Paula lo miró como si le hubiera dicho que tenían que matar a alguien.
—Hum, no importa. No, prefiero que no te lo quites —dijo él, balbuceando—. Tengo que decirte unas cuantas cosas y prefiero que no me interrumpas.
Paula escuchó con atención, mordiéndose el labio inferior. Pedro se dijo que pequeños gestos como aquel no podían distraerlo.
—Paula, hemos... —comenzó, y se detuvo—. Lo que quiero decir es que... —«Venga, Pedro, decídete ya—». Nos hemos besado, Paula. Mucho.
Paula se lo quedó mirando, luego se echó a reír.
—Eso ya lo sé. Estaba ahí, ¿recuerdas?
Su risa ayudó a relajar la tensión del momento.
—Parece que me olvido con quién estoy hablando. Paula, de verdad que tengo que hablar contigo...
—¿Qué es lo que quieres decirme exactamente?
A Pedro se le quedó en blanco la mente por un instante.
—Yo... bueno, supongo que olvidé que eras tú cuando te besaba.
Paula hizo una mueca.
—Eso no me ha quedado bien —dijo Pedro—. Deja que lo intente otra vez. Quiero decir, sé que eras tú, pero tiendo a olvidar lo que tú... conllevas.
—Y besarme, ¿qué conlleva?
Pedro sonrió.
—Lo que quiero decir es... desde que has cambiado de aspecto, me cuesta tratarte como a una amiga y ahí está el problema. Tu aspecto, durante todos estos días, me ha hecho olvidar quién eres. He olvidado que eres Paula, pero como eres Paula pues... en fin, ya sabes lo que quiero decir.
—Pues no estoy segura.
¿Cuánto iba a durar aquella agonía?, se preguntó Pedro.
—Quiero decir que no debería hacerte nada parecido a lo que te he hecho. Tú eres especial, Paula... —explicó—. Eres especial tal como eres.
Paula suspiró y sin decir una palabra se levantó y se dirigió al dormitorio de Pedro.
Él parpadeó, perplejo. Todo marchaba peor de lo que esperaba.
La siguió.
—¿Estás bien?
Paula había tirado el abrigo en el suelo y revolvía entre los cajones de la cómoda. ¿Qué demonios llevaba puesto?, se preguntó Pedro.
Dejó de respirar. Oh, Dios. Llevaba un vestidito azul de seda. Era más corto por los muslos que en la entrepierna, donde ya era muy corto y estaba cerrado por delante con una cinta que pedía a gritos «desátame». Paula dio media vuelta y lo miró. Sus ojos eran grandes y brillaban como perlas oscuras.
—¿Tienes alguna sudadera? —preguntó.
Pedro se aclaró la garganta.
—¿El qué?
—Una sudadera —repitió ella, sonrojándose. Un sonrojo que cubría la mayor parte de su cuerpo... y bien podía decirlo él, que veía, en efecto, la mayor parte de él—. ¿No tienes una sudadera, un chándal?
A Pedro se le secó la boca. Trató de mirar a todas partes, a la vez, mientras el pulso se le aceleraba.
Paula volvió a rebuscar en los cajones.
—Mira, la verdad es que me siento muy estúpida al respecto. Tendría que haberlo sabido... Oh, no he sido más que una beep. Sí, claro, yo he cambiado mucho, pero nosotros siempre hemos sido amigos. Supongo que comenzaba a creerme mi propia publicidad, la «transformación» y todas esas cosas, pero no, sigo siendo la misma de siempre. Ya se sabe, los problemas comienzan cuando empiezas a creer lo que dicen de tí...
Pedro apenas la escuchaba. Se daba cuenta de que decía algo que no la dejaba bien parada, pero no podía entender lo que decía. Una parte de él quería consolarla, pero otra parte había comenzado a cambiar.
—Lo unico que quiero es ponerme una ropa cómoda y tumbarme a ver la televisión hasta que me olvide de todo este... ¡eh!
Pedro se había acercado a ella y la había tomado por la cadera.
Con impaciencia, le quitó la cinta del pelo, que cayó suelto a ambos lados de la cabeza y antes de que ella pudiera quejarse, la besó en la boca. Sabía a fruta tropical. Dulce, deliciosa, exótica. Y él se dio un festín.
—Lo intenté, maldita sea —dijo él entre dientes—. Lo intenté.
—Esta vez sí sabes quién soy —dijo Paula, con la respiración entrecortada.
—Eres la mujer a quien me he dicho que no podía desear, pero a la que necesito como el aire que respiro. Eres mi droga —dijo Pedro, con una mirada brillante y feroz—. Eres la mujer a la que esta noche voy a hacer perder el control, ¿satisfecha?
Paula comenzó a asentir.
—Bueno, todavía no —dijo—, pero creo que lo estaré.
Aquello era justo lo que necesitaba, se dijo. Devolvió el beso con una intensidad de a que no sabía que era capaz. Enredó los dedos en su pelo castaño. Cayeron sobre la cama y se rió, disfrutando del momento.
Pedro también se rió.
—Muy bien —dijo—, creo que he esperado durante demasiado tiempo este momento como para precipitarme ahora.
—Ten cuidado —dijo ella con una mirada seductora—. No eres la única persona capaz de hacer perder el control a alguien —concluyó, besándolo en la barbilla.
Pedro enarcó las cejas con gesto divertido ante aquel desafío y le acarició el cabello y el rostro con la misma atención de un hombre ciego que quisiera aprehender cada uno de sus rasgos y retenerlos en su memoria.
—Eres hermosa —dijo, con voz grave—. No lo dudes nunca.
Por sus ojos ella se sentía hermosa. Le temblaban las manos al desabrocharle la camisa, la emoción de ver su cuerpo descubriéndose ante ella era indescriptible, se pasó un minuto contemplando su ancho y hermoso pecho. Luego deslizó por él los dedos, moviéndose con dulzura, sintiendo cómo los músculos se tensaban bajo sus manos impacientes.
Pedro esbozó la maliciosa y seductora sonrisa que encendía en ella hogueras de pasión.
—Ahora me toca a mí —murmuró él y tiró de los extremos de la cinta que cerraba el vestido. Luego le bajó los tirantes—. Este vestido me gusta mucho, creo que tienes que ponértelo más veces, sobre todo para recibirme.
—Bueno, ya sabes lo que pasa... mañana me toca lavar la ropa sucia y no tenía otra cosa que ponerme.
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