Antes de que pudiera responder, Pedro la tomó en sus brazos y la sujetó con fuerza. Si ella hubiera tenido sentido común lo habría apartado. Pero aquel abrazo llenaba el vacío de su alma. En los brazos de Pedro todo parecía ir bien. No había nadie en el mundo excepto ellos dos.
–No es demasiado tarde.
Ella no quería pensar en el futuro. Quería sentir.
Lo miró a los ojos y vio la pasión y el amor. Olvidó a Lucas. A su familia. Sus obligaciones. Sólo deseaba a Pedro.
Como si él le hubiera leído la mente, inclinó la cabeza para besarla. Su beso fue un poco vacilante, como si no estuviera seguro de que ella fuese real. Pero cuando ella le rodeó el cuello con los brazos y presionó los senos contra su musculoso pecho, él la rodeó por la cintura y la apretó contra él.
El segundo beso no fue nada delicado. Era la culminación de cuatro años de espera. Una explosión de deseo se propagó por el interior de Paula, debilitándola hasta los huesos.
Pedro dejó escapar un gemido, como si estuviera muerto de hambre, y le introdujo la lengua en la boca, explorando vorazmente sus cavidades. Con un prolongado jadeo, ella se rindió a la pasión.
Entonces él la levantó en brazos y la tumbó en el manto de hierba. Se colocó encima y la cubrió con su cuerpo. Mientras se quitaba la camisa parecía saborear cada detalle: el olor a rosas de sus cabellos, la suavidad de su piel, los rizos enmarcándole el rostro…
Ella se humedeció los labios y deslizó las manos por los muslos de Pedro hasta su vientre.
–Siempre he deseado esto.
Pedro no necesitó más estímulos. La besó desde los labios hasta la base del cuello, mientras ella le hundía los dedos en la espalda. Le desabrochó hábilmente los botones de la pechera y le abrió el corpiño. Bajo la camisa de seda se marcaban los endurecidos pezones.
Ávidamente, descendió hasta uno de los pechos y tomó el pezón con la boca a través de la delicada tela. Ella se arqueó y le entrelazó los dedos en sus cabellos.
–Pedro–susurró, con una voz casi irreconocible por el anhelo.
Él le cubrió los pechos de besos, haciendo que sus jadeos fueran una débil exhalación entre sus dientes apretados. Deslizó una mano por debajo de la falda y le agarró las nalgas. Una ola de calor la recorrió y le hizo presionar las caderas contra la erección de Pedro.
Él tiró de los cordones de las enaguas y llevó la mano hasta su fuente de humedad. Cuando la tocó en el palpitante vértice, ella echó la cabeza hacia atrás.
–¿Qué me estás haciendo?
–¿Te gusta?
–Sí.
–¿Quieres más?
–Sí.
Él se quitó las botas y los pantalones. Entonces le subió la falda hasta la cintura y se posicionó para penetrarla.
–Te quiero.
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