–Desde luego –la tomó por el codo y la condujo a la puerta. Se detuvo un momento para agarrar un viejo sombrero de un gancho y se lo puso a ella en la cabeza–. Para proteger tu delicada piel blanca. Apuesto a que no ha recibido el sol en cuatro años.
–El sol no favorece a las damas –dijo ella, tocándose la mejilla.
–Esa abuela tuya tiene un montón de reglas. ¿Nunca te has cansado de acatarlas todas?
–Se supone que tengo que cumplirlas.
Pedro abrió la puerta y la sacó al exterior, bajo un sol radiante.
–Bueno, pues hoy vas a hacer unas cuantas cosas que no deberías.
Ella pareció dudar.
–¿De qué estás hablando?
–De montar. ¿En qué estabas pensando?
A Pedro le encantaba ver cómo el color encendía las mejillas de Paula cuando se ponía nerviosa.
Y la verdad era que se pondría tan roja como un tomate si supiera lo que él estaba pensando. Visitar el Double H era lo último que quería hacer con ella. Si de él dependiera, la encerraría en casa y le haría el amor toda la tarde.
Pero tenía que ocultar sus pensamientos. Paula era muy asustadiza y propensa a salir corriendo. Hacía falta más tiempo.
Ella tenía que comprender que su vida estaba en un rancho de Texas. Una vez que se hubiera redescubierto a sí misma, encontraría el modo de volver con él.
–Te gustará el caballo que he escogido para tí –le dijo.
Cuando Paula vio a la yegua, la melancolía de sus ojos dejó paso a un brillo de gozo.
–¿Cómo se llama?
–Rosie.
Paula se acercó al animal y le acarició el hocico.
–Es preciosa.
Pedro desató las riendas y se las tendió.
–Aún sabes montar, ¿verdad?
–Mírame –a pesar de su falda, se aupó a la silla como si hubiera nacido en una.
Rápidamente, Pedro tomó sus propias riendas y subió a la silla.
–¿Recuerdas el gran roble que hay junto al estanque?
–Claro.
–Hagamos una carrera.
Ella lo miró con una ceja arqueada.
–Hace años que no hago una carrera.
–Supongo que se te ha olvidado –dijo él negando con la cabeza, fingiendo una expresión de tristeza.
Un brillo de desafío se encendió en los delicados rasgos de Paula.
–Siempre conseguía ganarte.
–Eso era hace cuatro años –replicó él–. Ahora te falta práctica.
–No cuentes con ello, Pedro –mientras hablaba, espoleó al caballo para salir al galope. En cuestión de segundos, la yegua y ella volaban como un rayo hacia los árboles que bordeaban el estanque.
–Eso es exactamente con lo que cuento –murmuró él, y salió tras ella.
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