haciendo acopio de todas sus fuerzas se dirigió a la puerta.
Paula llevaba el pelo recogido y el maquillaje resaltaba sus ojos, de un brillo arrebatador. Sus labios... Pedro apartó la vista de su rostro, era lo mejor. Gracias a Dios, llevaba un abrigo... sobre un vestido peligrosamente corto... apartó la vista de sus piernas.
—Entra —dijo, nerviosamente—. ¿Quieres algo?
—Hum, un vaso de agua —dijo ella. Resultaba extraño, pero también ella parecía nerviosa. Probablemente como reacción a su propio nerviosismo y quizás recordando la última vez que se habían visto.
—¿Me das tu abrigo?
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