jueves, 22 de octubre de 2015

Desafiando Al Amor: Capítulo 20

 Se volvió después hacia Pablo: el soltero más deseado de América estaba esperando para llevarla a su casa. Y precisamente aquella noche se sentía capaz de cualquier cosa.
—Sí, vámonos —dijo, tomandolo por el brazo—. Mañana nos vemos, chicos.
Sus amigos silbaron como posesos, convirtiendo en un auténtico espectáculo su salida, iluminado además con las luces de mil flashes y coreado con los aplausos de los invitados.
A Paula le costó un gran esfuerzo no volverse a mirar a sus amigos. Media hora más tarde, cuando llegaron por fin a su casa, aún estaba bajo los efectos de aquel subidón de adrenalina.
—No sé cómo agradecértelo, Pablo —empezó conmovida.
—¿Agradecerme qué? Fuiste tú la que me hiciste un favor, ¿ya no te acuerdas? Además, tengo que reconocer que hacía siglos que no me la pasaba tan bien como hoy.
—Tú no lo entiendes —dijo Paula meneando la cabeza. Por primera vez en su vida se había sentido... hermosa. No le había importado lo que los demás pensaran de ella. Se había sentido como una auténtica mujer de los pies a la cabeza. ¿Cómo podía entender un hombre que una mujer nunca olvida la primera vez que se siente como tal?
—Lo único que sé es que estabas preciosa. Has sido la sensación del baile —Pablo la miró durante un largo instante—. Aquí estamos otra vez, y esta no es nuestra primera cita... —apuntó seductor.
La euforia dio paso a una punzada de pánico. ¿Qué hacer? De repente, recordó que había sido la reina de la noche, hermosa y segura de sí misma, atrevida y capaz de cualquier cosa. ¿Por qué no probar de una vez por todas si Pablo era el Hombre Perfecto? Respiró hondo y cerró los ojos: al instante siguiente, Pablo se agachó para besarla.
Esperó un momento.
Y no sintió absolutamente nada.
Cuando él se separó, abrió los ojos.
—Así que ya está, ¿no? —preguntó muy seria.
—Si preguntas eso, quiere decir que no lo he hecho muy bien —replicó Pablo sonriendo, y agachándose volvió a besarla. En aquella ocasión el beso fue más insistente, pero, aún así, siguió pareciéndole a Paula más una muestra de afecto que de pasión.
No era justo: allí estaba ella, siendo besada por un hombre atractivo, encantador y, aparentemente, más que interesado por ella. ¡Y no lograba sentir lo más mínimo por él!
Pablo se separó por fin y escrutó su rostro.
—¿Qué tal ahora? ¿Mejor?
—Creo que estoy demasiado agotada para sentir nada —se disculpó Paula torpemente—. Ha sido una noche muy larga.
—Sí, han pasado muchas cosas —convino él con una adorable sonrisa—. Está bien, preciosa. Me marcho: te llamaré esta semana a ver si te apetece hacer algo.
—Muy bien —contestó. Pero, ¿le apetecía realmente verlo? Aunque se había divertido a su lado, empezaban a hacérsele pesadas aquellas citas. Lo despidió con la mano desde la puerta de su casa,
No acababa de comprender qué le estaba pasando, y eso empeoraba el problema. Aunque no tenía mucha experiencia con los hombres en lo que a la parte física se refería, estaba casi segura de que lo que acababa de ocurrir no auguraba nada bueno en ese terreno ¡Santo cielo! ¡Si hasta la batería de un coche generaba más chispa que la que se había producido entre ellos!
Estaba a punto de cerrar la puerta tras ella cuando oyó unos pasos sobre la gravilla del sendero. Tímidamente asomó la cabeza, rezando para que no fuera Pablo.
Pero fue Pedro el que le dedicó la mejor de sus sonrisas al otro lado de la puerta.
—¡Menos mal! ¡Qué bien que no te has acostado!
—¿Qué haces aquí? —le preguntó asombrada.
—Esto... —hizo una pausa frunciendo el entrecejo—. ¿Me creerías si te digo que vengo a buscar la chaqueta que te presté ayer?
—Si eso es lo único que se te ocurre... —respondió Paula sarcástica.
—Entonces si vengo por eso.
—Vamos, pasa —le invitó, abriéndole la puerta—. Puede que me venga bien hablar contigo.
Pedro entró en la casa y se dejó caer en un sillón, desde donde se la quedó mirando de arriba abajo.
—Bonito vestido, pero algo escaso —comentó con una sonrisa.
Aquel comentario tuvo la virtud de acelerarle el pulso.
—Muchas gracias. La verdad es que me gusta mucho.
—Los dejaste con el ojo cuadrado, nena.
—Y eso es algo que les tengo que agradecer a tí y a los chicos —se echó a reír al recordar la cara de asombro de Nora Sheffield—. ¿Qué hicieron por fin? ¿Disfrutaron del fin de la fiesta o la señora Sheffield los echo a patadas?
—Yo me fui enseguida; los chicos se quedaron —le explicó Pedro—. Antes de eso, Nora intentó contratarnos para la Gala de Navidad —se quitó la corbata con un suspiro de alivio y se desabrochó el botón de la camisa—. ¡Dios, cómo odio las corbatas!
—Pues eso no es nada —comentó Paula incómoda. Se sentía llena de energía y el vestido le molestaba enormemente—. Esto es como si llevara la más incómoda corbata desde el cuello hasta las rodillas. Por no mencionar lo que me aprieta la ropa interior... me parece que se ya hasta se me incrusto. Creo que voy a tener que llamar a un equipo de especialistas para que me la saquen.
—Me encanta esa idea.
—Vamos, por favor, bájame la cremallera —le suplicó poniéndose de espaldas delante de él.
Por un momento le pareció que se había quedado dormido, de tanto que tardaba en hacerlo.
—¿Cómo se baja esta cosa? —preguntó por fin con voz entrecortada.
—No lo sé. Zaira me ayudó. Esa mujer podría tener una maestría en ese tipo de habilidades... —Paula  se interrumpió bruscamente al darse cuenta de que Pedro le había bajado del todo la cremallera. El corazón empezó a latirle al triple de la velocidad normal.
—¿Mejor? —preguntó Pedro.
Paula tragó saliva y asintió con un gesto.
—¿Necesitas más ayuda?
Ella miró por encima del hombro y sorprendió la mirada de él fija en el tirante de su sujetador.
—No... no... —se mordió el labio, confusa y turbada—. Ya puedo arreglármelas...
Se precipitó hacia su dormitorio antes de que Pedro se diera cuenta de lo que le estaba pasando. El no sabía que la espalda y el cuello eran dos de las más sensibles partes de su cuerpo, dos auténticas zonas erógenas. Siempre la había sorprendido, casi molestado, el torbellino de sensaciones que despertaba cualquier roce casual en las mismas. Sin, embargo, estaba segura de que Pedro no la había tocado a propósito.
Pero, ¿en qué diablos estaba pensando? No iba a dejarse a arrastrar por un sentimiento estúpido e infantil. Rápidamente se quitó la ropa que llevaba y la arrojó al cesto de la ropa sucia. Se puso una amplia camiseta y unos cómodos pantalones cortos, aspiró profundamente varias veces y, algo más calmada, volvió al salón.
—¿De qué quieres que hablemos? —le preguntó Pedro. Se había servido un vaso de agua y parecía bastante más relajado.
—Estoy hecha un desastre, Pedro —confesó la joven dejándose caer a su lado.
—¿Y eso por qué, ángel?
 Ella se recostó en el respaldo, y se quedó mirando el techo.
—Todo era mucho más sencillo antes de que empezáramos con este relajo de la apuesta. Realmente creía que era feliz con la vida que tenía.

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