sábado, 24 de octubre de 2015

Desafiando Al Amor: Capítulo 23

 A las diez en punto de la mañana del domingo, Pedro estaba aspirando el suelo de su casa. Lo cual era ya bastante extraño por sí mismo. Normalmente dedicaba las mañanas de los domingos a una sola cosa, siempre la misma: dormir hasta el mediodía. Aquel domingo, sin embargo, había abierto los ojos a las seis de la mañana y no había podido volver a cerrarlos.
Amigos o no, el caso era que tenía una «cita» con Paula.
No se trataba de «salir» en el sentido estricto de salir con una mujer, claro; ya se había preocupado él de dejarlo lo suficientemente claro, se decía, aspirando la alfombra del salón. Todo formaba parte de un plan cuidadosamente ideado. Ella iría a su casa, los dos disfrutarían de todas sus actividades favoritas y así Paula tomaría buena cuenta de lo maravillosa que era la vida que llevaba antes de decidirse a ganar la estúpida apuesta. Recordaría lo feliz que era antes de cambiar de imagen, de conocer a Pablo, antes de que él hubiera abierto su enorme bocota; y dejaría la busca y captura de hombres para mejor ocasión, volvería a su antiguo estilo de vestir y las cosas volverían a su cauce.
Pedro desenchufó la aspiradora y fue a buscar un plumero para quitar el polvo. Ojalá pudieran recuperar lo que siempre habían tenido.
Lo cierto era que la noche anterior había sentido pánico, verdadero pánico al verla con aquel vestido rojo de satén. Un pánico seguido de auténtico deseo sexual, deseo que no se había disipado tras recordarse quién era en realidad aquella mujer, un recordatorio al que había tenido que recurrir varias veces durante el resto de la noche. Al verla salir con Pablo, le dieron ganas de estrangular a alguien. Salió tras ellos con la idea, completamente falsa, de «protegerla». Si Pablo tuviera la mitad de las hormonas de un hombre normal, habría hecho todo lo posible por llevarse a Paula a la cama. Él al menos lo habría hecho, se dijo, limpiando nerviosamente el polvo de la estantería.
Guardó la aspiradora y fue a buscar limpia cristales y unos trapos para limpiar los cristales. El problema era que, por muy buena idea que fuera aquel asunto de la «cita», Pedro no estaba seguro de si sabría salir adelante con él. Su cuerpo empezaba a controlar su mente, y su conciencia... aunque, en realidad, su conciencia siempre llegaba dos minutos tarde como para ser de utilidad.
Había deseado a Paula. Aquel beso había sido una absoluta sorpresa justo cuando él más tranquilo se encontraba. Paula, seguramente, se había quedado muy sorprendida, pero él no se había quedado el tiempo suficiente para comprobarlo.
Guardó los artículos de limpieza y se dejó caer en el sofá.
Muy bien, era obvio que ambos sentían aquella extraña atracción. Conocía demasiado bien a las mujeres como para no darse cuenta del extraño brillo de su mirada, de su ligero sonrojo, de cómo se le había acelerado el pulso. Pero también sabía que aquella reacción se debía a que hacía muchos años que no la besaban. Solo se trataba de una vuelta al mundo de la sensualidad. Sin embargo, aquella idea solo le servía a él para sentir aún mayor deseo, pues no podía dejar de pensar en cuánto podía enseñarla.
Pero tenía que controlarse. Por varias razones:
Uno. Ella no sentía hacia él los mismos sentimientos, era obvio, en caso contrario lo habría invitado a quedarse en su casa.
Dos. Ella era nueva en el mundo de la sensualidad, lo que la hacía doblemente peligrosa: porque no sabía controlarse y no conocía su propio poder.
Tres. Él sí sabía cómo controlarse... y sabía que ella podía resultar letal.
De modo que, ¿cuál era la respuesta?
La respuesta era la siguiente: no podía tocarla siquiera, no podía hacer nada que pudiera conducir a «algo».
Sabía muy bien lo que hacía, por supuesto, se dijo, sintiéndose mejor que nunca desde que aquella estúpida apuesta comenzara a arruinar su vida poco a poco. Ninguna mujer había llegado a tentarle lo bastante como para que él diera la espalda a una amistad y mucho menos a una amistad tan importante como aquella.
—¿Pedro?
Era Paula, que llamaba desde la escalera.
—Sube.
Todo estaba en orden y bajo control. Por fin. Paula entró cargada de bolsas y con dos blocs de dibujo.
—¡Pedro, no puedes imaginar lo que pasó!
—Tienes razón, no puedo —dijo Pedro, volvía a ser el de siempre.
—He sido tocada por una varita mágica o algo por el estilo—dijo ella, dejando los blocs de dibujo sobre la mesa y abriéndolos. Los dibujos eran increíbles, aunque eran todos diseños de moda cuando lo que ella solía hacer eran diseños para empresas o imaginativos logotipos. Aquellos dibujos poseían una vitalidad insospechada.
—La verdad es que me parecen muy buenos —dijo Pedro—. ¿Qué pasó?
—Pues... bueno, no es necesario entrar en los porqués —dijo ella apartando la vista—, pero por fin descubrí lo que fallaba. Lo único que había hecho hasta ahora era seguir las indicaciones de Facundo, o los deseos de Luciana o de Zaira. Pero en cuanto supe realmente lo que quería, ¡Fué magnífico! No me gustan los volantes y odio los colores pastel —dijo con entusiasmo—. Se puede ser sencillo y cómodo y al mismo tiempo resultar atractivo.
Pedro se echó a reír ante tanta energía.
—Sería muy interesante verlo.
—¡Espera, puedo enseñarte algo! —rebuscó en una de las bolsas y luego en otra y en otra. Pedro observó divertido cómo su inmaculado cuarto de estar se iba llenando de ropa aquí y allá—. Desempolvé la máquina de coser que tenía en el colegio y me puse a confeccionar un par de muestras.
Pedro miró a su alrededor, sorprendido deja cantidad de prendas de ropa que había a su alrededor.
—¿A qué hora te fuiste a la cama? —dijo, examinando lo que parecía una falda.
—¿Eh? Bueno, todavía no lo he hecho. Me bañé y me cambie antes de salir —dijo, y sin más preámbulos se quitó la camiseta.
—¡Eh! —exclamó él, pero antes de que pudiera detenerla, Paula se había desabotonado los jeans y había empezado a bajárselos antes de que tuviera tiempo de llegar hasta ella—. ¿Qué haces?
—Quería enseñarte lo que hice. Me cuesta creer que soy yo la que va a decirlo, pero me parecen increíblemente sexys. Tienes que verlo.
—No —dijo Pedro, tratando, desesperadamente, de contener la sensación que se le acumulaba en la entrepierna. Verla en braguitas y sujetador deliciosamente blancos era ya bastante sexy de por sí.
—Quiero decir, ¿por qué no te cambias en el baño?
Paula se echó a reír.
—¿Has visto la cantidad de ropa que traje? Si tuviera que ir al baño a cambiarme, no acabaría nunca —se quitó los jeans de una patada y buscó un modelito azul—. Bueno, vamos a ver, ¿dónde está la parte de arriba de esto?

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