—Prepararé café mientras tú arreglas el desastre causado por tu amante —él había percibido la desesperación en su voz—. Después te prometo que me marcharé.
—Diego no es mi amante —ni mucho menos, pensó mientras le sacudía una oleada de repulsión—. Ni siquiera es un amigo —admitió—. Cenar con un grupo de conocidos parecía más seguro que…
—Pasar la noche conmigo —Pedro terminó la frase mientras la observaba sonrojarse y sintió de nuevo la necesidad de protegerla.
Paula Chaves era famosa por ser una sofisticada mujer de mundo, la princesa de hielo, que atraía a numerosos amantes. Pero la mujer que tenía ante él le recordaba a una niña asustada y tuvo que contenerse para no abrazarla mientras la seguía por el pasillo hasta la cocina.
—¡Un café y luego te vas!—dijo ella, incapaz de evitar el temblor de su voz mientras llenaba la cafetera de agua y buscaba las tazas en el armario. Una de ellas se cayó al suelo y se hizo añicos. Ella soltó un grito y se arrodilló para recoger los trozos.
—Déjalo.
Ella dió un respingo. Pedro percibió sus lágrimas y se le encogió el estómago.
—Arréglate un poco —le dijo dulcemente mientras la ayudaba a ponerse en pie y le quitaba el carmín de la mejilla con el pulgar.
Desde el momento en que la vio acorralada por aquel patán borracho, él sólo pudo pensar en el asesinato. No entendía de dónde le salía esa obsesión posesiva, esa necesidad de cuidarla. Apenas la conocía, se recordó impacientemente mientras la empujaba suavemente fuera de la cocina. El sentido común le advertía de que Paula era sinónimo de problemas. Pero durante los dos últimos meses había sido incapaz de olvidarla, e incluso en esos momentos, cuando estaba demacrada y tremendamente vulnerable, él la deseaba más que a ninguna otra mujer.
Paula entró en el cuarto de baño y echó el cerrojo. Se sentía sucia y mancillada y con rápidos, casi desesperados, movimientos, se arrancó la ropa y se duchó. Se frotó todo el cuerpo mientras escuchaba los sonidos provenientes de la cocina. De repente era como si volviera a tener quince años y escuchara el sonido de las pisadas de su padrastro junto a la puerta del cuarto de baño, al acecho. Siempre tenía una buena excusa, pero ella sentía escalofríos al recordar su malévola sonrisa y la forma en que la miraba cuando huía hacia su dormitorio. Todo eso tenía que acabar, se dijo mientras salía de la ducha y se envolvía en una toalla. Ya no tenía quince años, tenía veinticinco. Era una mujer adulta y de éxito y nadie podía hacerle daño, sobre todo el segundo marido de su madre, Gerardo Stone.
—«Eres tan bonita, Pau. Y ya no eres ninguna niña. Me he dado cuenta de que te estás convirtiendo en una mujer».
—«Cállate, Gerardo, o se lo diré a mamá».
—«¿Decirle el qué, Pau? Sólo digo que te estás poniendo preciosa. Apuesto que a muchos hombres les gusta mirarte. A mí me gusta».
¡No! Paula se miró en el espejo con gesto repulsivo ante el recuerdo de su padrastro. Gerardo pertenecía al pasado. No le había vuelto a ver desde que ella se marchó de casa a los diecisiete años. Las sucias insinuaciones sexuales de su padrastro la ponían enferma y cuando empezó a tocarle el muslo, o a darle un cachete en el trasero, supo que tenía que irse. Confiarse a su madre nunca fue una opción. Tras años de depresión por culpa de su primer matrimonio, Alejandra era al fin feliz, y Paula era incapaz de arruinar su felicidad. Por eso guardó silencio y aseguró a Alejandra que se marchaba para compartir piso con unos amigos. El matrimonio entre su madre y Gerardo terminó por romperse. Ella nunca supo el motivo. Ni lo había preguntado. A pesar de las súplicas de Alejandra, ella se negó a volver a una casa que había llegado a odiar. Tenía una nueva vida, ganaba mucho dinero y se había jurado solemnemente no perder nunca su independencia por nadie.
—Paula, el café se enfría —la voz de Pedro sonó al otro lado de la puerta del cuarto de baño con un tono de preocupación.
—Está bien, ya voy —el grueso albornoz le llegaba por debajo de las rodillas y ocultaba sus formas.
Ella no quería que hubiese ningún posible malentendido. Lo único que iba a ofrecerle a Pedro era un café. Era el hombre más maravilloso, sexy y carismático que ella hubiese conocido jamás, y ella aún no se había recuperado de su propia reacción ante su beso. Pero prevenir era curar, y ella estaba decidida a que no volviese a suceder.
jueves, 31 de octubre de 2019
Desafío: Capítulo 15
De inmediato ella se vió transportada en el tiempo. Pero en lugar de Diego, era su padrastro el que la empujaba contra la pared mientras se reía de ella por su intento de evitar que la tocara.
—Diego, ¡Suéltame! Déjame en paz —presa del pánico y de una creciente claustrofobia, ella soltó un alarido y le dió una bofetada.
—Maldita zorra, ¿Por qué has hecho eso? —Diego se echó atrás—. Todo el mundo dice que eres una furcia frígida y ahora sé por qué —pero su sonrisa se esfumó al sentir una mano sobre el hombro.
—¿Necesitas ayuda, Paula?
Pedro apareció ante ella, sus oscuros ojos fríos y crueles relampagueaban mientras agarraba a Diego por el brazo y lo inmovilizaba con insultante facilidad. Paula hubiera querido quitarle hierro al asunto, pero en su lugar, asintió a modo de contestación. Ella sentía una mezcla de vergüenza y pánico. Se dijo que no habría pasado nada. Estaban en la entrada de un famoso restaurante y Diego no habría podido hacerle daño… forzarla.
—¿Llamo a la policía? —preguntó el gerente del restaurante a Pedro.
—¡No! —los ojos de Paula suplicaban. Sería carne fresca para la prensa y ella no soportaría la humillación de leer las mentiras sobre su supuesta relación con Jack en los periódicos del día siguiente.
—No creo que sea necesario —contestó Pedro sin dejar de contemplar el pálido rostro de Paula—. Le dejaré que se ocupe de él —desvió la mirada hacia Diego, cuya fanfarronería había desaparecido y que se tambaleaba sobre sus pies—. ¿Hay otra salida? Parece que toda la prensa mundial ha acampado ahí fuera.
—Pueden salir por la cocina —dijo el gerente enseguida—. Por aquí.
—Está bien. Puedo cuidar de mí misma —murmuró Paula mientras dirigía la mirada de Pedro a la preciosa pelirroja que estaba estupefacta por la escena.
—¿De verdad quieres salir ahí fuera? —él señaló hacia la puerta del restaurante donde se agolpaban los fotógrafos—. ¿Con ese aspecto?
Antes de que ella pudiera contestar, él la obligó a darse la vuelta y entonces vió su imagen en el espejo. El moño estaba deshecho, el carmín esparcido por toda su cara, pero sobre todo, su mirada era salvaje, y brillante, y delataba que estaba al borde del colapso.
—La prensa haría su agosto —dijo Pedro mientras buscaba su móvil—. Le pediré a mi chófer que se reúna con nosotros en la parte trasera.
Ella no tenía otra alternativa que la de obedecer y seguir a Pedro hacia la salida a través de la cocina. Al girarse lo vió hablar con su acompañante. ¿Qué estaría pensando la otra mujer? Paula se mordió el labio inferior y siguió al gerente por la puerta de atrás hasta un estrecho callejón lleno de cubos de basura. Se sentía tan avergonzada que quería morirse y era incapaz de mirar a Pedro o a su amiga.
—Realmente no hay necesidad de que interrumpas tu velada —murmuró ella— . Basta con decirle al chófer que me deje en la calle principal y llamaré a un taxi.
—No hay problema —contestó la compañera de Pedro—. De todos modos, le prometí a mi marido que estaría de vuelta a medianoche —añadió con una sonrisa—. Y no queremos que se altere, ¿Verdad, Pedro?
—Desde luego que no. Por muy amigo mío que sea, creo que Marcos me zurraría si no te devuelvo sana y salva, y a la hora —contestó con un brillo de diversión en la mirada ante la evidente confusión de Paula—. Paula, quiero presentarte a Lara Sotiriou. Su marido y yo fuimos juntos al colegio y tuve la suerte de convencerle de que me prestara a su mujer esta noche.
—Sí, el ballet ha sido maravilloso. Es una pena que ya estuvieras comprometida —dijo Lara amablemente. El coche se paró frente a unas casas georgianas y ella besó a Pedro en la mejilla—. Los invito a un café. A mi marido le encantaría conocerte —añadió mientras sonreía a Paula.
—Puede que en otro momento —contestó Pedro—. Tengo que llevar a Paula a su casa.
Paula abrió la boca para decirle que él no era responsable de ella, pero luego recordó su horrible aspecto y cambió de idea. Para ser sincera, ansiaba volver al refugio de su departamento. El incidente con Diego había sido más desagradable que traumático, pero le había recordado a su padrastro, que todavía tenía el poder de alterarla a pesar del tiempo transcurrido. Durante el trayecto de veinte minutos, ella se mantuvo en silencio y en tensión mientras esperaba a que Pedro hiciera algún comentario sobre haberle mentido. Pero él no dijo nada.
—Gracias por traerme y… por todo —ese todo incluía rescatarla de Diego Bailey.
—Te acompaño.
—No hace falta.
Ella empezaba a reaccionar y no pudo evitar un escalofrío. Pedro se puso rígido. ¿Tenía ella idea de lo vulnerable que parecía? Sus ojos estaban muy abiertos, con una expresión herida. Él apoyó una mano suavemente en su hombro para guiarla hacia el portal y percibió su respingo. Esperaba que Paula no le creyera capaz de saltar sobre ella como había hecho aquel borracho. La sospecha bastó para que él retirara la mano y se contentara con seguirla de cerca hasta su piso. Al llegar a la puerta ella se detuvo y él le quitó las llaves de las temblorosas manos.
—Pedro…
—Diego, ¡Suéltame! Déjame en paz —presa del pánico y de una creciente claustrofobia, ella soltó un alarido y le dió una bofetada.
—Maldita zorra, ¿Por qué has hecho eso? —Diego se echó atrás—. Todo el mundo dice que eres una furcia frígida y ahora sé por qué —pero su sonrisa se esfumó al sentir una mano sobre el hombro.
—¿Necesitas ayuda, Paula?
Pedro apareció ante ella, sus oscuros ojos fríos y crueles relampagueaban mientras agarraba a Diego por el brazo y lo inmovilizaba con insultante facilidad. Paula hubiera querido quitarle hierro al asunto, pero en su lugar, asintió a modo de contestación. Ella sentía una mezcla de vergüenza y pánico. Se dijo que no habría pasado nada. Estaban en la entrada de un famoso restaurante y Diego no habría podido hacerle daño… forzarla.
—¿Llamo a la policía? —preguntó el gerente del restaurante a Pedro.
—¡No! —los ojos de Paula suplicaban. Sería carne fresca para la prensa y ella no soportaría la humillación de leer las mentiras sobre su supuesta relación con Jack en los periódicos del día siguiente.
—No creo que sea necesario —contestó Pedro sin dejar de contemplar el pálido rostro de Paula—. Le dejaré que se ocupe de él —desvió la mirada hacia Diego, cuya fanfarronería había desaparecido y que se tambaleaba sobre sus pies—. ¿Hay otra salida? Parece que toda la prensa mundial ha acampado ahí fuera.
—Pueden salir por la cocina —dijo el gerente enseguida—. Por aquí.
—Está bien. Puedo cuidar de mí misma —murmuró Paula mientras dirigía la mirada de Pedro a la preciosa pelirroja que estaba estupefacta por la escena.
—¿De verdad quieres salir ahí fuera? —él señaló hacia la puerta del restaurante donde se agolpaban los fotógrafos—. ¿Con ese aspecto?
Antes de que ella pudiera contestar, él la obligó a darse la vuelta y entonces vió su imagen en el espejo. El moño estaba deshecho, el carmín esparcido por toda su cara, pero sobre todo, su mirada era salvaje, y brillante, y delataba que estaba al borde del colapso.
—La prensa haría su agosto —dijo Pedro mientras buscaba su móvil—. Le pediré a mi chófer que se reúna con nosotros en la parte trasera.
Ella no tenía otra alternativa que la de obedecer y seguir a Pedro hacia la salida a través de la cocina. Al girarse lo vió hablar con su acompañante. ¿Qué estaría pensando la otra mujer? Paula se mordió el labio inferior y siguió al gerente por la puerta de atrás hasta un estrecho callejón lleno de cubos de basura. Se sentía tan avergonzada que quería morirse y era incapaz de mirar a Pedro o a su amiga.
—Realmente no hay necesidad de que interrumpas tu velada —murmuró ella— . Basta con decirle al chófer que me deje en la calle principal y llamaré a un taxi.
—No hay problema —contestó la compañera de Pedro—. De todos modos, le prometí a mi marido que estaría de vuelta a medianoche —añadió con una sonrisa—. Y no queremos que se altere, ¿Verdad, Pedro?
—Desde luego que no. Por muy amigo mío que sea, creo que Marcos me zurraría si no te devuelvo sana y salva, y a la hora —contestó con un brillo de diversión en la mirada ante la evidente confusión de Paula—. Paula, quiero presentarte a Lara Sotiriou. Su marido y yo fuimos juntos al colegio y tuve la suerte de convencerle de que me prestara a su mujer esta noche.
—Sí, el ballet ha sido maravilloso. Es una pena que ya estuvieras comprometida —dijo Lara amablemente. El coche se paró frente a unas casas georgianas y ella besó a Pedro en la mejilla—. Los invito a un café. A mi marido le encantaría conocerte —añadió mientras sonreía a Paula.
—Puede que en otro momento —contestó Pedro—. Tengo que llevar a Paula a su casa.
Paula abrió la boca para decirle que él no era responsable de ella, pero luego recordó su horrible aspecto y cambió de idea. Para ser sincera, ansiaba volver al refugio de su departamento. El incidente con Diego había sido más desagradable que traumático, pero le había recordado a su padrastro, que todavía tenía el poder de alterarla a pesar del tiempo transcurrido. Durante el trayecto de veinte minutos, ella se mantuvo en silencio y en tensión mientras esperaba a que Pedro hiciera algún comentario sobre haberle mentido. Pero él no dijo nada.
—Gracias por traerme y… por todo —ese todo incluía rescatarla de Diego Bailey.
—Te acompaño.
—No hace falta.
Ella empezaba a reaccionar y no pudo evitar un escalofrío. Pedro se puso rígido. ¿Tenía ella idea de lo vulnerable que parecía? Sus ojos estaban muy abiertos, con una expresión herida. Él apoyó una mano suavemente en su hombro para guiarla hacia el portal y percibió su respingo. Esperaba que Paula no le creyera capaz de saltar sobre ella como había hecho aquel borracho. La sospecha bastó para que él retirara la mano y se contentara con seguirla de cerca hasta su piso. Al llegar a la puerta ella se detuvo y él le quitó las llaves de las temblorosas manos.
—Pedro…
Desafío: Capítulo 14
—Docenas —le aseguró él en tono aburrido—, pero actualmente eres la primera de la lista.
—Qué suerte tengo —contestó ella en el mismo tono mientras colgaba el teléfono sin darle la oportunidad de contestar y pasaba los siguientes diez minutos en el pasillo por si volvía a llamar. No lo hizo y, mientras se recriminaba a sí misma, volvió a su baño.
Había hecho bien en rechazarle, se aseguró por enésima vez. Su instinto le advertía de que Pedro no era para ella y, aunque le fascinaba, se negaba a arriesgar su seguridad emocional por un hombre que consideraba a las mujeres meras compañeras de juegos sexuales. Horas después, ella deseó haber aceptado la invitación.
—Paula, ¿Por qué no bebes nada?
Paula giró la cabeza para evitar la bocanada de aliento alcohólico. Aquella noche se estaba convirtiendo en un infierno, pensó cuando Diego Bailey, la estrella de los anuncios de una popular marca de vaqueros, se sentó a su lado.
—Camarero, más champán —pidió Diego—. ¿Quieres saber quién es ella? —gritó tan fuerte que obligó a todos a girarse hacia ellos—. Es Paula Chaves, la mujer más preciosa del mundo, ¿Verdad, Paula? —la miró de reojo, con su atractivo rostro inflamado por el vino.
Tras rechazar la invitación de Pedro, ella se enfrentaba a una larga y solitaria velada, y cuando el teléfono sonó poco después de las seis, ella dio un respingo, pero su escalofrío de anticipación se esfumó al descubrir que la llamada era de uno de los modelos con los que había trabajado en Sudáfrica. Una cena con amigos, aunque fueran meros conocidos y no íntimos, era mejor que una noche frente al televisor. Por lo menos le permitiría pensar en otra cosa queno fuera en cierto griego. Pero en el restaurante, enseguida resultó evidente que la tranquila velada se había convertido en un acto social a gran escala. Amigos de los amigos se unieron a la fiesta. El vino corría y el grupo era cada vez más ruidoso. Los intentos de unborracho Diego por meterse dentro de su vestido fue la gota que colmó el vaso, y ella le dedicó una mirada heladora.
—Cierra el pico, Diego —murmuró con irritación—. ¿No crees que ya has bebido bastante?
Su comentario sólo consiguió que el actor sonriera bobaliconamente y mientras ella intentaba retirar la mano de él de su falda, sintió un escalofrío. Fue la misma sensación que tuvo aquella noche en casa de Sofía y, lentamente, levantó la cabeza. Pedro estaba en una mesa algo alejada. Paula lo reconoció al instante y se le cayó el alma a los pies al ver a su atractiva acompañante. ¿Sería la segunda de la lista?, se preguntó mientras contemplaba a la increíble pelirroja que se encontraba sentada a su lado. Era tarde y ella supuso que Pedro y su acompañante habían ido al restaurante nada más salir del teatro. Sin duda, la representación de El lago de los cisnes había sido espectacular, pensó mientras deseaba haber tenido el valor de aceptar su invitación. Al principio se dijo que había hecho bien, al ver que no había tardado en encontrar otra pareja, pero se quedó sin respiración cuando de repente él se irguió y miró al otro lado del restaurante. Incluso en la distancia, ella detectó el destello de sorpresa cuando la descubrió, y se sonrojó al recordar la excusa con la que había rechazado su invitación. Era obvio que él también recordaba su mentira. Su mirada se posó en Diego Bailey, hundido en su estupor alcohólico a su lado, y su boca esbozó una sonrisa antes de volverse hacia su acompañante. Maldita sea, pensó ella furiosa. Él no era su niñera. Había mentido, ¿Y qué? A lo mejor por fin había captado el mensaje de que ella no quería tener nada que ver con él. Pero, para su pesar, era incapaz de quitarle la vista de encima. Estaba estupendo, delgado, moreno y rebosante de su propia mezcla letal de magnetismo sexual. La mayoría de los ojos femeninos en el restaurante estaban posados sobre él. En ese momento, él levantó la vista y atrapó su mirada. Las voces parecieron amortiguarse y los demás comensales esfumarse hasta que sólo quedó Pedro y la poderosa corriente eléctrica entre ambos. La reacción de ella fue instantánea. Le dolían los pechos y, para su horror, sus pezones estaban erectos. Se consoló al pensar que él no podía verlo a esa distancia, pero la repentina tensión de sus hombros le indicó que era muy consciente del efecto que causaba en ella.
—Paula, vamos al club, ¿Vienes? —la voz de Diego Bailey resonó en sus oídos, irritante e insistente, pero al menos consiguió que ella se liberara del hechizo de Pedro.
—No, gracias, ya he tenido bastante y me voy a casa —contestó secamente.
—Venga, no seas sosa —suplicó Diego.
La siguió tambaleándose hacia la salida. El restaurante era uno de los más populares de Londres y los paparazzi se agolpaban ante la entrada, desesperados por fotografiar a cualquier famoso. Lo último que ella deseaba era una foto junto a Diego en las portadas del díasiguiente. Por algún motivo, a la prensa le fascinaba su vida amorosa, pero ella se negaba a ser un peón en su juego. Se retiró hacia un rincón, pero Diego se dió cuenta y se unió a ella con la mirada perdida y la camisa desabrochada mientras la empujaba contra la pared.
—De acuerdo, olvidemos el club. Celebremos una fiesta privada, tú y yo, nena. ¿Quieres venir a mi casa? —se tambaleó y cayó hacia delante, aprisionando a Puala contra la pared. Su aliento le quemaba la piel cuando posó sus labios sobre los de ella, y sus manos húmedas parecían estar por todo su cuerpo mientras buscaban bajo su blusa.
—Qué suerte tengo —contestó ella en el mismo tono mientras colgaba el teléfono sin darle la oportunidad de contestar y pasaba los siguientes diez minutos en el pasillo por si volvía a llamar. No lo hizo y, mientras se recriminaba a sí misma, volvió a su baño.
Había hecho bien en rechazarle, se aseguró por enésima vez. Su instinto le advertía de que Pedro no era para ella y, aunque le fascinaba, se negaba a arriesgar su seguridad emocional por un hombre que consideraba a las mujeres meras compañeras de juegos sexuales. Horas después, ella deseó haber aceptado la invitación.
—Paula, ¿Por qué no bebes nada?
Paula giró la cabeza para evitar la bocanada de aliento alcohólico. Aquella noche se estaba convirtiendo en un infierno, pensó cuando Diego Bailey, la estrella de los anuncios de una popular marca de vaqueros, se sentó a su lado.
—Camarero, más champán —pidió Diego—. ¿Quieres saber quién es ella? —gritó tan fuerte que obligó a todos a girarse hacia ellos—. Es Paula Chaves, la mujer más preciosa del mundo, ¿Verdad, Paula? —la miró de reojo, con su atractivo rostro inflamado por el vino.
Tras rechazar la invitación de Pedro, ella se enfrentaba a una larga y solitaria velada, y cuando el teléfono sonó poco después de las seis, ella dio un respingo, pero su escalofrío de anticipación se esfumó al descubrir que la llamada era de uno de los modelos con los que había trabajado en Sudáfrica. Una cena con amigos, aunque fueran meros conocidos y no íntimos, era mejor que una noche frente al televisor. Por lo menos le permitiría pensar en otra cosa queno fuera en cierto griego. Pero en el restaurante, enseguida resultó evidente que la tranquila velada se había convertido en un acto social a gran escala. Amigos de los amigos se unieron a la fiesta. El vino corría y el grupo era cada vez más ruidoso. Los intentos de unborracho Diego por meterse dentro de su vestido fue la gota que colmó el vaso, y ella le dedicó una mirada heladora.
—Cierra el pico, Diego —murmuró con irritación—. ¿No crees que ya has bebido bastante?
Su comentario sólo consiguió que el actor sonriera bobaliconamente y mientras ella intentaba retirar la mano de él de su falda, sintió un escalofrío. Fue la misma sensación que tuvo aquella noche en casa de Sofía y, lentamente, levantó la cabeza. Pedro estaba en una mesa algo alejada. Paula lo reconoció al instante y se le cayó el alma a los pies al ver a su atractiva acompañante. ¿Sería la segunda de la lista?, se preguntó mientras contemplaba a la increíble pelirroja que se encontraba sentada a su lado. Era tarde y ella supuso que Pedro y su acompañante habían ido al restaurante nada más salir del teatro. Sin duda, la representación de El lago de los cisnes había sido espectacular, pensó mientras deseaba haber tenido el valor de aceptar su invitación. Al principio se dijo que había hecho bien, al ver que no había tardado en encontrar otra pareja, pero se quedó sin respiración cuando de repente él se irguió y miró al otro lado del restaurante. Incluso en la distancia, ella detectó el destello de sorpresa cuando la descubrió, y se sonrojó al recordar la excusa con la que había rechazado su invitación. Era obvio que él también recordaba su mentira. Su mirada se posó en Diego Bailey, hundido en su estupor alcohólico a su lado, y su boca esbozó una sonrisa antes de volverse hacia su acompañante. Maldita sea, pensó ella furiosa. Él no era su niñera. Había mentido, ¿Y qué? A lo mejor por fin había captado el mensaje de que ella no quería tener nada que ver con él. Pero, para su pesar, era incapaz de quitarle la vista de encima. Estaba estupendo, delgado, moreno y rebosante de su propia mezcla letal de magnetismo sexual. La mayoría de los ojos femeninos en el restaurante estaban posados sobre él. En ese momento, él levantó la vista y atrapó su mirada. Las voces parecieron amortiguarse y los demás comensales esfumarse hasta que sólo quedó Pedro y la poderosa corriente eléctrica entre ambos. La reacción de ella fue instantánea. Le dolían los pechos y, para su horror, sus pezones estaban erectos. Se consoló al pensar que él no podía verlo a esa distancia, pero la repentina tensión de sus hombros le indicó que era muy consciente del efecto que causaba en ella.
—Paula, vamos al club, ¿Vienes? —la voz de Diego Bailey resonó en sus oídos, irritante e insistente, pero al menos consiguió que ella se liberara del hechizo de Pedro.
—No, gracias, ya he tenido bastante y me voy a casa —contestó secamente.
—Venga, no seas sosa —suplicó Diego.
La siguió tambaleándose hacia la salida. El restaurante era uno de los más populares de Londres y los paparazzi se agolpaban ante la entrada, desesperados por fotografiar a cualquier famoso. Lo último que ella deseaba era una foto junto a Diego en las portadas del díasiguiente. Por algún motivo, a la prensa le fascinaba su vida amorosa, pero ella se negaba a ser un peón en su juego. Se retiró hacia un rincón, pero Diego se dió cuenta y se unió a ella con la mirada perdida y la camisa desabrochada mientras la empujaba contra la pared.
—De acuerdo, olvidemos el club. Celebremos una fiesta privada, tú y yo, nena. ¿Quieres venir a mi casa? —se tambaleó y cayó hacia delante, aprisionando a Puala contra la pared. Su aliento le quemaba la piel cuando posó sus labios sobre los de ella, y sus manos húmedas parecían estar por todo su cuerpo mientras buscaban bajo su blusa.
Desafío: Capítulo 13
Para su propia sorpresa, ella deseó más, pero al entreabrir la boca, él se separó y la miró fijamente a los ojos.
—¿Mi imaginación? —se mofó él—. No lo creo, Paula. La química entre nosotros en Zathos estaba al rojo vivo, y sigue ardiendo… por ambas partes. La pregunta es qué vamos a hacer al respecto.
Paula pasó el resto del día de limpieza, con la esperanza de que le impidiera pensar en Pedro. Ya no podía negar que se sentía atraída por él, pero sentía pánico. Sin embargo, el recuerdo de su beso persistía. No podía olvidar la sensación de sus bocas unidas, el placer despertado por sus firmes labios, y le asustaba el no querer que él parara. Pasó la tarde revisando papeles, pero a pesar de que era más de medianoche cuando por fin se acostó, durmió mal por segunda noche consecutiva. A la mañana siguiente culpó a Pedro por ello, mientras se vestía para otra sesión de entrenamiento. Él había irrumpido en su vida como un tornado. Mientras se tomaba una segunda taza de café, sonó el timbre. Al abrir la puerta, apareció un precioso ramo de rosas.
—Me dijeron que se las entregara —murmuró el repartidor mientras le entregaba dos botellas de agua mineral—. El tipo griego dijo que me asegurara de que se las llevara a la pista. Supongo que usted entenderá el mensaje mejor que yo.
Paula le dió las gracias, cerró la puerta y llevó las flores a la cocina antes de abrir la tarjeta con dedos temblorosos. "Sigue con el entrenamiento, esperaré verte cruzar la línea de meta", había escrito Pedro. Su arrogancia era insufrible. Durante un instante, pensó en arrojar el ramo a la basura. Su nota era un sutil recordatorio de su intención de que ella mantuviera su promesa de ir a cenar con él tras el maratón, pero no pudo evitar un escalofrío ante la idea de volverle a ver. La palabra «no», no aparecía en el diccionario de Pedro Alfonso, decidió ella mientras guardaba las botellas de agua en su bolsa. Ya era hora de que alguien le dijera que no iba a salirse siempre con la suya. Pero al inhalar el delicado perfume de las flores no fue capaz de destruirlas y las colocó en un jarrón sobre la mesa.
Él telefoneó a media tarde. Ella tomaba un baño con el que esperaba aliviar sus doloridos músculos y estaba sumergida en aromáticas burbujas cuando sonó el teléfono. Ante la insistencia de la llamada, soltó un juramento y salió de la bañera envuelta en una toalla. Quienquiera que llamara era irritantemente insistente, y eso debía de significar que era su madre, pensó amargamente. Hacía menos de seis meses desde que Judith había telefoneado desde su casa en Francia para dejar caer la bomba del anuncio de su tercer matrimonio. ¿No era demasiado pronto para anunciar su divorcio?, pensó Paula con cinismo mientras contestaba.
—Paula, espero no haberte molestado —una voz familiar, con un delicioso y fuerte acento sonó en su oído y le puso la piel de gallina.
—Estaba en la bañera —contestó secamente—, y ahora estoy regando la moqueta.
Tumbado en la cama de su habitación de hotel, Pedro cerró los ojos y se imaginó a Paula mojada, con la piel sonrosada y envuelta en una toalla. A lo mejor ni siquiera llevaba toalla, pensó mientras sentía el familiar movimiento de sus partes íntimas. Esas maravillosas piernas estarían suaves como la seda, quizás brillantes con algunas gotitas de agua. Sus rubios cabellos estarían recogidos sobre la cabeza, con algún mechón suelto sobre su cara. El ansia estalló y se imaginó soltando la pinza para que la mata de seda dorada cayera sobre sus pechos.
—Lo siento. ¿Quieres ponerte algo?
—Está bien. Llevo puesta una toalla.
—¿De baño o de mano? —preguntó con voz ronca.
—¿Eso importa? —Paula respiró hondo y luchó por controlar el temblor que la recorría ante el sonido de su voz—. ¿Querías algo, Pedro? Aparte de una descripción del tamaño de mi toalla.
—Tengo dos entradas para esta noche para el Royal Ballet —dijo mientras pensaba en lo tentador que sería decirle exactamente lo que quería—. Me preguntaba si te gustaría acompañarme.
Paula admitió en silencio que era una oferta tentadora. Él era tentador. Dudó, mientras dirigía la mirada hacia el ramo de rosas. Se sentía al borde de un precipicio. Un movimiento equivocado la lanzaría hacia su destrucción.
—¿Por qué me enviaste flores? —preguntó secamente.
—Me recuerdan a tí: fragantes, frágiles e infinitamente bellas —contestó—. ¿No te han gustado?
—Por supuesto que sí, ¿A qué mujer no le gustan las flores? —susurró mientras su cuerpo reaccionaba ante la sensualidad de su voz.
Pero la imagen de las otras mujeres en su vida la devolvió de golpe a la tierra. ¿Enviaba flores a todas las rubias que le gustaban? Las facturas de la floristería debían de ser enormes, pensó ella mientras el sentido común volvía a tomar el mando.
—Me temo que he prometido hacer de canguro para una amiga esta noche — mintió. Le pareció una excusa perfecta y se felicitaba por su rapidez mental cuando él habló de nuevo.
—A lo mejor te podría echar una mano. Se me dan bien los niños.
Ella recordó, demasiado tarde, la paciencia mostrada por él en Zathos con su ahijado. A ella le había sorprendido su natural facilidad con los niños y la idea de que pudiera ser un buen padre.
—No creo que sea buena idea, y estoy segura de que no quieres desperdiciar las entradas. Tendrás que buscar en tu agenda otra compañera para esta noche. Seguro que hay un montón de candidatas dispuestas —añadió inocentemente, pesarosa por lo mucho que odiaba la idea de que él tuviera una larga lista de rubias en su agenda.
—¿Mi imaginación? —se mofó él—. No lo creo, Paula. La química entre nosotros en Zathos estaba al rojo vivo, y sigue ardiendo… por ambas partes. La pregunta es qué vamos a hacer al respecto.
Paula pasó el resto del día de limpieza, con la esperanza de que le impidiera pensar en Pedro. Ya no podía negar que se sentía atraída por él, pero sentía pánico. Sin embargo, el recuerdo de su beso persistía. No podía olvidar la sensación de sus bocas unidas, el placer despertado por sus firmes labios, y le asustaba el no querer que él parara. Pasó la tarde revisando papeles, pero a pesar de que era más de medianoche cuando por fin se acostó, durmió mal por segunda noche consecutiva. A la mañana siguiente culpó a Pedro por ello, mientras se vestía para otra sesión de entrenamiento. Él había irrumpido en su vida como un tornado. Mientras se tomaba una segunda taza de café, sonó el timbre. Al abrir la puerta, apareció un precioso ramo de rosas.
—Me dijeron que se las entregara —murmuró el repartidor mientras le entregaba dos botellas de agua mineral—. El tipo griego dijo que me asegurara de que se las llevara a la pista. Supongo que usted entenderá el mensaje mejor que yo.
Paula le dió las gracias, cerró la puerta y llevó las flores a la cocina antes de abrir la tarjeta con dedos temblorosos. "Sigue con el entrenamiento, esperaré verte cruzar la línea de meta", había escrito Pedro. Su arrogancia era insufrible. Durante un instante, pensó en arrojar el ramo a la basura. Su nota era un sutil recordatorio de su intención de que ella mantuviera su promesa de ir a cenar con él tras el maratón, pero no pudo evitar un escalofrío ante la idea de volverle a ver. La palabra «no», no aparecía en el diccionario de Pedro Alfonso, decidió ella mientras guardaba las botellas de agua en su bolsa. Ya era hora de que alguien le dijera que no iba a salirse siempre con la suya. Pero al inhalar el delicado perfume de las flores no fue capaz de destruirlas y las colocó en un jarrón sobre la mesa.
Él telefoneó a media tarde. Ella tomaba un baño con el que esperaba aliviar sus doloridos músculos y estaba sumergida en aromáticas burbujas cuando sonó el teléfono. Ante la insistencia de la llamada, soltó un juramento y salió de la bañera envuelta en una toalla. Quienquiera que llamara era irritantemente insistente, y eso debía de significar que era su madre, pensó amargamente. Hacía menos de seis meses desde que Judith había telefoneado desde su casa en Francia para dejar caer la bomba del anuncio de su tercer matrimonio. ¿No era demasiado pronto para anunciar su divorcio?, pensó Paula con cinismo mientras contestaba.
—Paula, espero no haberte molestado —una voz familiar, con un delicioso y fuerte acento sonó en su oído y le puso la piel de gallina.
—Estaba en la bañera —contestó secamente—, y ahora estoy regando la moqueta.
Tumbado en la cama de su habitación de hotel, Pedro cerró los ojos y se imaginó a Paula mojada, con la piel sonrosada y envuelta en una toalla. A lo mejor ni siquiera llevaba toalla, pensó mientras sentía el familiar movimiento de sus partes íntimas. Esas maravillosas piernas estarían suaves como la seda, quizás brillantes con algunas gotitas de agua. Sus rubios cabellos estarían recogidos sobre la cabeza, con algún mechón suelto sobre su cara. El ansia estalló y se imaginó soltando la pinza para que la mata de seda dorada cayera sobre sus pechos.
—Lo siento. ¿Quieres ponerte algo?
—Está bien. Llevo puesta una toalla.
—¿De baño o de mano? —preguntó con voz ronca.
—¿Eso importa? —Paula respiró hondo y luchó por controlar el temblor que la recorría ante el sonido de su voz—. ¿Querías algo, Pedro? Aparte de una descripción del tamaño de mi toalla.
—Tengo dos entradas para esta noche para el Royal Ballet —dijo mientras pensaba en lo tentador que sería decirle exactamente lo que quería—. Me preguntaba si te gustaría acompañarme.
Paula admitió en silencio que era una oferta tentadora. Él era tentador. Dudó, mientras dirigía la mirada hacia el ramo de rosas. Se sentía al borde de un precipicio. Un movimiento equivocado la lanzaría hacia su destrucción.
—¿Por qué me enviaste flores? —preguntó secamente.
—Me recuerdan a tí: fragantes, frágiles e infinitamente bellas —contestó—. ¿No te han gustado?
—Por supuesto que sí, ¿A qué mujer no le gustan las flores? —susurró mientras su cuerpo reaccionaba ante la sensualidad de su voz.
Pero la imagen de las otras mujeres en su vida la devolvió de golpe a la tierra. ¿Enviaba flores a todas las rubias que le gustaban? Las facturas de la floristería debían de ser enormes, pensó ella mientras el sentido común volvía a tomar el mando.
—Me temo que he prometido hacer de canguro para una amiga esta noche — mintió. Le pareció una excusa perfecta y se felicitaba por su rapidez mental cuando él habló de nuevo.
—A lo mejor te podría echar una mano. Se me dan bien los niños.
Ella recordó, demasiado tarde, la paciencia mostrada por él en Zathos con su ahijado. A ella le había sorprendido su natural facilidad con los niños y la idea de que pudiera ser un buen padre.
—No creo que sea buena idea, y estoy segura de que no quieres desperdiciar las entradas. Tendrás que buscar en tu agenda otra compañera para esta noche. Seguro que hay un montón de candidatas dispuestas —añadió inocentemente, pesarosa por lo mucho que odiaba la idea de que él tuviera una larga lista de rubias en su agenda.
martes, 29 de octubre de 2019
Desafío: Capítulo 12
Ella quiso decir algo ingenioso, pero su boca se quedó repentinamente seca y alargó una mano temblorosa hacia el vaso de agua.
—No fue una decisión consciente —dijo cuando fue capaz de articular palabra—. Al acabar la escuela, la mayoría de mis amigos, incluida Sofía, fueron a la universidad, pero yo no tenía claro lo que quería hacer con mi vida. Cuando me «descubrieron» paseando por Kings Road, pareció un regalo del cielo. Debía varios meses de alquiler y no me quedaba dinero. Pero nunca me lo planteé como profesión.
—Aun así tu éxito es increíble —comentó Pedro—. ¿Te gusta ejercer de modelo?
—Me gusta el dinero —contestó abiertamente—. Me encanta la sensación de independencia económica y no tener que depender de nadie para nada.
De nadie, o sea, de un hombre, adivinó Pedro. ¿Qué le había sucedido en el pasado para que fuera tan desconfiada? A lo mejor una relación rota, o las experiencias vividas durante su infancia.
—Es evidente que te importa mucho tu independencia económica, pero ¿No es muy corta la vida laboral de una modelo? Incluso de una modelo internacional comotú.
—Con suerte, seguiré trabajando unos cuantos años más, y ya tengo varias propiedades, que pienso aumentar. El mercado de compra de inmuebles para alquilar es boyante en Londres. Seguro que ya lo sabes, y me gusta mucho más ser propietaria que inquilina.
—De modo que tras ese rostro angelical se esconde el cerebro de una despiadada mujer de negocios —bromeó Pedro.
—Ya sé lo que es tocar fondo —contestó ella—. Los meses transcurridos desde que dejé la escuela hasta que entré en la agencia de modelos fueron un infierno. No tenía trabajo, ni dinero, y a menudo tenía que echar mano de amigos para que me alojaran.
—Pero seguro que podías haberte quedado con tu padre o tu madre tras abandonar el internado, ¿No? —preguntó Pedro, incapaz de ocultar su sorpresa. No sería más que una cría por aquel entonces, pero parecía como si su familia la hubiese abandonado. Eso explicaba su obsesión por la seguridad económica.
—Mi padre estaba ocupado con su nueva familia. Ya nos habíamos distanciado y su esposa dejó bien claro que no deseaba cargar con una adolescente difícil —le contó Paula, incapaz de ocultar la amargura en su voz—. Mi madre estaba casada con su segundo marido y—dudó un instante—, tenía motivos para marcharme de casa.
Algo en su voz llamó la atención de Pedro. Quería preguntarle por esos motivos, pero sentía que se había puesto tensa. El sol calentaba el aire, pero Paula temblaba. Era como si una nube negra se hubiese instalado sobre su cabeza y la ahogara con unos inquietantes recuerdos que prefería olvidar. El malicioso rostro de su padrastro volvió a su mente, y volvió a sentir la familiar oleada de náuseas al recordar su aliento sobre la piel… y sus manos que la tocaban a la menor oportunidad.
—¿Estás bien, Paula? —la voz de Pedro parecía sonar muy lejana y ella se obligó a volver al presente. Él la observaba con un destello de preocupación en sus oscuros ojos.
—Estoy bien, sólo un poco cansada, eso es todo —le aseguró rápidamente mientras conseguía forzar una pequeña sonrisa—. No quiero entretenerte, seguro que eres un hombre muy ocupado, Pedro —añadió mientras se levantaba—. Gracias otra vez por la comida.
—¿Dónde tienes el coche? Te acompañaré —él ya había recogido la bolsa de deportes de ella y, antes de que se diera cuenta, la había rodeado con un brazo por la cintura—. Estás muy pálida, pedhaki mou. Creo que no deberías conducir.
—No voy a hacerlo. Mi piso no está lejos de aquí y vine andando por el parque. Pedro, estoy bien —dijo bruscamente. Estaba tan preocupada intentando ignorar el roce de su muslo contra el suyo que no se había dado cuenta de que lo había acompañado hasta su coche.
—Ya estamos, entra —dijo él alegremente.
—Ya te he dicho que iré andando —ella lo miró furiosa cuando él abrió la puerta del coche.
—¿Vamos a pelearnos por eso? —él la bloqueó el paso con los brazos cruzados, en una actitud que le indicó que ella no iba a ninguna parte.
Pedro notó con satisfacción que ya no estaba tan pálida. Había algo en su pasado que le preocupaba seriamente, pero ése no era el momento de intentar sonsacárselo. A cambio de eso, esperaba que ella se centrara en el presente.
—Eres el hombre más indignante que he conocido jamás —le espetó furiosa mientras se daba por vencida y se sentaba en el coche.
Cuando él se sentó al volante, ella giró la cabeza para ignorarlo durante el trayecto hasta su piso. Cuando estacionó el coche y apagó el motor, ella se giró hacia él con los ojos muy abiertos y brillantes.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con voz ronca y temblorosa, provocando un dolor en la boca del estómago de Pedro. La vulnerabilidad de su mirada lo alteraba más de lo que quería admitir.
—Un poco de tu tiempo. Una oportunidad para que nos conozcamos mejor e investiguemos lo empezado en Zathos —contestó tranquilamente.
—No empezamos nada —el feroz rechazo a sus palabras fue inmediato mientras soltaba, presa del pánico, el cinturón del coche—. Tu imaginación debe de haberte jugado una mala pasada, Pedro. No hubo nada.
—¿No? —antes de que ella pudiera reaccionar, él le sujetó la nuca con la mano y bajó la cabeza para depositar un breve y duro beso en sus labios.
En cuanto la tocó, Paula se puso rígida, mientras esperaba la familiar oleada de repulsión. Pero no llegó. En lugar de revivir los desagradables recuerdos del pasado, su mente pareció quedarse en blanco, salvo por la sensación del cálido placer de sus bocas unidas, que lo llenaba todo. La lengua de él exploró con delicada precisión la forma de sus labios pausada y evocadoramente, lo que le hizo empezar a temblar.
—No fue una decisión consciente —dijo cuando fue capaz de articular palabra—. Al acabar la escuela, la mayoría de mis amigos, incluida Sofía, fueron a la universidad, pero yo no tenía claro lo que quería hacer con mi vida. Cuando me «descubrieron» paseando por Kings Road, pareció un regalo del cielo. Debía varios meses de alquiler y no me quedaba dinero. Pero nunca me lo planteé como profesión.
—Aun así tu éxito es increíble —comentó Pedro—. ¿Te gusta ejercer de modelo?
—Me gusta el dinero —contestó abiertamente—. Me encanta la sensación de independencia económica y no tener que depender de nadie para nada.
De nadie, o sea, de un hombre, adivinó Pedro. ¿Qué le había sucedido en el pasado para que fuera tan desconfiada? A lo mejor una relación rota, o las experiencias vividas durante su infancia.
—Es evidente que te importa mucho tu independencia económica, pero ¿No es muy corta la vida laboral de una modelo? Incluso de una modelo internacional comotú.
—Con suerte, seguiré trabajando unos cuantos años más, y ya tengo varias propiedades, que pienso aumentar. El mercado de compra de inmuebles para alquilar es boyante en Londres. Seguro que ya lo sabes, y me gusta mucho más ser propietaria que inquilina.
—De modo que tras ese rostro angelical se esconde el cerebro de una despiadada mujer de negocios —bromeó Pedro.
—Ya sé lo que es tocar fondo —contestó ella—. Los meses transcurridos desde que dejé la escuela hasta que entré en la agencia de modelos fueron un infierno. No tenía trabajo, ni dinero, y a menudo tenía que echar mano de amigos para que me alojaran.
—Pero seguro que podías haberte quedado con tu padre o tu madre tras abandonar el internado, ¿No? —preguntó Pedro, incapaz de ocultar su sorpresa. No sería más que una cría por aquel entonces, pero parecía como si su familia la hubiese abandonado. Eso explicaba su obsesión por la seguridad económica.
—Mi padre estaba ocupado con su nueva familia. Ya nos habíamos distanciado y su esposa dejó bien claro que no deseaba cargar con una adolescente difícil —le contó Paula, incapaz de ocultar la amargura en su voz—. Mi madre estaba casada con su segundo marido y—dudó un instante—, tenía motivos para marcharme de casa.
Algo en su voz llamó la atención de Pedro. Quería preguntarle por esos motivos, pero sentía que se había puesto tensa. El sol calentaba el aire, pero Paula temblaba. Era como si una nube negra se hubiese instalado sobre su cabeza y la ahogara con unos inquietantes recuerdos que prefería olvidar. El malicioso rostro de su padrastro volvió a su mente, y volvió a sentir la familiar oleada de náuseas al recordar su aliento sobre la piel… y sus manos que la tocaban a la menor oportunidad.
—¿Estás bien, Paula? —la voz de Pedro parecía sonar muy lejana y ella se obligó a volver al presente. Él la observaba con un destello de preocupación en sus oscuros ojos.
—Estoy bien, sólo un poco cansada, eso es todo —le aseguró rápidamente mientras conseguía forzar una pequeña sonrisa—. No quiero entretenerte, seguro que eres un hombre muy ocupado, Pedro —añadió mientras se levantaba—. Gracias otra vez por la comida.
—¿Dónde tienes el coche? Te acompañaré —él ya había recogido la bolsa de deportes de ella y, antes de que se diera cuenta, la había rodeado con un brazo por la cintura—. Estás muy pálida, pedhaki mou. Creo que no deberías conducir.
—No voy a hacerlo. Mi piso no está lejos de aquí y vine andando por el parque. Pedro, estoy bien —dijo bruscamente. Estaba tan preocupada intentando ignorar el roce de su muslo contra el suyo que no se había dado cuenta de que lo había acompañado hasta su coche.
—Ya estamos, entra —dijo él alegremente.
—Ya te he dicho que iré andando —ella lo miró furiosa cuando él abrió la puerta del coche.
—¿Vamos a pelearnos por eso? —él la bloqueó el paso con los brazos cruzados, en una actitud que le indicó que ella no iba a ninguna parte.
Pedro notó con satisfacción que ya no estaba tan pálida. Había algo en su pasado que le preocupaba seriamente, pero ése no era el momento de intentar sonsacárselo. A cambio de eso, esperaba que ella se centrara en el presente.
—Eres el hombre más indignante que he conocido jamás —le espetó furiosa mientras se daba por vencida y se sentaba en el coche.
Cuando él se sentó al volante, ella giró la cabeza para ignorarlo durante el trayecto hasta su piso. Cuando estacionó el coche y apagó el motor, ella se giró hacia él con los ojos muy abiertos y brillantes.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con voz ronca y temblorosa, provocando un dolor en la boca del estómago de Pedro. La vulnerabilidad de su mirada lo alteraba más de lo que quería admitir.
—Un poco de tu tiempo. Una oportunidad para que nos conozcamos mejor e investiguemos lo empezado en Zathos —contestó tranquilamente.
—No empezamos nada —el feroz rechazo a sus palabras fue inmediato mientras soltaba, presa del pánico, el cinturón del coche—. Tu imaginación debe de haberte jugado una mala pasada, Pedro. No hubo nada.
—¿No? —antes de que ella pudiera reaccionar, él le sujetó la nuca con la mano y bajó la cabeza para depositar un breve y duro beso en sus labios.
En cuanto la tocó, Paula se puso rígida, mientras esperaba la familiar oleada de repulsión. Pero no llegó. En lugar de revivir los desagradables recuerdos del pasado, su mente pareció quedarse en blanco, salvo por la sensación del cálido placer de sus bocas unidas, que lo llenaba todo. La lengua de él exploró con delicada precisión la forma de sus labios pausada y evocadoramente, lo que le hizo empezar a temblar.
Desafío: Capítulo 11
Después de ducharse y vestirse se peinó el cabello suelto, con un aire natural. Se acercó al restaurante y estudió el menú del día. Por suerte no había señales de Pedro y estaba hambrienta.
—¿Comerás con nosotros hoy, Paula?
Ella se giró ante el familiar acento italiano y sonrió a Roberto, el gerente de la cafetería. Su buen hacer había proporcionado al restaurante una merecida fama. En verano, ella comía a menudo en la terraza, sentada junto al arroyo que recorría todo el complejo deportivo.
—Reconozco que me apetece —contestó ella mientras rechazaba la idea de un sándwich en su casa ante alguno de los exquisitos platos de Roberto.
—He preparado tu plato preferido, ensalada Niçoise —le informó Roberto con una sonrisa—. Tu amigo te espera en tu mesa habitual.
—No me digas.
De inmediato perdió el apetito, sustituido por una fuerte irritación, pero no tenía otra opción y siguió a Roberto hasta la terraza.
—¿Qué haces aquí? —preguntó a Pedro, que estaba sentado a su mesa, en cuanto Roberto desapareció—. Creí haberte dejado claro que no quería volver a verte.
—Tienes que comer adecuadamente después de todo ese ejercicio —contestó Pedro tranquilamente, sin preocuparle la tormenta que se formaba en sus ojos azul oscuro—. Y no me refiero a un simple sándwich mientras pones al día el papeleo.
¿Tenía poderes para leer la mente? Ella esperó sinceramente que no fuera así mientras apreciaba sus pantalones y polo negro, desabrochado, que dejaba ver el bronceado de su cuello. Era muy sexy, pero ella preferiría morir antes que darle la satisfacción de saber cuánto le gustaba.
—No quiero comer contigo —musitó ella, furiosa, con las manos apoyadas en las caderas.
—¿Siempre te portas como una cría? —preguntó él tranquilamente.
—¿Siempre eres tan terco?
Parecían haber alcanzado un punto muerto, pero entonces apareció Roberto con la comida.
—Estás provocando una escena. Sé buena chica y siéntate. Hazlo por tu amigo —ordenó Pedro en un tono que hizo que ella se sentara en la silla.
—Eso no ha sido una escena, créeme. Sé hacerlo mucho mejor—gruñó amenazadoramente antes de recibir a Roberto con una sonrisa—. Qué buen aspecto tiene, Roberto, como siempre.
—Espero que les guste —dijo Roberto alegremente—. Ya he visto que entrenas duro para la carrera, pero ahora necesitas comer —le guiñó un ojo a Pedro—. Paula parece un ángel, y te aseguro que tiene un gran corazón. Siempre está recaudando dinero para distintas obras. ¿Vas a verla correr el maratón?
—No me lo perdería por nada del mundo —aseguró Pedro mientras evitaba la mirada envenenada de Paula—. La apoyaré todo el camino.
Esa idea bastó para arruinar el apetito de Paula, pero no quería herir los sentimientos de Roberto y se puso a comer. Pedro la ignoró, concentrado en su propio plato y ella empezó a relajarse. La comida era deliciosa y Paula disfrutó de ella, y con el relajante sonido del arroyo.
—¿Mejor que un sándwich? —la pregunta hizo que levantara la cabeza para descubrir que Pedro había terminado su plato y la contemplaba fijamente.
—Mucho mejor, aunque tengo mucho papeleo por terminar —admitió con una leve sonrisa. La comida de Roberto, y su propia naturaleza, había hecho que su enfado se esfumara poco a poco—. No me había dado cuenta del hambre que tenía. Gracias —añadió torpemente.
—No hay de qué.
Ella se sorprendió por el efecto que le produjeron esas sencillas palabras. Todos sus sentidos estaban pendientes de Pedro y no existía nada más. Ya no oía las voces de los demás comensales, y el aire parecía tan inmóvil que era consciente de su respiración.
—¿Cuánto tiempo te quedarás en Inglaterra? —preguntó en un tono de vozdemasiado alto.
—No estoy seguro, depende de una serie de cosas —contestó con una sonrisa que hizo saltar el corazón de Paula, que sintió el impulso de arrancarle las gafas de sol para poder leer sus pensamientos, aunque lo que hizo fue ponerse las suyas. Se sentía más segura con ellas—. ¿Y tú qué? ¿Tienes algún viaje previsto?
—Tengo algunos compromisos en Nueva York, pero hasta dentro de dos semanas no tengo nada. Así podré prepararme para la carrera benéfica —y añadió con una sonrisa arrebatadora—, y luego recuperarme de ella.
Pedro reconoció que esa sonrisa lo había conquistado. Cuando ella sonreía, se iluminaba su rostro y su belleza clásica se volvía sobrecogedora. Se preguntaba qué haría ella si de repente él se inclinara sobre la mesa y la besara sin pensar en los demás comensales. La mayoría de las mujeres de su entorno se reirían mientras bajaban la mirada. Paula sin duda le tiraría la cafetera a la cabeza, reconoció con una sonrisa mientras intentaba controlar sus aceleradas hormonas.
—¿Por qué elegiste la carrera de modelo? —preguntó—. Aparte de los motivos evidentes.
—¿Evidentes? —preguntó ella, perpleja.
—Tu aspecto. Seguro que no soy el primero en decirte que la combinación de tus facciones es exquisita.
Paula sintió un escalofrío ante la frialdad de sus palabras. Era verdad que recibía continuos piropos por su aspecto, pero no solían afectarla lo más mínimo. ¿Por qué había provocado tal oleada de placer en ella la afirmación de Pedro?
—¿Comerás con nosotros hoy, Paula?
Ella se giró ante el familiar acento italiano y sonrió a Roberto, el gerente de la cafetería. Su buen hacer había proporcionado al restaurante una merecida fama. En verano, ella comía a menudo en la terraza, sentada junto al arroyo que recorría todo el complejo deportivo.
—Reconozco que me apetece —contestó ella mientras rechazaba la idea de un sándwich en su casa ante alguno de los exquisitos platos de Roberto.
—He preparado tu plato preferido, ensalada Niçoise —le informó Roberto con una sonrisa—. Tu amigo te espera en tu mesa habitual.
—No me digas.
De inmediato perdió el apetito, sustituido por una fuerte irritación, pero no tenía otra opción y siguió a Roberto hasta la terraza.
—¿Qué haces aquí? —preguntó a Pedro, que estaba sentado a su mesa, en cuanto Roberto desapareció—. Creí haberte dejado claro que no quería volver a verte.
—Tienes que comer adecuadamente después de todo ese ejercicio —contestó Pedro tranquilamente, sin preocuparle la tormenta que se formaba en sus ojos azul oscuro—. Y no me refiero a un simple sándwich mientras pones al día el papeleo.
¿Tenía poderes para leer la mente? Ella esperó sinceramente que no fuera así mientras apreciaba sus pantalones y polo negro, desabrochado, que dejaba ver el bronceado de su cuello. Era muy sexy, pero ella preferiría morir antes que darle la satisfacción de saber cuánto le gustaba.
—No quiero comer contigo —musitó ella, furiosa, con las manos apoyadas en las caderas.
—¿Siempre te portas como una cría? —preguntó él tranquilamente.
—¿Siempre eres tan terco?
Parecían haber alcanzado un punto muerto, pero entonces apareció Roberto con la comida.
—Estás provocando una escena. Sé buena chica y siéntate. Hazlo por tu amigo —ordenó Pedro en un tono que hizo que ella se sentara en la silla.
—Eso no ha sido una escena, créeme. Sé hacerlo mucho mejor—gruñó amenazadoramente antes de recibir a Roberto con una sonrisa—. Qué buen aspecto tiene, Roberto, como siempre.
—Espero que les guste —dijo Roberto alegremente—. Ya he visto que entrenas duro para la carrera, pero ahora necesitas comer —le guiñó un ojo a Pedro—. Paula parece un ángel, y te aseguro que tiene un gran corazón. Siempre está recaudando dinero para distintas obras. ¿Vas a verla correr el maratón?
—No me lo perdería por nada del mundo —aseguró Pedro mientras evitaba la mirada envenenada de Paula—. La apoyaré todo el camino.
Esa idea bastó para arruinar el apetito de Paula, pero no quería herir los sentimientos de Roberto y se puso a comer. Pedro la ignoró, concentrado en su propio plato y ella empezó a relajarse. La comida era deliciosa y Paula disfrutó de ella, y con el relajante sonido del arroyo.
—¿Mejor que un sándwich? —la pregunta hizo que levantara la cabeza para descubrir que Pedro había terminado su plato y la contemplaba fijamente.
—Mucho mejor, aunque tengo mucho papeleo por terminar —admitió con una leve sonrisa. La comida de Roberto, y su propia naturaleza, había hecho que su enfado se esfumara poco a poco—. No me había dado cuenta del hambre que tenía. Gracias —añadió torpemente.
—No hay de qué.
Ella se sorprendió por el efecto que le produjeron esas sencillas palabras. Todos sus sentidos estaban pendientes de Pedro y no existía nada más. Ya no oía las voces de los demás comensales, y el aire parecía tan inmóvil que era consciente de su respiración.
—¿Cuánto tiempo te quedarás en Inglaterra? —preguntó en un tono de vozdemasiado alto.
—No estoy seguro, depende de una serie de cosas —contestó con una sonrisa que hizo saltar el corazón de Paula, que sintió el impulso de arrancarle las gafas de sol para poder leer sus pensamientos, aunque lo que hizo fue ponerse las suyas. Se sentía más segura con ellas—. ¿Y tú qué? ¿Tienes algún viaje previsto?
—Tengo algunos compromisos en Nueva York, pero hasta dentro de dos semanas no tengo nada. Así podré prepararme para la carrera benéfica —y añadió con una sonrisa arrebatadora—, y luego recuperarme de ella.
Pedro reconoció que esa sonrisa lo había conquistado. Cuando ella sonreía, se iluminaba su rostro y su belleza clásica se volvía sobrecogedora. Se preguntaba qué haría ella si de repente él se inclinara sobre la mesa y la besara sin pensar en los demás comensales. La mayoría de las mujeres de su entorno se reirían mientras bajaban la mirada. Paula sin duda le tiraría la cafetera a la cabeza, reconoció con una sonrisa mientras intentaba controlar sus aceleradas hormonas.
—¿Por qué elegiste la carrera de modelo? —preguntó—. Aparte de los motivos evidentes.
—¿Evidentes? —preguntó ella, perpleja.
—Tu aspecto. Seguro que no soy el primero en decirte que la combinación de tus facciones es exquisita.
Paula sintió un escalofrío ante la frialdad de sus palabras. Era verdad que recibía continuos piropos por su aspecto, pero no solían afectarla lo más mínimo. ¿Por qué había provocado tal oleada de placer en ella la afirmación de Pedro?
Desafío: Capítulo 10
—Una hermana, Luciana —él se tumbó de espaldas y apoyó las manos bajo la nuca, dejando al descubierto el oscuro vello de su estómago, que atrajo la mirada de Paula—. Tenía dieciocho años cuando murieron mis padres y estamos muy unidos. De hecho, compartimos una villa a las afueras de Atenas. Afortunadamente es una mansión muy grande, dividida en dos residencias, ya que Luciana está casada y tiene su propia familia —añadió entre risas—. A menudo nos reunimos a comer en la terraza común, pero reconozco que me gusta tener mi propio espacio.
Hizo una pausa, como si fuera a decir algo más, pero luego sacudió la cabeza.
—Ya basta de hablar sobre mí. Ahora te toca a tí—alargó una mano y acarició su larga y dorada trenza—. Por tu color de piel y el nombre, supongo que naciste en Escandinavia.
—No. Mi padre es sueco, pero mi madre es inglesa y yo nací aquí, en Londres. De niña solía ir a visitar a mis abuelos a Estocolmo, pero hace mucho que no los veo —explicó—. Desde que mis padres se separaron. El divorcio fue amargo y provocó una gran brecha en la familia.
—Es una lástima, debes de echarles de menos. ¿Estás muy unida a tus padres?
—No mucho —ella se levantó de un salto y empezó a recoger sus cosas—. Me enviaron a un internado a los trece años y no los veía demasiado —ella le dedicó una sonrisa que reflejaba su deseo de cambiar de tema.
—Me da la sensación de que no te gustaba vivir lejos de casa —dijo él mientras estudiaba su expresión taciturna.
—Al contrario, me encantaba. Me enseñó a ser independiente y a valerme por mí misma. La lección más valiosa que he aprendido es a no depender de nadie más —se colgó la bolsa del hombro y empezó a caminar—. Tengo que irme —añadió en un tono que dejaba claro que no quería que él la acompañase.
Pedro se dió cuenta de que ella no quería hablar sobre ningún aspecto de su vida personal, y sobre todo de su familia. Se puso en pie y la siguió. Bajo su disfraz, él había detectado dolor en su voz al hablar del divorcio de sus padres. Trece años era una edad muy difícil, sobre todo para una chica, pensó al recordar a su hermana durante la adolescencia. Él había tenido la suerte de vivir una infancia idílica, en un ambiente feliz y estable y con unos padres que se adoraban y a sus hijos también. A lo mejor las experiencias de Paula durante su infancia le habían provocado un grave daño emocional y eran la causa de su feroz deseo de independencia. Por los artículos de prensa, él se la había imaginado superficial y mimada, pasando de un novio a otro con regularidad. A él le parecía bien la libertad para ambos sexos y no buscaba una relación comprometida y a largo plazo. Todo lo que había leído sobre ella confirmaba que era una sofisticada mujer de mundo y estaba impaciente por llevársela a la cama. Pero al volver a encontrarse con ella había percibido un toque de vulnerabilidad, inesperado e inquietante. Bajo su belleza de hielo había un pozo de emociones y, para su sorpresa, él sintió una inclinación a protegerla.
—¿Eres hija única? —preguntó—. ¿Hay alguna otra maravillosa Chaves a punto de irrumpir en el mundo de la moda?
—Tengo dos hermanastras del segundo matrimonio de mi padre —ella hizo una pausa—, pero no estamos unidas.
De adolescente ella sufría por el hecho de que su adorado padre prefiriera vivir con los hijos de su nueva esposa en lugar de con ella. Sus celos habían provocado disputas durante las visitas mensuales y habían conducido a Miguel Chaves a romper casi todos los lazos con ella. La sensación de rechazo había sido casi insoportable, pero le había enseñado una lección.
—¿Sigues en contacto con tu padre? —preguntó Pedro.
—En Navidad y a veces para mis cumpleaños, si se acuerda —contestó ella secamente—. Vive en Suecia y actualmente va por su tercer divorcio. Mi madre se casó recientemente por tercera vez, aunque no sé por qué. A mí el matrimonio no me dice nada.
—Puede que las experiencias de tus padres sean el motivo por el que tus relaciones no duren más de unas pocas semanas —comentó Pedro—. Tu infancia te ha inculcado el temor al compromiso. ¿Por eso saltas de una pareja a otra?
Habían llegado a la puerta del complejo deportivo y Paula se giró furiosa. Sus ojos echaban chispas. Él había vuelto a dar por hecho que la prensa decía la verdad, y eso le dolía. ¿Por qué le importaba tanto lo que él pensara? ¿Por qué tenía que escuchar ella su charlatanería psicológica sobre las secuelas de su infancia?
—No eres el más indicado para hablar de compromiso, Pedro —le espetó—. Tu fama de mujeriego te precede. Se te considera algo así como un mujeriego multimillonario con la moral de un gato callejero —añadió—. Por lo visto tomas lo que deseas y cuando lo deseas sin tener en cuenta los sentimientos de los demás, pero te lo advierto, ¡A mí no me conseguirás!
Antes de que él tuviera tiempo de contestar, Paula le dió la espalda y se dirigió a los vestuarios. La expresión de sorpresa de Pedro resultaba casi cómica y ella dudó de que alguien le hubiese hablado jamás con tanta sinceridad, pero no le parecía gracioso. Prácticamente la había acusado de ser una furcia, recordó bajo la ducha, donde dejó brotar sus lágrimas de rabia. Ella era una de las mujeres más fotografiadas del mundo y estaba acostumbrada al chismorreo y las especulaciones sobre su vida privada. Era la parte de su trabajo que más odiaba y, en ocasiones, sus abogados habían demandado a alguna publicación. Pero en general ella había aprendido a vivir con el hecho de que, a los ojos de la prensa, era de propiedad pública y trataba su intrusismo con fría indiferencia. Ocultar sus verdaderos sentimientos se había convertido en una cuestión de orgullo y no entendía por qué le importaba tanto la opinión de Pedro.
Hizo una pausa, como si fuera a decir algo más, pero luego sacudió la cabeza.
—Ya basta de hablar sobre mí. Ahora te toca a tí—alargó una mano y acarició su larga y dorada trenza—. Por tu color de piel y el nombre, supongo que naciste en Escandinavia.
—No. Mi padre es sueco, pero mi madre es inglesa y yo nací aquí, en Londres. De niña solía ir a visitar a mis abuelos a Estocolmo, pero hace mucho que no los veo —explicó—. Desde que mis padres se separaron. El divorcio fue amargo y provocó una gran brecha en la familia.
—Es una lástima, debes de echarles de menos. ¿Estás muy unida a tus padres?
—No mucho —ella se levantó de un salto y empezó a recoger sus cosas—. Me enviaron a un internado a los trece años y no los veía demasiado —ella le dedicó una sonrisa que reflejaba su deseo de cambiar de tema.
—Me da la sensación de que no te gustaba vivir lejos de casa —dijo él mientras estudiaba su expresión taciturna.
—Al contrario, me encantaba. Me enseñó a ser independiente y a valerme por mí misma. La lección más valiosa que he aprendido es a no depender de nadie más —se colgó la bolsa del hombro y empezó a caminar—. Tengo que irme —añadió en un tono que dejaba claro que no quería que él la acompañase.
Pedro se dió cuenta de que ella no quería hablar sobre ningún aspecto de su vida personal, y sobre todo de su familia. Se puso en pie y la siguió. Bajo su disfraz, él había detectado dolor en su voz al hablar del divorcio de sus padres. Trece años era una edad muy difícil, sobre todo para una chica, pensó al recordar a su hermana durante la adolescencia. Él había tenido la suerte de vivir una infancia idílica, en un ambiente feliz y estable y con unos padres que se adoraban y a sus hijos también. A lo mejor las experiencias de Paula durante su infancia le habían provocado un grave daño emocional y eran la causa de su feroz deseo de independencia. Por los artículos de prensa, él se la había imaginado superficial y mimada, pasando de un novio a otro con regularidad. A él le parecía bien la libertad para ambos sexos y no buscaba una relación comprometida y a largo plazo. Todo lo que había leído sobre ella confirmaba que era una sofisticada mujer de mundo y estaba impaciente por llevársela a la cama. Pero al volver a encontrarse con ella había percibido un toque de vulnerabilidad, inesperado e inquietante. Bajo su belleza de hielo había un pozo de emociones y, para su sorpresa, él sintió una inclinación a protegerla.
—¿Eres hija única? —preguntó—. ¿Hay alguna otra maravillosa Chaves a punto de irrumpir en el mundo de la moda?
—Tengo dos hermanastras del segundo matrimonio de mi padre —ella hizo una pausa—, pero no estamos unidas.
De adolescente ella sufría por el hecho de que su adorado padre prefiriera vivir con los hijos de su nueva esposa en lugar de con ella. Sus celos habían provocado disputas durante las visitas mensuales y habían conducido a Miguel Chaves a romper casi todos los lazos con ella. La sensación de rechazo había sido casi insoportable, pero le había enseñado una lección.
—¿Sigues en contacto con tu padre? —preguntó Pedro.
—En Navidad y a veces para mis cumpleaños, si se acuerda —contestó ella secamente—. Vive en Suecia y actualmente va por su tercer divorcio. Mi madre se casó recientemente por tercera vez, aunque no sé por qué. A mí el matrimonio no me dice nada.
—Puede que las experiencias de tus padres sean el motivo por el que tus relaciones no duren más de unas pocas semanas —comentó Pedro—. Tu infancia te ha inculcado el temor al compromiso. ¿Por eso saltas de una pareja a otra?
Habían llegado a la puerta del complejo deportivo y Paula se giró furiosa. Sus ojos echaban chispas. Él había vuelto a dar por hecho que la prensa decía la verdad, y eso le dolía. ¿Por qué le importaba tanto lo que él pensara? ¿Por qué tenía que escuchar ella su charlatanería psicológica sobre las secuelas de su infancia?
—No eres el más indicado para hablar de compromiso, Pedro —le espetó—. Tu fama de mujeriego te precede. Se te considera algo así como un mujeriego multimillonario con la moral de un gato callejero —añadió—. Por lo visto tomas lo que deseas y cuando lo deseas sin tener en cuenta los sentimientos de los demás, pero te lo advierto, ¡A mí no me conseguirás!
Antes de que él tuviera tiempo de contestar, Paula le dió la espalda y se dirigió a los vestuarios. La expresión de sorpresa de Pedro resultaba casi cómica y ella dudó de que alguien le hubiese hablado jamás con tanta sinceridad, pero no le parecía gracioso. Prácticamente la había acusado de ser una furcia, recordó bajo la ducha, donde dejó brotar sus lágrimas de rabia. Ella era una de las mujeres más fotografiadas del mundo y estaba acostumbrada al chismorreo y las especulaciones sobre su vida privada. Era la parte de su trabajo que más odiaba y, en ocasiones, sus abogados habían demandado a alguna publicación. Pero en general ella había aprendido a vivir con el hecho de que, a los ojos de la prensa, era de propiedad pública y trataba su intrusismo con fría indiferencia. Ocultar sus verdaderos sentimientos se había convertido en una cuestión de orgullo y no entendía por qué le importaba tanto la opinión de Pedro.
Desafío: Capítulo 9
Paula corrió hasta que sintió el corazón a punto de reventar. Aun así se obligó a continuar mientras dirigía la mirada hacia su bolsa y rezaba para que Pedro se hubiese marchado. Pero él seguía allí, tumbado en el césped, con sus bronceados hombros y fuertes y atléticos muslos al sol. No había corrido casi nada, simplemente se había sentado a tomar el sol, un semidiós con ropa de diseño que la observaba correr hasta la extenuación. Mientras soltaba un juramento, ella aflojó el paso y cruzó la pista. Si su presencia como espectador era una lucha entre voluntades, ella aceptaba su derrota. Sentía las piernas flojas, pero no tenía nada que ver con él, se dijo mientras se acercaba al lugar donde estaba su bolsa. Con un fingido aire de supremo desinterés, ella lo ignoró y buscó su botella de agua. Los pocos tragos que quedaban no consiguieron saciar su sed, pero no tenía fuerzas para ir hasta el complejo deportivo y llenarla. Se tumbó en el suelo y hundió el rostro en el aromático césped.
—Si pretendes mantener ese ritmo durante toda la carrera, no pasarás de la mitad —dijo Pedro.
—Vete al infierno —el hecho de que él tuviera razón no mejoró su humor, sobre todo cuando se volvió hacia él para verle beber de su cantimplora. Había algo mundano y sensual en su manera de saciar su sed, y ella fijó la mirada en el movimiento de su garganta al tragar.
—Toma —él debió de haber notado su mirada y le pasó la cantimplora, que ella aceptó tras decidir tragarse su orgullo—. Deberías traer más agua, con este calor no basta con una botella pequeña. Aunque de todos modos, va contra el sentido común entrenar durante las horas del día de más calor —añadió, como si hablase con un crío.
—¿Algo más? —preguntó ella con sarcasmo.
Se tumbó de espaldas sobre el césped y cerró los ojos. Era el hombre más arrogante e insufrible que había conocido y quería decirle que se largara, pero estaba demasiado agotada para hablar y, de todos modos, él no la haría caso. La pista de atletismo estaba alejada de la calle y sólo se oía el dulce canto de una alondra. Era el sonido del verano, pensó ella adormilada mientras giraba el rostro hacia el sol. Pero una sombra la obligó a abrir los ojos y se encontró a Pedro inclinado sobre ella.
—No deberías tomar el sol sin protección. Intento que no te quemes —añadió cuando Paula frunció el ceño por lo cerca que estaba de ella.
Él estaba tumbado de lado y apoyado sobre un codo para protegerla del sol con su cuerpo. Se había quitado las gafas de sol y ella pudo ver las finas arrugas alrededor de los ojos, aunque sus pensamientos quedaban ocultos bajo las increíblemente largas pestañas negras. Un mechón de su cabello colgaba sobre una ceja y ella luchó contra la tentación de pasar la mano por esa brillante seda negra. Estaba demasiado cansada para luchar contra él, pensó mientras apartaba la mirada del amplio pecho, apenas cubierto por una camiseta sin mangas. Debía de pasarse horas en el gimnasio trabajando esos músculos, pero tampoco se lo imaginaba levantando pesas.
—¿Qué clase de deporte te gusta? —preguntó ella mientras se sonrojaba por el malicioso brillo de su mirada. No había duda de cuál era su ejercicio físico preferido.
—Me gusta jugar al squash. Me parece más desafiante que el tenis. También me gusta nadar en la piscina de mi mansión y, cuando era más joven, pertenecía a un club de boxeo y fui campeón juvenil nacional durante tres años consecutivos —dijo con cierto orgullo.
—¿Te gustaba pelear? —Paula arrugó la nariz—. Yo odio esa clase de deportes agresivos de contacto.
—En realidad, el boxeo requiere mucha disciplina y agilidad mental, no sólo fuerza bruta —dijo con una sonrisa—. Es ideal para que los chicos liberen el exceso de testosterona.
—Me imagino que tú tenías de sobra —murmuró ella secamente. Seguro que incluso de joven debía de haber atraído a las chicas como la miel a las abejas. Lo imaginaba como un gallito que se pavoneaba y siempre lograba lo que quería—. Debiste de volver locos a tus padres.
—Seguramente —asintió él—, pero mi padre lo solucionó enviándome a trabajar en la construcción. Aunque era el heredero de una fortuna multimillonaria, él pensaba que debía empezar desde abajo y ganarme el puesto en Alfonso Construction. Me enseñó mucho —añadió con dulzura, en un tono afectivo y respetuoso que no le pasó desapercibido a Paula.
—Seguro que tus padres están muy orgullosos de tí —dijo ella al recordar un reciente artículo en la prensa que hablaba del tremendo éxito de Alfonso Construction bajo su dirección—. ¿Dónde están? ¿Viven en Grecia, cerca de tí?
—Por desgracia los dos han fallecido. Mi padre murió hace diez años y mi madre le siguió poco después. Él era su razón para vivir y sencillamente no soportó seguir sin él.
—Lo siento —ella se sentó con una sensación de inquietud.
A lo mejor era por la charla sobre familias felices. Pedro había descrito con gran convicción el amorentre sus padres, pero a ella le infundió inquietud. Ella jamás le concedería tanto poder a un hombre como para convertirle en su razón para vivir. Había sido testigo presencial del daño causado por emociones tan fuertes. Su padre había sido el centro del universo de su madre y sus infidelidades casi la habían destrozado.
—¿Tienes más familia? ¿Hermanos o hermanas? —preguntó, incapaz de ocultar su curiosidad.
—Si pretendes mantener ese ritmo durante toda la carrera, no pasarás de la mitad —dijo Pedro.
—Vete al infierno —el hecho de que él tuviera razón no mejoró su humor, sobre todo cuando se volvió hacia él para verle beber de su cantimplora. Había algo mundano y sensual en su manera de saciar su sed, y ella fijó la mirada en el movimiento de su garganta al tragar.
—Toma —él debió de haber notado su mirada y le pasó la cantimplora, que ella aceptó tras decidir tragarse su orgullo—. Deberías traer más agua, con este calor no basta con una botella pequeña. Aunque de todos modos, va contra el sentido común entrenar durante las horas del día de más calor —añadió, como si hablase con un crío.
—¿Algo más? —preguntó ella con sarcasmo.
Se tumbó de espaldas sobre el césped y cerró los ojos. Era el hombre más arrogante e insufrible que había conocido y quería decirle que se largara, pero estaba demasiado agotada para hablar y, de todos modos, él no la haría caso. La pista de atletismo estaba alejada de la calle y sólo se oía el dulce canto de una alondra. Era el sonido del verano, pensó ella adormilada mientras giraba el rostro hacia el sol. Pero una sombra la obligó a abrir los ojos y se encontró a Pedro inclinado sobre ella.
—No deberías tomar el sol sin protección. Intento que no te quemes —añadió cuando Paula frunció el ceño por lo cerca que estaba de ella.
Él estaba tumbado de lado y apoyado sobre un codo para protegerla del sol con su cuerpo. Se había quitado las gafas de sol y ella pudo ver las finas arrugas alrededor de los ojos, aunque sus pensamientos quedaban ocultos bajo las increíblemente largas pestañas negras. Un mechón de su cabello colgaba sobre una ceja y ella luchó contra la tentación de pasar la mano por esa brillante seda negra. Estaba demasiado cansada para luchar contra él, pensó mientras apartaba la mirada del amplio pecho, apenas cubierto por una camiseta sin mangas. Debía de pasarse horas en el gimnasio trabajando esos músculos, pero tampoco se lo imaginaba levantando pesas.
—¿Qué clase de deporte te gusta? —preguntó ella mientras se sonrojaba por el malicioso brillo de su mirada. No había duda de cuál era su ejercicio físico preferido.
—Me gusta jugar al squash. Me parece más desafiante que el tenis. También me gusta nadar en la piscina de mi mansión y, cuando era más joven, pertenecía a un club de boxeo y fui campeón juvenil nacional durante tres años consecutivos —dijo con cierto orgullo.
—¿Te gustaba pelear? —Paula arrugó la nariz—. Yo odio esa clase de deportes agresivos de contacto.
—En realidad, el boxeo requiere mucha disciplina y agilidad mental, no sólo fuerza bruta —dijo con una sonrisa—. Es ideal para que los chicos liberen el exceso de testosterona.
—Me imagino que tú tenías de sobra —murmuró ella secamente. Seguro que incluso de joven debía de haber atraído a las chicas como la miel a las abejas. Lo imaginaba como un gallito que se pavoneaba y siempre lograba lo que quería—. Debiste de volver locos a tus padres.
—Seguramente —asintió él—, pero mi padre lo solucionó enviándome a trabajar en la construcción. Aunque era el heredero de una fortuna multimillonaria, él pensaba que debía empezar desde abajo y ganarme el puesto en Alfonso Construction. Me enseñó mucho —añadió con dulzura, en un tono afectivo y respetuoso que no le pasó desapercibido a Paula.
—Seguro que tus padres están muy orgullosos de tí —dijo ella al recordar un reciente artículo en la prensa que hablaba del tremendo éxito de Alfonso Construction bajo su dirección—. ¿Dónde están? ¿Viven en Grecia, cerca de tí?
—Por desgracia los dos han fallecido. Mi padre murió hace diez años y mi madre le siguió poco después. Él era su razón para vivir y sencillamente no soportó seguir sin él.
—Lo siento —ella se sentó con una sensación de inquietud.
A lo mejor era por la charla sobre familias felices. Pedro había descrito con gran convicción el amorentre sus padres, pero a ella le infundió inquietud. Ella jamás le concedería tanto poder a un hombre como para convertirle en su razón para vivir. Había sido testigo presencial del daño causado por emociones tan fuertes. Su padre había sido el centro del universo de su madre y sus infidelidades casi la habían destrozado.
—¿Tienes más familia? ¿Hermanos o hermanas? —preguntó, incapaz de ocultar su curiosidad.
jueves, 24 de octubre de 2019
Desafío: Capítulo 8
Pero, ¿Qué estaba haciendo? Debía de haberse vuelto loca al pensar siquiera por un segundo en mantener una relación con él. En Pedro Alfonso se reflejaba la imagen de su padre: atractivo, carismático e incapaz de permanecer fiel a una mujer durante más de cinco minutos.
—Siento defraudarte, pero no tengo intención de mantener una relación contigo, y desde luego no una aventura mientras estés en Londres. Debiste de llevarte una impresión equivocada en Zathos —añadió altiva—. No recuerdo que hubiera nada entre nosotros. De hecho, casi te había olvidado.
—¿En serio? —bajo su tono humorístico, ella detectó ira y se preparó para luchar contra él cuando la sujetó por los hombros y la obligó a girarse.
Sus oscuros ojos eran cautivadores y ella se encontró atrapada por el calor sensual de su mirada mientras él bajaba la cabeza. Iba a besarla. Su cerebro lanzó un aviso de emergencia para que ella se zafase de él, pero estaba hechizada, envuelta en una trémula expectación. Era lo que ella había deseado desde que le conoció en Zathos. Necesitaba que él tomase el mando, que derribase sus barreras y atrapara su boca en un beso sediento que ignorase su resistencia. Sentía aumentar su desesperación, y al final cerró los ojos y se inclinó hacia él.
—En ese caso supongo que tendré que conformarme con supervisar tu entrenamiento —su voz relajada hizo añicos el hechizo y ella abrió los ojos para encontrarse con los de él.
Cuando la soltó, se sentía azorada y humillada, pues era evidente que él era consciente de su desilusión. Ella se había ofrecido como… una virgen para el sacrificio. Y él la había rechazado.
—No necesito ayuda. Prefiero entrenar sola —balbuceó mientras echaba a correr a un ritmo imposible de mantener. Iba demasiado deprisa, pero sólo pensaba en poner distancia entre ella y el hombre más irritante del mundo—. Márchate, Pedro, y déjame en paz.
Pedro la observó alejarse y sintió ese dolor familiar en la ingle mientras admiraba sus increíblemente largas y bronceadas piernas y el hipnótico movimiento de su derriére. Desde el principio se sintió intrigado, no sólo por su belleza, sino también por la persona. A primera vista aparentaba ser la sofisticada y elegante supermodelo omnipresente en las crónicas de sociedad. Pero empezaba a pensar que la verdadera Paula era una mezcla de emociones mucho más compleja. No iba a resultarle fácil convencerla de que se metiera en su cama. Necesitaría tiempo y paciencia para ganarse su confianza, y no iba muy sobrado de ninguna de las dos cosas. El sentido común le decía que lo dejara. El mundo estaba repleto de rubias espectaculares y él prefería a las mujeres que requerían poca implicación emocional. Pero durante los dos últimos meses, Paula había llenado sus pensamientos, excluyendo casi todo lo demás. No había previsto un rechazo tan frontal, admitió, pero el empeño de ella por ignorar la química que existía entre ellos no hacía más que estimular su interés. La deseaba. Y lo que Pedro Alfonso deseaba, siempre lo conseguía.
—Siento defraudarte, pero no tengo intención de mantener una relación contigo, y desde luego no una aventura mientras estés en Londres. Debiste de llevarte una impresión equivocada en Zathos —añadió altiva—. No recuerdo que hubiera nada entre nosotros. De hecho, casi te había olvidado.
—¿En serio? —bajo su tono humorístico, ella detectó ira y se preparó para luchar contra él cuando la sujetó por los hombros y la obligó a girarse.
Sus oscuros ojos eran cautivadores y ella se encontró atrapada por el calor sensual de su mirada mientras él bajaba la cabeza. Iba a besarla. Su cerebro lanzó un aviso de emergencia para que ella se zafase de él, pero estaba hechizada, envuelta en una trémula expectación. Era lo que ella había deseado desde que le conoció en Zathos. Necesitaba que él tomase el mando, que derribase sus barreras y atrapara su boca en un beso sediento que ignorase su resistencia. Sentía aumentar su desesperación, y al final cerró los ojos y se inclinó hacia él.
—En ese caso supongo que tendré que conformarme con supervisar tu entrenamiento —su voz relajada hizo añicos el hechizo y ella abrió los ojos para encontrarse con los de él.
Cuando la soltó, se sentía azorada y humillada, pues era evidente que él era consciente de su desilusión. Ella se había ofrecido como… una virgen para el sacrificio. Y él la había rechazado.
—No necesito ayuda. Prefiero entrenar sola —balbuceó mientras echaba a correr a un ritmo imposible de mantener. Iba demasiado deprisa, pero sólo pensaba en poner distancia entre ella y el hombre más irritante del mundo—. Márchate, Pedro, y déjame en paz.
Pedro la observó alejarse y sintió ese dolor familiar en la ingle mientras admiraba sus increíblemente largas y bronceadas piernas y el hipnótico movimiento de su derriére. Desde el principio se sintió intrigado, no sólo por su belleza, sino también por la persona. A primera vista aparentaba ser la sofisticada y elegante supermodelo omnipresente en las crónicas de sociedad. Pero empezaba a pensar que la verdadera Paula era una mezcla de emociones mucho más compleja. No iba a resultarle fácil convencerla de que se metiera en su cama. Necesitaría tiempo y paciencia para ganarse su confianza, y no iba muy sobrado de ninguna de las dos cosas. El sentido común le decía que lo dejara. El mundo estaba repleto de rubias espectaculares y él prefería a las mujeres que requerían poca implicación emocional. Pero durante los dos últimos meses, Paula había llenado sus pensamientos, excluyendo casi todo lo demás. No había previsto un rechazo tan frontal, admitió, pero el empeño de ella por ignorar la química que existía entre ellos no hacía más que estimular su interés. La deseaba. Y lo que Pedro Alfonso deseaba, siempre lo conseguía.
Desafío: Capítulo 7
Desgraciadamente, el recuerdo del atractivo rostro de Pedro alteró sus sueños hasta el punto de que a la mañana siguiente se despertó con la sensación de no haber dormido apenas. Le esperaba una semana de duro entrenamiento para la mediamaratón, pero la idea de pasar el día en la pista de atletismo no le seducía y se volvió a hundir bajo el edredón. Llegó allí cerca del mediodía, espoleada por el peso de su promesa de ayudar a los niños. Aun sin contar con el generoso donativo de Pedro, ella esperaba recaudar una importante cantidad. El evento iba a ser televisado y muchos famosos participaban con la esperanza de lograr notoriedad, a la vez que recaudaban fondos para la causa elegida. El orgullo le impedía hacer el ridículo ante las cámaras y, aunque odiaba admitirlo, ante él. Una hora después, su orgullo, y sus piernas, temblaban. Hacía un calor inusual y ella se sentía acalorada y sin aliento. Los demás corredores la habían superado sin esfuerzo y suspiró al oír el sonido de pisadas tras ella. ¿Cómo lo hacían?
—¿Qué tal él entrenamiento? ¿Ya has hecho veintiún kilómetros? —el familiar tono almibarado hizo que ella tropezase y estuviese a punto de caer, si él no la hubiese sujetado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó irritada por la humillante ansia con que su cuerpo había reaccionado ante Pedro.
Estaba espectacular con pantalones cortos y una camiseta negra. sus ojos recorrieron rápidamente los anchos hombros y el impresionante y atlético pecho, y se detuvieron en sus fuertes muslos y largas y bronceadas piernas. La constitución atlética y espectacular musculatura le provocó un temblor en la boca del estómago.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —dijo ella tras conseguir apartar la mirada de él.
—Anoche dijiste que ibas a entrenar esta semana, y cuando llamé a tu piso, tu vecino me dijo que te había visto marchar con una bolsa de deporte. No me costó mucho adivinar que seguramente estarías en el polideportivo más cercano —contestó secamente mientras la recorría con la mirada.
Ella supuso que debía de tener un aspecto horrible. Tenía sudor en el labio superior y trató de eliminarlo con la punta de la lengua con la esperanza de que él no notase lo agotada que estaba.
—Eres todo un Sherlock Holmes —le espetó sarcásticamente mientras lo miraba a los ojos—. Y ahora que me has encontrado, ¿Qué quieres? Has interrumpido mi entrenamiento.
—¿Siempre te pones tan gruñona cuando haces ejercicio? —preguntó él entre risas—. Espero que no —añadió divertido ante la furiosa mirada que ella le dedicaba—. Pareces cansada, pedhaki mou. Creo que deberías tomarte un descanso.
—Todavía me quedan unas cuantas vueltas —mintió ella mientras empezaba a correr de nuevo—. ¿Por qué has decidido convertirte en mi niñera?
—Tengo mis razones —murmuró él mientras aguantaba su ritmo con insultante facilidad, a la vez que recorría con la mirada su cuerpo y sus ajustados pantalones de lycra que se pegaban a sus caderas y nalgas—. Aunque preferiría considerarme tu entrenador personal.
—No necesito un entrenador. Lo que necesito es que me dejes en paz —su voz tenía un tono de frustración—. Mira, Pedro, ya me has chantajeado para que cene contigo. Dejémoslo estar. No quiero verte, no quiero pasar tiempo contigo y no salgo.
—¡No sales! ¡Theos! No pasa una semana sin que aparezca en la prensa una foto tuya con tu último y famoso novio —dijo él sarcásticamente, incapaz de disimular su impaciencia—. Los artículos sobre tu vida amorosa llenan más periódicos que la política. ¿De qué va todo esto, Paula? ¿El problema es que yo no soy ningún famoso artista de telenovela? Pues te aseguro que soy mucho más hombre que cualquiera de los muchachitos que parecen gustarte.
—Por el amor de Dios —ella se paró en medio de la pista y se volvió furiosa.
Su arrogancia resultaría divertida si no hubiera sido por la verdad implícita en su última frase. La masculinidad de Pedro la alteraba más que cualquier otro hombre que hubiera conocido. Ella jamás le revelaría que sus supuestos amantes eran sólo amigos que actuaban como pareja suya. Ser famosa era como vivir en una pecera, y con los años había aprendido a hacer caso omiso de la mayor parte de lo que se publicaba sobre ella y su supuestamente alocada vida amorosa.
—¿Cómo te atreves a aparecer por aquí y… acosarme? —ella explotó—. No soy una muñequita rubia y, a pesar de lo que puedas haber leído en la prensa, no soy una chica fácil.
Estaba escandalizada por la fuerza de sus propias emociones y pestañeó para frenar unas estúpidas lágrimas que afloraban a sus ojos. Casi nunca lloraba, y jamás por un hombre. Tras ser testigo de la desastrosa vida amorosa de su madre, y ver cómo caía una y otra vez en la depresión, había aprendido que no merecían la pena. Tras el amargo divorcio de sus padres, ella se había jurado no depender de nadie. Pero la princesa de hielo tenía un corazón de cristal y ella sintió terror ante la capacidad de Pedro para hacerlo añicos.
—¿De verdad pensaste que con chasquear los dedos estaría dispuesta para tí?
—Concédeme algo más de crédito, Paula —contestó él—. Aunque no negaré que esperaba tener la oportunidad de explorar el interés que surgió entre nosotros en Zathos. Somos adultos. ¿Por qué no podríamos embarcarnos en una agradable relación?
—¿Te refieres a sexo sin el inconveniente de los incómodos sentimientos? —dijo ella cáusticamente sin hacer caso a la vocecita interior que preguntaba «¿Y por qué no?».
Al menos Pedro era sincero. No pretendía conquistarla con gestos y promesas románticas que ambos sabrían que no podrían cumplir. ¿Por qué no seguir por una vez en su vida los dictados de su cuerpo en lugar de hacer caso al sentido común? Ella presentía que Pedro sería un amante apasionado y sensible. También sería el primero. Casi merecía la pena, sólo por ver la cara de espanto que pondría al saber que era virgen. ¿Estaría dispuesto a enseñarla? Ella sintió el calor en sus venas al imaginarse sus manos acariciándola mientras le enseñaba el lenguaje del amor.
—¿Qué tal él entrenamiento? ¿Ya has hecho veintiún kilómetros? —el familiar tono almibarado hizo que ella tropezase y estuviese a punto de caer, si él no la hubiese sujetado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó irritada por la humillante ansia con que su cuerpo había reaccionado ante Pedro.
Estaba espectacular con pantalones cortos y una camiseta negra. sus ojos recorrieron rápidamente los anchos hombros y el impresionante y atlético pecho, y se detuvieron en sus fuertes muslos y largas y bronceadas piernas. La constitución atlética y espectacular musculatura le provocó un temblor en la boca del estómago.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —dijo ella tras conseguir apartar la mirada de él.
—Anoche dijiste que ibas a entrenar esta semana, y cuando llamé a tu piso, tu vecino me dijo que te había visto marchar con una bolsa de deporte. No me costó mucho adivinar que seguramente estarías en el polideportivo más cercano —contestó secamente mientras la recorría con la mirada.
Ella supuso que debía de tener un aspecto horrible. Tenía sudor en el labio superior y trató de eliminarlo con la punta de la lengua con la esperanza de que él no notase lo agotada que estaba.
—Eres todo un Sherlock Holmes —le espetó sarcásticamente mientras lo miraba a los ojos—. Y ahora que me has encontrado, ¿Qué quieres? Has interrumpido mi entrenamiento.
—¿Siempre te pones tan gruñona cuando haces ejercicio? —preguntó él entre risas—. Espero que no —añadió divertido ante la furiosa mirada que ella le dedicaba—. Pareces cansada, pedhaki mou. Creo que deberías tomarte un descanso.
—Todavía me quedan unas cuantas vueltas —mintió ella mientras empezaba a correr de nuevo—. ¿Por qué has decidido convertirte en mi niñera?
—Tengo mis razones —murmuró él mientras aguantaba su ritmo con insultante facilidad, a la vez que recorría con la mirada su cuerpo y sus ajustados pantalones de lycra que se pegaban a sus caderas y nalgas—. Aunque preferiría considerarme tu entrenador personal.
—No necesito un entrenador. Lo que necesito es que me dejes en paz —su voz tenía un tono de frustración—. Mira, Pedro, ya me has chantajeado para que cene contigo. Dejémoslo estar. No quiero verte, no quiero pasar tiempo contigo y no salgo.
—¡No sales! ¡Theos! No pasa una semana sin que aparezca en la prensa una foto tuya con tu último y famoso novio —dijo él sarcásticamente, incapaz de disimular su impaciencia—. Los artículos sobre tu vida amorosa llenan más periódicos que la política. ¿De qué va todo esto, Paula? ¿El problema es que yo no soy ningún famoso artista de telenovela? Pues te aseguro que soy mucho más hombre que cualquiera de los muchachitos que parecen gustarte.
—Por el amor de Dios —ella se paró en medio de la pista y se volvió furiosa.
Su arrogancia resultaría divertida si no hubiera sido por la verdad implícita en su última frase. La masculinidad de Pedro la alteraba más que cualquier otro hombre que hubiera conocido. Ella jamás le revelaría que sus supuestos amantes eran sólo amigos que actuaban como pareja suya. Ser famosa era como vivir en una pecera, y con los años había aprendido a hacer caso omiso de la mayor parte de lo que se publicaba sobre ella y su supuestamente alocada vida amorosa.
—¿Cómo te atreves a aparecer por aquí y… acosarme? —ella explotó—. No soy una muñequita rubia y, a pesar de lo que puedas haber leído en la prensa, no soy una chica fácil.
Estaba escandalizada por la fuerza de sus propias emociones y pestañeó para frenar unas estúpidas lágrimas que afloraban a sus ojos. Casi nunca lloraba, y jamás por un hombre. Tras ser testigo de la desastrosa vida amorosa de su madre, y ver cómo caía una y otra vez en la depresión, había aprendido que no merecían la pena. Tras el amargo divorcio de sus padres, ella se había jurado no depender de nadie. Pero la princesa de hielo tenía un corazón de cristal y ella sintió terror ante la capacidad de Pedro para hacerlo añicos.
—¿De verdad pensaste que con chasquear los dedos estaría dispuesta para tí?
—Concédeme algo más de crédito, Paula —contestó él—. Aunque no negaré que esperaba tener la oportunidad de explorar el interés que surgió entre nosotros en Zathos. Somos adultos. ¿Por qué no podríamos embarcarnos en una agradable relación?
—¿Te refieres a sexo sin el inconveniente de los incómodos sentimientos? —dijo ella cáusticamente sin hacer caso a la vocecita interior que preguntaba «¿Y por qué no?».
Al menos Pedro era sincero. No pretendía conquistarla con gestos y promesas románticas que ambos sabrían que no podrían cumplir. ¿Por qué no seguir por una vez en su vida los dictados de su cuerpo en lugar de hacer caso al sentido común? Ella presentía que Pedro sería un amante apasionado y sensible. También sería el primero. Casi merecía la pena, sólo por ver la cara de espanto que pondría al saber que era virgen. ¿Estaría dispuesto a enseñarla? Ella sintió el calor en sus venas al imaginarse sus manos acariciándola mientras le enseñaba el lenguaje del amor.
Desafío: Capítulo 6
—Acabo de recordar que no tengo ninguna noche libre de aquí a varias semanas —Paula resistió la tentación de abofetearlo. Su arrogancia era tremenda y ella quería bajarle los humos.
—Es una lástima, porque si no hay cena, no hay donativo —contestó Pedro con dureza, aparentemente inalterado por el destello de ira de sus ojos azules.
—¿Insinúas que aunque termine la carrera, sólo entregarás tu donativo después de que cene contigo? —preguntó ella acaloradamente—. ¡Eso es chantaje!
—Ése es el trato —sentenció—. No estés triste, pedhaki mou. Puede que incluso te guste.
—Yo no contaría con ello —le espetó, furiosa justo cuando volvía Sofía con su chaqueta.
—Siento haber tardado tanto —dijo Sofía mientras contemplaba la expresión de rebeldía de Paula y el gesto taciturno de Pedro.
—Una cena espléndida —Paula sonrió forzadamente a su amiga—. Felicita a la señora Jessop de mi parte y despídeme de Mauro.
—Ten cuidado. Ojalá no tuvieras que conducir tú sola por el campo y de noche —contestó Sofía preocupada, hasta que vió a Pedro agitar las llaves de su coche en la mano.
—No te preocupes, iré justo detrás de ella y me aseguraré de que llegue sana y salva —prometió Pedro—. Gracias por una estupenda velada, Sofía.
—Pero yo pensé… —Paula lo miró furiosa. Ella no necesitaba ningún guardaespaldas—. Supuse que te alojarías aquí, en Ottesbourne —balbuceó mientras lo seguía hacia la salida.
—No. Me resulta más cómodo quedarme en Londres. Además, Mauro y Sofía son tan acaramelados que me siento como un cuco en nido ajeno —añadió con una sonrisa que hizo derretirse a Paula.
—Pues espero que no hayas interrumpido tu velada con la idea equivocada de que me acompañarás a casa —dijo ella secamente mientras entraba en su deportivo y se ponía al volante—. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
—De eso estoy seguro, pedhaki mou —el tono ardiente llamó la atención de Paula, que sintió aumentar su irritación al ver que él tenía la mirada fija en sus piernas descubiertas—. Conduce con cuidado. Te llamaré —añadió en tono burlón mientras ella cerraba el coche de un portazo.
—Genial —musitó ella.
Salió a la carretera con un humor de perros. Un nuevo ejemplo de la arrogancia de Pedro. Ella había cuidado de sí misma durante la mayor parte de su vida y valoraba mucho su independencia. No necesitaba a un arrogante y condenadamente sexy griego a su rescate. Una vez en la autopista, pisó a fondo el acelerador mientras disfrutaba de la sensación de velocidad. Su deportivo rojo de alta gama era una extravagancia, sobre todo porque lo usaba principalmente para la ciudad, donde consumía muchísima gasolina. Pero en la carretera podía ceder a su pasión por la velocidad y, con suerte, dejar atrás a su aspirante a protector. Con una sonrisa de satisfacción, eligió un CD y puso al máximo el volumen. Voló por la autopista y llegó a su salida en tiempo récord. Al llegar al semáforo, otro coche se paró a su lado. La sonrisa se esfumó del rostro de Paula al comprobar que se trataba de Pedro. ¡Maldita sea! No se había despegado de ella en ningún momento. Incluso desde donde estaba, ella podía ver el brillo de desafío en la mirada de él. Estaba oscuro, pero ella distinguía perfectamente su perfil, el ángulo afilado de sus pómulos y esa barbilla cuadrada que indicaba una testaruda personalidad. El único rasgo de suavidad en él eran sus rizos. Tuvo que admitir que era el hombre más maravillosamente sensual que hubiera visto jamás, pero su ensoñación se vio interrumpida por un impaciente claxon que le avisaba de que el semáforo se había puesto en verde. Diez minutos después, cuando llegó al estacionamiento de su residencia, él seguía a su lado. ¿Qué esperaba? ¿Quería una medalla o una invitación a subir a su piso? No iba a concederle ninguna de las dos cosas, pero su educación le hizo acercarse al coche de él.
—Gracias por acompañarme —dijo educadamente.
—No hay de qué. Esperaré hasta que estés dentro.
—Ya soy mayorcita —a menudo ella sentía miedo por si alguien merodeaba por los alrededores, pero el tono de Pedro la irritó—, y de verdad que puedo cuidar de mí misma.
—No estoy tan seguro, pedhaki mou. Por lo pronto, conduces demasiado deprisa —contestó él con un tono de censura en la voz.
—Soy una excelente conductora —le espetó indignada—. Puede que conduzca deprisa, pero siempre tengo cuidado.
Él la contempló en silencio. Su mirada no permitía adivinar sus pensamientos, pero de algún modo, hizo que ella se sintiera como una niña pequeña.
—De acuerdo. En ocasiones me gusta vivir peligrosamente —dijo ella desafiante.
—Entonces espero que nuestra cita para cenar sea una de esas ocasiones. Y ahora márchate antes de que decida acompañarte hasta tu piso —advirtió él sin prestar atención a su indignación—. Buenas noches, Paula, que tengas dulces sueños.
El sonido de su risa burlona la siguió por el estacionamiento. Pedro Alfonso era el demonio, pero no iba a alterar su ordenada y relajada vida.
—Es una lástima, porque si no hay cena, no hay donativo —contestó Pedro con dureza, aparentemente inalterado por el destello de ira de sus ojos azules.
—¿Insinúas que aunque termine la carrera, sólo entregarás tu donativo después de que cene contigo? —preguntó ella acaloradamente—. ¡Eso es chantaje!
—Ése es el trato —sentenció—. No estés triste, pedhaki mou. Puede que incluso te guste.
—Yo no contaría con ello —le espetó, furiosa justo cuando volvía Sofía con su chaqueta.
—Siento haber tardado tanto —dijo Sofía mientras contemplaba la expresión de rebeldía de Paula y el gesto taciturno de Pedro.
—Una cena espléndida —Paula sonrió forzadamente a su amiga—. Felicita a la señora Jessop de mi parte y despídeme de Mauro.
—Ten cuidado. Ojalá no tuvieras que conducir tú sola por el campo y de noche —contestó Sofía preocupada, hasta que vió a Pedro agitar las llaves de su coche en la mano.
—No te preocupes, iré justo detrás de ella y me aseguraré de que llegue sana y salva —prometió Pedro—. Gracias por una estupenda velada, Sofía.
—Pero yo pensé… —Paula lo miró furiosa. Ella no necesitaba ningún guardaespaldas—. Supuse que te alojarías aquí, en Ottesbourne —balbuceó mientras lo seguía hacia la salida.
—No. Me resulta más cómodo quedarme en Londres. Además, Mauro y Sofía son tan acaramelados que me siento como un cuco en nido ajeno —añadió con una sonrisa que hizo derretirse a Paula.
—Pues espero que no hayas interrumpido tu velada con la idea equivocada de que me acompañarás a casa —dijo ella secamente mientras entraba en su deportivo y se ponía al volante—. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
—De eso estoy seguro, pedhaki mou —el tono ardiente llamó la atención de Paula, que sintió aumentar su irritación al ver que él tenía la mirada fija en sus piernas descubiertas—. Conduce con cuidado. Te llamaré —añadió en tono burlón mientras ella cerraba el coche de un portazo.
—Genial —musitó ella.
Salió a la carretera con un humor de perros. Un nuevo ejemplo de la arrogancia de Pedro. Ella había cuidado de sí misma durante la mayor parte de su vida y valoraba mucho su independencia. No necesitaba a un arrogante y condenadamente sexy griego a su rescate. Una vez en la autopista, pisó a fondo el acelerador mientras disfrutaba de la sensación de velocidad. Su deportivo rojo de alta gama era una extravagancia, sobre todo porque lo usaba principalmente para la ciudad, donde consumía muchísima gasolina. Pero en la carretera podía ceder a su pasión por la velocidad y, con suerte, dejar atrás a su aspirante a protector. Con una sonrisa de satisfacción, eligió un CD y puso al máximo el volumen. Voló por la autopista y llegó a su salida en tiempo récord. Al llegar al semáforo, otro coche se paró a su lado. La sonrisa se esfumó del rostro de Paula al comprobar que se trataba de Pedro. ¡Maldita sea! No se había despegado de ella en ningún momento. Incluso desde donde estaba, ella podía ver el brillo de desafío en la mirada de él. Estaba oscuro, pero ella distinguía perfectamente su perfil, el ángulo afilado de sus pómulos y esa barbilla cuadrada que indicaba una testaruda personalidad. El único rasgo de suavidad en él eran sus rizos. Tuvo que admitir que era el hombre más maravillosamente sensual que hubiera visto jamás, pero su ensoñación se vio interrumpida por un impaciente claxon que le avisaba de que el semáforo se había puesto en verde. Diez minutos después, cuando llegó al estacionamiento de su residencia, él seguía a su lado. ¿Qué esperaba? ¿Quería una medalla o una invitación a subir a su piso? No iba a concederle ninguna de las dos cosas, pero su educación le hizo acercarse al coche de él.
—Gracias por acompañarme —dijo educadamente.
—No hay de qué. Esperaré hasta que estés dentro.
—Ya soy mayorcita —a menudo ella sentía miedo por si alguien merodeaba por los alrededores, pero el tono de Pedro la irritó—, y de verdad que puedo cuidar de mí misma.
—No estoy tan seguro, pedhaki mou. Por lo pronto, conduces demasiado deprisa —contestó él con un tono de censura en la voz.
—Soy una excelente conductora —le espetó indignada—. Puede que conduzca deprisa, pero siempre tengo cuidado.
Él la contempló en silencio. Su mirada no permitía adivinar sus pensamientos, pero de algún modo, hizo que ella se sintiera como una niña pequeña.
—De acuerdo. En ocasiones me gusta vivir peligrosamente —dijo ella desafiante.
—Entonces espero que nuestra cita para cenar sea una de esas ocasiones. Y ahora márchate antes de que decida acompañarte hasta tu piso —advirtió él sin prestar atención a su indignación—. Buenas noches, Paula, que tengas dulces sueños.
El sonido de su risa burlona la siguió por el estacionamiento. Pedro Alfonso era el demonio, pero no iba a alterar su ordenada y relajada vida.
Desafío: Capítulo 5
—Ha sido una velada estupenda, Sofi, pero tengo que irme —aseguró Paula mientras bajaba la escalera tras su amiga. No se sentía capaz de hacer frente a Pedro Alfonso ni un segundo más—. Los próximos días estaré muy ocupada —murmuró a modo de excusa.
—Sí, todos esos lavados de pelo deben de ser agotadores —Pedro la esperaba al final de la escalera.
—No te preocupes —Sofía intentó aguantarse la risa—. Iré a buscar tu chaqueta.
Se hizo el silencio y Paula estaba casi segura de que Pedro podría escuchar el errático latido de su corazón. Intentó pensar en algo que decir, pero su cerebro parecía haberse largado y sólo se le ocurrían sandeces que reforzarían la teoría de él de que era una rubia sin cerebro.
—¿De modo que estarás liada toda la semana? Un apretado horario en algún salón de belleza, sin duda —dijo él lentamente, provocando al instante su ira.
—En realidad, tengo que entrenar toda la semana —dijo ella secamente.
Se sentía como una adolescente y era consciente de lo aniñada que sonaba su voz cuando intentaba impresionarle.
—¿Entrenar para qué? —Pedro no podía ocultar su escepticismo.
—El fin de semana que viene corro la media maratón alrededor de Hyde Park. Queremos recaudar fondos para una serie de actos benéficos, y yo corro a favor de un hospital infantil. A lo mejor te gustaría patrocinarme —añadió mientras bajaba ligeramente la guardia. Él era un famoso multimillonario y las obras benéficas requerían todo el apoyo posible. No era momento de mostrarse orgullosa.
—Me encantará. ¿Cuántos kilómetros vas a correr?
—Casi veintiuno —admitió ella, aunque tenía sus dudas. No había entrenado del todo según lo programado y sólo faltaba una semana. Ella era de constitución atlética e iba regularmente al gimnasio, pero veintiún kilómetros de golpe parecían muchos.
—¿Cuánto corres en una sesión de entrenamiento?
—Más o menos la mitad —balbuceó ella.
—Ya —había una mirada divertida en sus oscuros ojos. Estaba claro que no la creía capaz de hacerlo, pero le demostraría que se equivocaba.
—Estoy en bastante buena forma, y no preveo complicaciones —dijo ella fríamente mientras cruzaba los dedos tras la espalda.
—Mauro es un padre devoto y supongo que habrá entregado una generosa cantidad en beneficio de los niños —dijo él tras mirarla fijamente unos minutos—. Igualaré su donativo.
—¿Estás seguro? Se trata de una cifra de seis dígitos —protestó ella ligeramente.
—¿Estás diciendo que la causa no necesita del dinero?
—Por supuesto que sí —el hospital incluso podría abrir antes de lo esperado, admitió ella mientras se mordía el labio inferior—. Pero ¿Seguro que quieres patrocinarme con una cantidad tan elevada? —tenía que ser una trampa. Él nunca ofrecería esa cantidad sin exigir algo a cambio.
Sintió su oscura mirada sobre ella, detenida sobre sus pechos antes de deslizarse por sus finas caderas y las largas piernas. El ardor de su mirada le hizo temblar. Si se atrevía a hacer la canallesca sugerencia de que se acostara con él a cambio de su donativo, ella saldría por la puerta antes de que él pudiese pestañear, tras indicarle por dónde podía meterse su donativo.
—Estoy en posición de hacer donaciones a muchas obras de caridad —dijo él—, pero cuéntame por qué apoyas a ésta en concreto.
—Me parte el alma pensar en los niños enfermos —Paula se encogió de hombros—. Solía visitar a Sofía durante sus sesiones de quimioterapia. Era tan valiente, como los niños enfermos que he conocido desde entonces. Si puedo utilizar mi —soltó una carcajada—, fama para reunir dinero para la causa, haré cualquier cosa.
Bueno, casi cualquier cosa, se corrigió en silencio al ver que él se acercaba y le apartaba un mechón de cabello de la cara. Fue un gesto muy íntimo y ella se puso rígida.
—De acuerdo. Haré una importante donación para tu obra y a cambio tú correrás veintiún kilómetros y… —su repentina sonrisa hizo que ella se quedara sin aliento, incapaz de dejar de mirar su boca.
—¿Y qué? —preguntó recelosamente. Sabía que tenía que haber trampa.
—Y tú cenarás conmigo —sentenció con un brillo en la mirada que indicaba que leía su mente a la perfección—. ¿De qué tienes miedo, Paula? Te prometo no sorber la sopa —aseguró seriamente.
Ella sentía arder sus mejillas con una mezcla de vergüenza y, que Dios la perdonase, desilusión. Debería sentirse aliviada porque no había reclamado su derecho a hacer realidad el deseo que reflejaba su mirada. A lo mejor había malinterpretado las señales. Había estado tan concentrada en luchar contra la atracción que sentía que había pensado que esa atracción era mutua.
—¿Trato hecho? —él había aprovechado sus dudas para deslizar la mano bajo su barbilla e inclinar su rostro hacia él de manera que no tuvo más remedio que mirarlo a los ojos.
—Supongo que sí —murmuró ella, tras sonrojarse de nuevo.
—Será una noche memorable.
—Sí, todos esos lavados de pelo deben de ser agotadores —Pedro la esperaba al final de la escalera.
—No te preocupes —Sofía intentó aguantarse la risa—. Iré a buscar tu chaqueta.
Se hizo el silencio y Paula estaba casi segura de que Pedro podría escuchar el errático latido de su corazón. Intentó pensar en algo que decir, pero su cerebro parecía haberse largado y sólo se le ocurrían sandeces que reforzarían la teoría de él de que era una rubia sin cerebro.
—¿De modo que estarás liada toda la semana? Un apretado horario en algún salón de belleza, sin duda —dijo él lentamente, provocando al instante su ira.
—En realidad, tengo que entrenar toda la semana —dijo ella secamente.
Se sentía como una adolescente y era consciente de lo aniñada que sonaba su voz cuando intentaba impresionarle.
—¿Entrenar para qué? —Pedro no podía ocultar su escepticismo.
—El fin de semana que viene corro la media maratón alrededor de Hyde Park. Queremos recaudar fondos para una serie de actos benéficos, y yo corro a favor de un hospital infantil. A lo mejor te gustaría patrocinarme —añadió mientras bajaba ligeramente la guardia. Él era un famoso multimillonario y las obras benéficas requerían todo el apoyo posible. No era momento de mostrarse orgullosa.
—Me encantará. ¿Cuántos kilómetros vas a correr?
—Casi veintiuno —admitió ella, aunque tenía sus dudas. No había entrenado del todo según lo programado y sólo faltaba una semana. Ella era de constitución atlética e iba regularmente al gimnasio, pero veintiún kilómetros de golpe parecían muchos.
—¿Cuánto corres en una sesión de entrenamiento?
—Más o menos la mitad —balbuceó ella.
—Ya —había una mirada divertida en sus oscuros ojos. Estaba claro que no la creía capaz de hacerlo, pero le demostraría que se equivocaba.
—Estoy en bastante buena forma, y no preveo complicaciones —dijo ella fríamente mientras cruzaba los dedos tras la espalda.
—Mauro es un padre devoto y supongo que habrá entregado una generosa cantidad en beneficio de los niños —dijo él tras mirarla fijamente unos minutos—. Igualaré su donativo.
—¿Estás seguro? Se trata de una cifra de seis dígitos —protestó ella ligeramente.
—¿Estás diciendo que la causa no necesita del dinero?
—Por supuesto que sí —el hospital incluso podría abrir antes de lo esperado, admitió ella mientras se mordía el labio inferior—. Pero ¿Seguro que quieres patrocinarme con una cantidad tan elevada? —tenía que ser una trampa. Él nunca ofrecería esa cantidad sin exigir algo a cambio.
Sintió su oscura mirada sobre ella, detenida sobre sus pechos antes de deslizarse por sus finas caderas y las largas piernas. El ardor de su mirada le hizo temblar. Si se atrevía a hacer la canallesca sugerencia de que se acostara con él a cambio de su donativo, ella saldría por la puerta antes de que él pudiese pestañear, tras indicarle por dónde podía meterse su donativo.
—Estoy en posición de hacer donaciones a muchas obras de caridad —dijo él—, pero cuéntame por qué apoyas a ésta en concreto.
—Me parte el alma pensar en los niños enfermos —Paula se encogió de hombros—. Solía visitar a Sofía durante sus sesiones de quimioterapia. Era tan valiente, como los niños enfermos que he conocido desde entonces. Si puedo utilizar mi —soltó una carcajada—, fama para reunir dinero para la causa, haré cualquier cosa.
Bueno, casi cualquier cosa, se corrigió en silencio al ver que él se acercaba y le apartaba un mechón de cabello de la cara. Fue un gesto muy íntimo y ella se puso rígida.
—De acuerdo. Haré una importante donación para tu obra y a cambio tú correrás veintiún kilómetros y… —su repentina sonrisa hizo que ella se quedara sin aliento, incapaz de dejar de mirar su boca.
—¿Y qué? —preguntó recelosamente. Sabía que tenía que haber trampa.
—Y tú cenarás conmigo —sentenció con un brillo en la mirada que indicaba que leía su mente a la perfección—. ¿De qué tienes miedo, Paula? Te prometo no sorber la sopa —aseguró seriamente.
Ella sentía arder sus mejillas con una mezcla de vergüenza y, que Dios la perdonase, desilusión. Debería sentirse aliviada porque no había reclamado su derecho a hacer realidad el deseo que reflejaba su mirada. A lo mejor había malinterpretado las señales. Había estado tan concentrada en luchar contra la atracción que sentía que había pensado que esa atracción era mutua.
—¿Trato hecho? —él había aprovechado sus dudas para deslizar la mano bajo su barbilla e inclinar su rostro hacia él de manera que no tuvo más remedio que mirarlo a los ojos.
—Supongo que sí —murmuró ella, tras sonrojarse de nuevo.
—Será una noche memorable.
martes, 22 de octubre de 2019
Desafío: Capítulo 4
Al fijar su mirada en la suave curva de su boca, su cuerpo reaccionó involuntariamente ante los labios escarlata, brillantes y húmedos, y tan malditamente sexys que él sintió una oleada de calor. La había deseado desde la primera vez que la vió en Zathos, pero el bautizo de su ahijado no era momento para ceder a sus deseos carnales. Paula, evidentemente, había pensado igual. Lo había tratado con una fría indiferencia que le había divertido e intrigado, sobre todo porque su pose no había ocultado la feroz atracción que sentía por él.
Él había notado el rubor de sus mejillas cada vez que se acercaba a ella. Sin duda formaba parte de una actuación impecable, pero la inocencia de ese rubor, junto con su aire sensual, le había obligado a contenerse para no tomarla en sus brazos y explorar esos tentadores labios con los suyos. La llamada que lo había requerido en su empresa le había contrariado, sorprendentemente, porque, que él recordara, el trabajo había sido siempre su amante favorita, justo delante de su familia. Pero, por primera vez, había lamentado no poder quedarse más tiempo en Zathos para admirar a esa rubia de piernas torneadas que dominaba sus pensamientos. Gran parte de los últimos dos meses los había pasado en Atenas dedicado a la tarea de reorganizar su vida personal, y sobre todo de terminar con su amante. No quería ninguna complicación en su camino hacia la conquista de Paula y contempló las lágrimas de Rocío con irritación. Rocío nunca había estado enamorada de él, sino más bien de su cartera. Desde el principio había dejado claro, como hacía siempre, que no buscaba amor ni compromiso. Rocío había terminado por consolarse con algunos regalos caros, de modo que él se encontraba libre y dispuesto a descubrir si la química que había sentido entre Paula y él en Zathos era tan explosiva como prometía. Observó que Paula le hablaba y se esforzó por vaciar su mente de la erótica fantasía de explorar su cuerpo. Dedujo por el tono de ella que la había enfadado y sus labios se curvaron ante la mirada furiosa que ella le dedicó.
—No veo por qué mis hábitos alimentarios pueden ser de tu incumbencia. Llevo una dieta normal y sana —le dijo indignada.
—Me alegra oírlo. Así podrás cenar conmigo mañana. Te recogeré a las siete.
Otro invitado llamó su atención, mientras Paula hervía en silencio y esperaba una oportunidad para dejarle claro que no estaba disponible al día siguiente, ni nunca, para él. ¿Cómo se atrevía a dar por hecho que ella aceptaría alegremente? No era más que otra prueba de que él pensaba que era una rubia tonta, incapaz de pensar por sí misma. Era el hombre más arrogante que había conocido jamás y, en cuanto pudiera, le rechazaría sin más. Para su pesar, Pedro no le hizo ni caso durante el resto de la velada y ella se preguntaba si Sofía se enfadaría si se marchaba con el pretexto de un dolor de cabeza cuando él volvió a dirigirse a ella.
—¿Te apetece ir a algún sitio en especial mañana? —preguntó con toda naturalidad.
—Me temo que voy a rechazar tu amable invitación —Paula le dedicó una de sus sonrisas garantizadas para congelar al más ardiente admirador—. Mañana por la noche estoy ocupada.
—No hay problema —aseguró él—. Lo haremos la noche siguiente.
—También estaré ocupada.
—¿Y la siguiente? —él enarcó las cejas y habló en tono sardónico y aburrido.
—Me temo que no podré.
—No tenía ni idea de que ser modelo te quitaba tanto tiempo.
—No he dicho que fuera a trabajar —le espetó ella acaloradamente. ¿Tan grande era su ego que no aceptaba una negativa por respuesta?—. ¿No has pensado que puedo estar saliendo con alguien?
—¿Lo estás? —preguntó él tras una pausa.
—No —admitió ella, consciente de que habían atraído la atención del resto de los comensales de la mesa, sobre todo de Sofía.
—¿Y qué vas a hacer todas las noches de esta semana? —preguntó Pedro desafiante.
Maldita sea. Había conseguido darle la vuelta a la conversación y hacer que ella se sintiera culpable por rechazar una sencilla cena. Ella no tenía por qué sentirse culpable. Si él era tan engreído como para pensar que estaba disponible para él, se merecía un buen rechazo.
—Me voy a lavar el pelo —soltó sin molestarse en ocultar la acritud en su voz y mientras lo miraba a la espera de su reacción.
—No se puede negar que vives una vida plena —murmuró mientras sonreía divertido. Luego se volvió hacia otro comensal y dejó a Paula con la sensación de haber perdido el primer punto.
Ella era consciente de las miradas, ligeramente avergonzadas, del resto de la mesa y notaba sus mejillas ardientes. Lo había conseguido ¿No? Pedro había dejado claro que ya no sentía interés por ella. ¿Por qué se sentía tan mal? Ella no quería cenar con él, pero las palabras sonaron tan falsas como cuando Sofía le pidió una explicación.
—Pensé que te gustaba Pedro —dijo su amiga, tras pedirle a Paula que subiera con ella a ver a Benjamín—. Sólo te ha invitado a cenar, Pau, no te ha pedido que te metas en su cama.
—Tuve la impresión de que una cosa no era más que el preludio de la otra — contestó Paula secamente—. Tú misma dijiste que Pedro Alfonso es un famoso mujeriego y no tengo intención de convertirme en otra de sus conquistas.
—Pues es una pena —murmuró Sofía en voz casi inaudible, aunque no lo suficiente.
—¿Qué quieres decir, exactamente?
—Que no puedes pasarte la vida rechazando a la gente por miedo.
—No tengo miedo de Pedro —contestó Paula, aunque no era del todo cierto. El enigmático griego la alteraba más de lo que quería reconocer.
—¿Cuándo aceptarás que los pecados de tu padre no se repetirán en cada hombre que conozcas? —Sofía suspiró—. No todos los hombres son adúlteros en serie.
—¿De verdad sugieres que Pedro podría ser un amante dedicado y fiel? — preguntó Paula—. Su récord es apabullante. Sé cómo es, Sofi. Todos los días conozco a hombres como él y, confía en mí, sólo le interesa una cosa. Y no la conseguirá de mí —salió de la habitación con Sofía y dió un respingo cuando una figura emergió de entre las sombras.
—¡Pedro! Nos has asustado —dijo Sofía mientras Paula rezaba por que se la tragase la tierra.
—Lo siento. Mauri dijo que estaban con Benja y quería echarle un vistazo a mi ahijado. Espero no haberos interrumpido —dijo mientras sonreía sin apartar la mirada de Paula.
—En absoluto, sólo… charlábamos —murmuró ella mientras se ruborizaba.
—Ya lo he oído —dijo él en un tono aburrido.
Paula había estado a la defensiva toda la velada y Pedro supuso que era por hacerse la inaccesible, un juego que a él le divertía para un rato. A menudo, la excitación de la caza era lo mejor de una relación. Pero los retazos de conversación que había oído entre Paula y Sofía le hicieron cambiar de idea. La prensa había exagerado su fama de playboy, pero desde luego no era ningún santo, admitió. No sabía nada sobre la situación familiar de ella, pero si su padre era realmente un adúltero, eso explicaba su resistencia a admitir la atracción que sentía por él. Atracción que, sin embargo, estaba ahí. Ya no le quedaba ninguna duda tras ver cómo ella había sido incapaz de apartar la mirada de él durante toda la velada.
Él había notado el rubor de sus mejillas cada vez que se acercaba a ella. Sin duda formaba parte de una actuación impecable, pero la inocencia de ese rubor, junto con su aire sensual, le había obligado a contenerse para no tomarla en sus brazos y explorar esos tentadores labios con los suyos. La llamada que lo había requerido en su empresa le había contrariado, sorprendentemente, porque, que él recordara, el trabajo había sido siempre su amante favorita, justo delante de su familia. Pero, por primera vez, había lamentado no poder quedarse más tiempo en Zathos para admirar a esa rubia de piernas torneadas que dominaba sus pensamientos. Gran parte de los últimos dos meses los había pasado en Atenas dedicado a la tarea de reorganizar su vida personal, y sobre todo de terminar con su amante. No quería ninguna complicación en su camino hacia la conquista de Paula y contempló las lágrimas de Rocío con irritación. Rocío nunca había estado enamorada de él, sino más bien de su cartera. Desde el principio había dejado claro, como hacía siempre, que no buscaba amor ni compromiso. Rocío había terminado por consolarse con algunos regalos caros, de modo que él se encontraba libre y dispuesto a descubrir si la química que había sentido entre Paula y él en Zathos era tan explosiva como prometía. Observó que Paula le hablaba y se esforzó por vaciar su mente de la erótica fantasía de explorar su cuerpo. Dedujo por el tono de ella que la había enfadado y sus labios se curvaron ante la mirada furiosa que ella le dedicó.
—No veo por qué mis hábitos alimentarios pueden ser de tu incumbencia. Llevo una dieta normal y sana —le dijo indignada.
—Me alegra oírlo. Así podrás cenar conmigo mañana. Te recogeré a las siete.
Otro invitado llamó su atención, mientras Paula hervía en silencio y esperaba una oportunidad para dejarle claro que no estaba disponible al día siguiente, ni nunca, para él. ¿Cómo se atrevía a dar por hecho que ella aceptaría alegremente? No era más que otra prueba de que él pensaba que era una rubia tonta, incapaz de pensar por sí misma. Era el hombre más arrogante que había conocido jamás y, en cuanto pudiera, le rechazaría sin más. Para su pesar, Pedro no le hizo ni caso durante el resto de la velada y ella se preguntaba si Sofía se enfadaría si se marchaba con el pretexto de un dolor de cabeza cuando él volvió a dirigirse a ella.
—¿Te apetece ir a algún sitio en especial mañana? —preguntó con toda naturalidad.
—Me temo que voy a rechazar tu amable invitación —Paula le dedicó una de sus sonrisas garantizadas para congelar al más ardiente admirador—. Mañana por la noche estoy ocupada.
—No hay problema —aseguró él—. Lo haremos la noche siguiente.
—También estaré ocupada.
—¿Y la siguiente? —él enarcó las cejas y habló en tono sardónico y aburrido.
—Me temo que no podré.
—No tenía ni idea de que ser modelo te quitaba tanto tiempo.
—No he dicho que fuera a trabajar —le espetó ella acaloradamente. ¿Tan grande era su ego que no aceptaba una negativa por respuesta?—. ¿No has pensado que puedo estar saliendo con alguien?
—¿Lo estás? —preguntó él tras una pausa.
—No —admitió ella, consciente de que habían atraído la atención del resto de los comensales de la mesa, sobre todo de Sofía.
—¿Y qué vas a hacer todas las noches de esta semana? —preguntó Pedro desafiante.
Maldita sea. Había conseguido darle la vuelta a la conversación y hacer que ella se sintiera culpable por rechazar una sencilla cena. Ella no tenía por qué sentirse culpable. Si él era tan engreído como para pensar que estaba disponible para él, se merecía un buen rechazo.
—Me voy a lavar el pelo —soltó sin molestarse en ocultar la acritud en su voz y mientras lo miraba a la espera de su reacción.
—No se puede negar que vives una vida plena —murmuró mientras sonreía divertido. Luego se volvió hacia otro comensal y dejó a Paula con la sensación de haber perdido el primer punto.
Ella era consciente de las miradas, ligeramente avergonzadas, del resto de la mesa y notaba sus mejillas ardientes. Lo había conseguido ¿No? Pedro había dejado claro que ya no sentía interés por ella. ¿Por qué se sentía tan mal? Ella no quería cenar con él, pero las palabras sonaron tan falsas como cuando Sofía le pidió una explicación.
—Pensé que te gustaba Pedro —dijo su amiga, tras pedirle a Paula que subiera con ella a ver a Benjamín—. Sólo te ha invitado a cenar, Pau, no te ha pedido que te metas en su cama.
—Tuve la impresión de que una cosa no era más que el preludio de la otra — contestó Paula secamente—. Tú misma dijiste que Pedro Alfonso es un famoso mujeriego y no tengo intención de convertirme en otra de sus conquistas.
—Pues es una pena —murmuró Sofía en voz casi inaudible, aunque no lo suficiente.
—¿Qué quieres decir, exactamente?
—Que no puedes pasarte la vida rechazando a la gente por miedo.
—No tengo miedo de Pedro —contestó Paula, aunque no era del todo cierto. El enigmático griego la alteraba más de lo que quería reconocer.
—¿Cuándo aceptarás que los pecados de tu padre no se repetirán en cada hombre que conozcas? —Sofía suspiró—. No todos los hombres son adúlteros en serie.
—¿De verdad sugieres que Pedro podría ser un amante dedicado y fiel? — preguntó Paula—. Su récord es apabullante. Sé cómo es, Sofi. Todos los días conozco a hombres como él y, confía en mí, sólo le interesa una cosa. Y no la conseguirá de mí —salió de la habitación con Sofía y dió un respingo cuando una figura emergió de entre las sombras.
—¡Pedro! Nos has asustado —dijo Sofía mientras Paula rezaba por que se la tragase la tierra.
—Lo siento. Mauri dijo que estaban con Benja y quería echarle un vistazo a mi ahijado. Espero no haberos interrumpido —dijo mientras sonreía sin apartar la mirada de Paula.
—En absoluto, sólo… charlábamos —murmuró ella mientras se ruborizaba.
—Ya lo he oído —dijo él en un tono aburrido.
Paula había estado a la defensiva toda la velada y Pedro supuso que era por hacerse la inaccesible, un juego que a él le divertía para un rato. A menudo, la excitación de la caza era lo mejor de una relación. Pero los retazos de conversación que había oído entre Paula y Sofía le hicieron cambiar de idea. La prensa había exagerado su fama de playboy, pero desde luego no era ningún santo, admitió. No sabía nada sobre la situación familiar de ella, pero si su padre era realmente un adúltero, eso explicaba su resistencia a admitir la atracción que sentía por él. Atracción que, sin embargo, estaba ahí. Ya no le quedaba ninguna duda tras ver cómo ella había sido incapaz de apartar la mirada de él durante toda la velada.
Desafío: Capítulo 3
Mientras avanzaban hasta la mesa, ella fue consciente del roce del muslo de él contra el suyo y se puso rígida. ¿Qué le pasaba? Era Paula Chaves y su apodo, bien merecido, era «Princesa de hielo». Nadie la había pillado con la guardia baja, jamás, y le enfurecía ver que el arrogante y presuntuoso griego tenía la capacidad de alterar su equilibrio. Nunca más, se juró cuando Pedro le sujetó la silla para que se sentara antes de hacerlo él mismo a su lado. Ella percibió su loción para después del afeitado, una mezcla especiada y exótica que volvió locos sus sentidos y le obligó a hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para extender la servilleta y sonreírle con un aire de seguridad que no sentía. Él se mostraba demasiado insistente, demasiado confiado y ella decidió obsequiarle con la fría indiferencia que había llegado a perfeccionar hasta convertir en un arte. El primer plato consistió en un delicioso cóctel de marisco compuesto de gambas sobre un lecho de lechuga y una deliciosa salsa. Paula no había comido nada desde su desayuno de yogur y fruta, y llevaba todo el día en tensión ante la perspectiva de volver a verlo.
—¿Te gustó el viaje a Sudáfrica? Los paisajes son increíbles.
—Fue un viaje de trabajo, sin tiempo para hacer turismo —la sensualidad de su voz la envolvía, y apenas podía tragar. El viaje, como siempre, se había centrado en los vestíbulos de hotel, con unos días en la playa para posar unos modelos de trajes de baño.
—Es una lástima. Las flores silvestres de la sabana son increíbles en esta época del año. ¿Siempre trabajas con unos horarios tan ajustados? —preguntó Pedro en un tono que dejaba claro que no le interesaba demasiado recibir explicaciones sobre modelitos.
—Por sorprendente que parezca, el trabajo de modelo es una profesión muy exigente que yo me tomo muy en serio. Me pagaron por hacer un trabajo en Sudáfrica, no para disfrutar de vacaciones pagadas.
—Tu actitud es encomiable —le aseguró Pedro, aunque ella detectó un destello de humor en su mirada.
A ella le enfurecía la opinión de que las mujeres hermosas no tenían nada en la cabeza. Estuvo a punto de explicarle que acababa de terminar el cuarto año de la carrera de Económicas por correspondencia, pero se lo pensó mejor. ¿Qué importaba lo que Pedro Alfonso pensara de ella? Su opinión le traía sin cuidado. De repente descubrió que ya no tenía apetito. Sin embargo, él comía con entusiasmo. Ella no le quitaba ojo, pendiente de cada uno de sus movimientos. Por la breve conversación mantenida en Zathos, ella sabía que su padre había insistido en que él lo aprendiera todo sobre el negocio de la construcción. Su familia sería dueña de la multimillonaria Alfonso Construction, pero Pedro había empezado como peón.
Tras veinte años, era un experto en la materia y podía pasar la mayor parte del tiempo en la sala de juntas y no en la obra, a pesar de lo cual conservaba el increíble físico adquirido con el trabajo duro. Sus manos eran fuertes y bronceadas. Bronceado adquirido bajo el ardiente sol de Grecia. Ella no pudo reprimir un escalofrío ante la idea de esos dedos acariciando su cuerpo. Debía de ser una sensación algo abrasiva. Ella se preguntó si el oscuro vello que tenía en las muñecas se continuaría por el resto del cuerpo. Sin duda, en el pecho sí lo tendría. ¿Se afeitaría el vello corporal como la mayoría de sus compañeros modelos? En el mundo superficial en el que ella se movía, la abrumadora masculinidad de Pedro era inusual e inquietante, pero incuestionablemente sexy. Evocaba en ella pensamientos y sentimientos inesperados y escandalosos. Su tensión le pasó factura y se atragantó con una gamba.
—Tranquila, intenta beber un poco de agua —sus atenciones hicieron que las lágrimas afloraran a los ojos de ella mientras bebía un sorbo de agua del vaso que él le ofrecía—. ¿Mejor? —sus ojos no eran negros, como ella pensó al principio, sino de un profundo caoba oscuro y aterciopelado.
—Sí, gracias —murmuró ella mientras intentaba recuperar la compostura.
Gran parte de su vida la había pasado en actos sociales en compañía de algunos de los hombres más atractivos del mundo, y Pedro no iba a ser demasiado para ella. Se sirvió el plato principal, pero Paula no hizo justicia a la excelente cocina de la señora Jessop y se dedicó a juguetear con el tenedor para aparentar que comía.
—¿No tienes hambre, o es que eres una de esas mujeres que cuenta cada caloría que ingiere? —le murmuró Pedro al oído—. Tienes un cuerpo espectacular, Paula, pero no me gustaría que estuvieras más delgada —añadió sin importarle la mirada furiosa que ella le dedicó.
Sus palabras fueron la gota que colmó el vaso. ¿Cómo se atrevía a hacer comentarios personales? Ella no iba a darle la oportunidad de ver su cuerpo, se juró Paula sin darse cuenta de que él podía leer esos pensamientos que habían oscurecido sus ojos hasta un tono cobalto.
Paula Chaves era exquisita, fina como una figurita de porcelana, admiró Pedro, incapaz de apartar la mirada de la delicada belleza de su rostro. Sus rasgos eran perfectos y la inclinación de su boca era toda una invitación de sensualidad que él ansiaba aceptar. No se podía viajar a ninguna parte del mundo sin ver su rostro en algún cartel publicitario o revista. Él había leído que la empresa de cosméticos que ella representaba le había ofrecido un contrato multimillonario, y no era de extrañar. Llevaba su pelo rubio recogido en un moño y sus enormes ojos estaban cuidadosamente maquillados. Era el referente de toda mujer y la fantasía de cualquier hombre con sangre en las venas.
—¿Te gustó el viaje a Sudáfrica? Los paisajes son increíbles.
—Fue un viaje de trabajo, sin tiempo para hacer turismo —la sensualidad de su voz la envolvía, y apenas podía tragar. El viaje, como siempre, se había centrado en los vestíbulos de hotel, con unos días en la playa para posar unos modelos de trajes de baño.
—Es una lástima. Las flores silvestres de la sabana son increíbles en esta época del año. ¿Siempre trabajas con unos horarios tan ajustados? —preguntó Pedro en un tono que dejaba claro que no le interesaba demasiado recibir explicaciones sobre modelitos.
—Por sorprendente que parezca, el trabajo de modelo es una profesión muy exigente que yo me tomo muy en serio. Me pagaron por hacer un trabajo en Sudáfrica, no para disfrutar de vacaciones pagadas.
—Tu actitud es encomiable —le aseguró Pedro, aunque ella detectó un destello de humor en su mirada.
A ella le enfurecía la opinión de que las mujeres hermosas no tenían nada en la cabeza. Estuvo a punto de explicarle que acababa de terminar el cuarto año de la carrera de Económicas por correspondencia, pero se lo pensó mejor. ¿Qué importaba lo que Pedro Alfonso pensara de ella? Su opinión le traía sin cuidado. De repente descubrió que ya no tenía apetito. Sin embargo, él comía con entusiasmo. Ella no le quitaba ojo, pendiente de cada uno de sus movimientos. Por la breve conversación mantenida en Zathos, ella sabía que su padre había insistido en que él lo aprendiera todo sobre el negocio de la construcción. Su familia sería dueña de la multimillonaria Alfonso Construction, pero Pedro había empezado como peón.
Tras veinte años, era un experto en la materia y podía pasar la mayor parte del tiempo en la sala de juntas y no en la obra, a pesar de lo cual conservaba el increíble físico adquirido con el trabajo duro. Sus manos eran fuertes y bronceadas. Bronceado adquirido bajo el ardiente sol de Grecia. Ella no pudo reprimir un escalofrío ante la idea de esos dedos acariciando su cuerpo. Debía de ser una sensación algo abrasiva. Ella se preguntó si el oscuro vello que tenía en las muñecas se continuaría por el resto del cuerpo. Sin duda, en el pecho sí lo tendría. ¿Se afeitaría el vello corporal como la mayoría de sus compañeros modelos? En el mundo superficial en el que ella se movía, la abrumadora masculinidad de Pedro era inusual e inquietante, pero incuestionablemente sexy. Evocaba en ella pensamientos y sentimientos inesperados y escandalosos. Su tensión le pasó factura y se atragantó con una gamba.
—Tranquila, intenta beber un poco de agua —sus atenciones hicieron que las lágrimas afloraran a los ojos de ella mientras bebía un sorbo de agua del vaso que él le ofrecía—. ¿Mejor? —sus ojos no eran negros, como ella pensó al principio, sino de un profundo caoba oscuro y aterciopelado.
—Sí, gracias —murmuró ella mientras intentaba recuperar la compostura.
Gran parte de su vida la había pasado en actos sociales en compañía de algunos de los hombres más atractivos del mundo, y Pedro no iba a ser demasiado para ella. Se sirvió el plato principal, pero Paula no hizo justicia a la excelente cocina de la señora Jessop y se dedicó a juguetear con el tenedor para aparentar que comía.
—¿No tienes hambre, o es que eres una de esas mujeres que cuenta cada caloría que ingiere? —le murmuró Pedro al oído—. Tienes un cuerpo espectacular, Paula, pero no me gustaría que estuvieras más delgada —añadió sin importarle la mirada furiosa que ella le dedicó.
Sus palabras fueron la gota que colmó el vaso. ¿Cómo se atrevía a hacer comentarios personales? Ella no iba a darle la oportunidad de ver su cuerpo, se juró Paula sin darse cuenta de que él podía leer esos pensamientos que habían oscurecido sus ojos hasta un tono cobalto.
Paula Chaves era exquisita, fina como una figurita de porcelana, admiró Pedro, incapaz de apartar la mirada de la delicada belleza de su rostro. Sus rasgos eran perfectos y la inclinación de su boca era toda una invitación de sensualidad que él ansiaba aceptar. No se podía viajar a ninguna parte del mundo sin ver su rostro en algún cartel publicitario o revista. Él había leído que la empresa de cosméticos que ella representaba le había ofrecido un contrato multimillonario, y no era de extrañar. Llevaba su pelo rubio recogido en un moño y sus enormes ojos estaban cuidadosamente maquillados. Era el referente de toda mujer y la fantasía de cualquier hombre con sangre en las venas.
Desafío: Capítulo 2
Su voz era suave y melodiosa y a Paula le recordó el sonido de un violonchelo. Tenía un fuerte acento griego. Nunca antes había sonado su nombre tan sensual. Un escalofrío la recorrió mientras forzaba una breve e impersonal sonrisa.
—¡Señor Alfonso! Qué alegría verle de nuevo —ella alargó la mano y se quedó sin aliento cuando él la agarró y la atrajo hacia sí.
Antes de poder reaccionar, bajó la cabeza y la besó en ambas mejillas haciendo que se le pusiera la piel de gallina. Por su carrera como modelo, ella viajaba mucho y estaba acostumbrada al saludo europeo, pero su abrumadora reacción ante Pedro hizo que se sonrojara. Se apartó bruscamente mientras se le aceleraba el corazón y sentía el calor en sus venas. La cabeza le daba vueltas como si se hubiese bebido una botella entera de champán, y respiraba con dificultad.
—¿Qué tal está, señor Alfonso? —consiguió decir mientras sentía aumentar su irritación al ver la sonrisa de Pedro, indicativa de que era consciente de la reacción que había provocado en ella.
—Muy bien, gracias —dijo seriamente—. Me llamo Pedro, por si te habías olvidado —añadió en un tono que reflejaba una confianza que a ella le faltaba—. Creo que podemos dejarnos de formalidades, ¿No, Paula? A fin de cuentas, somos casi familia.
—No sé muy bien cómo has llegado a esa conclusión —Paula enarcó las cejas, agradecida porque sus años de experiencia le permitían mantener una apariencia y una voz relajada a pesar del caótico martilleo de su corazón.
—Soy el primo de Mauro, y tú eres la mejor amiga de Sofía, prácticamente son hermanas —sin que ella se diera cuenta, Pedro la había empujado hacia una esquina, ligeramente apartada del resto.
Estaba demasiado cerca para su gusto, incapaz de dejar de mirarlo o de apreciar el contraste entre su piel era morena y la blancura de los dientes que mostraba al sonreír. No era un hombre atractivo a la manera convencional y no poseía la perfección de rasgos que compartían los modelos con los que ella trabajaba. Tenía la nariz ligeramente aguileña, unas espesas cejas negras y la mandíbula cuadrada. La enorme envergadura de sus hombros y su fuerte complexión añadían un toque de rústica masculinidad. Pero lo que más llamaba la atención de Paula era su boca, sensual y de labios carnosos. Su beso no iba a ser de tierna seducción, pensó ella mientras se humedecía el labio inferior. Pedro exhalaba un magnetismo sexual que advertía de que exigía una entrega total. Era un amante desinhibido y posesivo que utilizaría su boca a modo de instrumento de tortura sensual. ¿Por qué se le había ocurrido esa idea?, se preguntó ella mientras centraba su mirada en la inmaculada camisa blanca. Ella era alta, pero se sentía como una enana a su lado, intimidada por la fuerza latente de su ancho y musculoso pecho.
—Vaya, Paula —su voz acarició cada sílaba del nombre—, estás increíble. Has estado fuera —sus ojos recorrieron su cuerpo mientras apreciaban su ligero bronceado—. Sudáfrica, ¿No?
—Pues sí, pero ¿Cómo…? —ella dió un respingo. Debía de habérselo dicho Sofía, a fin de cuentas no es que fuera un secreto de estado.
—Lo averigüé en tu agencia —admitió él sin atisbo de vergüenza en sus oscuros ojos cuando ella lo miró indignada.
—¿Por qué? —preguntó ella contrariada, incapaz de disimular su confusión ante el aparente interés que él mostraba por ella. Al conocerse en Zathos, él no se había molestado en ocultarle su desprecio hacia la profesión de modelo. De hecho, ella tenía la impresión de que la creía una muñeca descerebrada—. La agencia no da esa clase de información a cualquiera.
—A mí sí me la dieron, pero es que yo no soy cualquiera —afirmó con increíble arrogancia—. Soy Pedro Alfonso, y en cuanto les convencí de que era amigo tuyo, fueron de lo más amables.
—Pero no eres mi amigo. Apenas nos conocemos. Sólo nos hemos visto una vez, y el hecho de haber bailado juntos en el bautizo de nuestro ahijado no nos convierte en hermanos de leche.
Paula se hubiera tragado sus palabras. Su pecho se agitaba por el peso de la emoción y se comprimía bajo el ajustado vestido.
—Ahí lo tienes. Acabas de mencionar el inquebrantable nexo de unión entre nosotros: Benjamín, nuestro ahijado —afirmó Pedro cuando ella lo miró perpleja—. Yo diría que es una buena razón para conocernos mejor. Incluso es nuestro deber.
Paula se dió cuenta, furiosa, de que se burlaba de ella. Cuando Sofía le propuso ser la madrina de su hijo adoptivo, ella se mostró encantada. Era un honor y se había jurado estar a la altura mientras viajaba hacia Zathos para conocer al padrino. Desgraciadamente, el atractivo primo estaba lejos del ángel guardián que ella había imaginado que Sofía elegiría para su hijo, pero había sido elección de Mauro, que le tenía en gran estima y eso le bastaba a su mejor amiga. No tuvo más remedio que apartar sus dudas, pero no era capaz de imaginarse a Pedro mostrando el menor interés por un niño. De lo que no cabía duda era de su interés por las mujeres. Era un animal sexual casi primitivo. Una mirada de sus oscuros ojos bastaba para que a las mujeres les temblaran las rodillas. Lo sabía por propia experiencia. Las rodillas le habían fallado en el instante de serle presentado y en ese momento era consciente del temblor de sus piernas.
—Siento interrumpirlos, pero si no pasamos a cenar, la señora Jessop entrará en combustión espontánea —el tono alegre de Sofía sirvió para aliviar la tensión que agarrotaba a Paula.
—Vayamos entonces —Pedro se hizo a un lado mientras sonreía a la anfitriona—. Paula, me he dado cuenta de que esta noche no tienes pareja — murmuró con una voz aterciopelada que le provocó un escalofrío en la columna vertebral—. Yo también estoy solo y me encantaría acompañarte.
La propuesta era perfectamente razonable, tuvo que reconocer Paula, que asintió con una sonrisa forzada mientras le permitía que la tomara por el brazo.
—¡Señor Alfonso! Qué alegría verle de nuevo —ella alargó la mano y se quedó sin aliento cuando él la agarró y la atrajo hacia sí.
Antes de poder reaccionar, bajó la cabeza y la besó en ambas mejillas haciendo que se le pusiera la piel de gallina. Por su carrera como modelo, ella viajaba mucho y estaba acostumbrada al saludo europeo, pero su abrumadora reacción ante Pedro hizo que se sonrojara. Se apartó bruscamente mientras se le aceleraba el corazón y sentía el calor en sus venas. La cabeza le daba vueltas como si se hubiese bebido una botella entera de champán, y respiraba con dificultad.
—¿Qué tal está, señor Alfonso? —consiguió decir mientras sentía aumentar su irritación al ver la sonrisa de Pedro, indicativa de que era consciente de la reacción que había provocado en ella.
—Muy bien, gracias —dijo seriamente—. Me llamo Pedro, por si te habías olvidado —añadió en un tono que reflejaba una confianza que a ella le faltaba—. Creo que podemos dejarnos de formalidades, ¿No, Paula? A fin de cuentas, somos casi familia.
—No sé muy bien cómo has llegado a esa conclusión —Paula enarcó las cejas, agradecida porque sus años de experiencia le permitían mantener una apariencia y una voz relajada a pesar del caótico martilleo de su corazón.
—Soy el primo de Mauro, y tú eres la mejor amiga de Sofía, prácticamente son hermanas —sin que ella se diera cuenta, Pedro la había empujado hacia una esquina, ligeramente apartada del resto.
Estaba demasiado cerca para su gusto, incapaz de dejar de mirarlo o de apreciar el contraste entre su piel era morena y la blancura de los dientes que mostraba al sonreír. No era un hombre atractivo a la manera convencional y no poseía la perfección de rasgos que compartían los modelos con los que ella trabajaba. Tenía la nariz ligeramente aguileña, unas espesas cejas negras y la mandíbula cuadrada. La enorme envergadura de sus hombros y su fuerte complexión añadían un toque de rústica masculinidad. Pero lo que más llamaba la atención de Paula era su boca, sensual y de labios carnosos. Su beso no iba a ser de tierna seducción, pensó ella mientras se humedecía el labio inferior. Pedro exhalaba un magnetismo sexual que advertía de que exigía una entrega total. Era un amante desinhibido y posesivo que utilizaría su boca a modo de instrumento de tortura sensual. ¿Por qué se le había ocurrido esa idea?, se preguntó ella mientras centraba su mirada en la inmaculada camisa blanca. Ella era alta, pero se sentía como una enana a su lado, intimidada por la fuerza latente de su ancho y musculoso pecho.
—Vaya, Paula —su voz acarició cada sílaba del nombre—, estás increíble. Has estado fuera —sus ojos recorrieron su cuerpo mientras apreciaban su ligero bronceado—. Sudáfrica, ¿No?
—Pues sí, pero ¿Cómo…? —ella dió un respingo. Debía de habérselo dicho Sofía, a fin de cuentas no es que fuera un secreto de estado.
—Lo averigüé en tu agencia —admitió él sin atisbo de vergüenza en sus oscuros ojos cuando ella lo miró indignada.
—¿Por qué? —preguntó ella contrariada, incapaz de disimular su confusión ante el aparente interés que él mostraba por ella. Al conocerse en Zathos, él no se había molestado en ocultarle su desprecio hacia la profesión de modelo. De hecho, ella tenía la impresión de que la creía una muñeca descerebrada—. La agencia no da esa clase de información a cualquiera.
—A mí sí me la dieron, pero es que yo no soy cualquiera —afirmó con increíble arrogancia—. Soy Pedro Alfonso, y en cuanto les convencí de que era amigo tuyo, fueron de lo más amables.
—Pero no eres mi amigo. Apenas nos conocemos. Sólo nos hemos visto una vez, y el hecho de haber bailado juntos en el bautizo de nuestro ahijado no nos convierte en hermanos de leche.
Paula se hubiera tragado sus palabras. Su pecho se agitaba por el peso de la emoción y se comprimía bajo el ajustado vestido.
—Ahí lo tienes. Acabas de mencionar el inquebrantable nexo de unión entre nosotros: Benjamín, nuestro ahijado —afirmó Pedro cuando ella lo miró perpleja—. Yo diría que es una buena razón para conocernos mejor. Incluso es nuestro deber.
Paula se dió cuenta, furiosa, de que se burlaba de ella. Cuando Sofía le propuso ser la madrina de su hijo adoptivo, ella se mostró encantada. Era un honor y se había jurado estar a la altura mientras viajaba hacia Zathos para conocer al padrino. Desgraciadamente, el atractivo primo estaba lejos del ángel guardián que ella había imaginado que Sofía elegiría para su hijo, pero había sido elección de Mauro, que le tenía en gran estima y eso le bastaba a su mejor amiga. No tuvo más remedio que apartar sus dudas, pero no era capaz de imaginarse a Pedro mostrando el menor interés por un niño. De lo que no cabía duda era de su interés por las mujeres. Era un animal sexual casi primitivo. Una mirada de sus oscuros ojos bastaba para que a las mujeres les temblaran las rodillas. Lo sabía por propia experiencia. Las rodillas le habían fallado en el instante de serle presentado y en ese momento era consciente del temblor de sus piernas.
—Siento interrumpirlos, pero si no pasamos a cenar, la señora Jessop entrará en combustión espontánea —el tono alegre de Sofía sirvió para aliviar la tensión que agarrotaba a Paula.
—Vayamos entonces —Pedro se hizo a un lado mientras sonreía a la anfitriona—. Paula, me he dado cuenta de que esta noche no tienes pareja — murmuró con una voz aterciopelada que le provocó un escalofrío en la columna vertebral—. Yo también estoy solo y me encantaría acompañarte.
La propuesta era perfectamente razonable, tuvo que reconocer Paula, que asintió con una sonrisa forzada mientras le permitía que la tomara por el brazo.
Desafío: Capítulo 1
Los últimos rayos de sol se reflejaban sobre los muros de Ottesbourne House, que relucía como el oro. Mientras Paula avanzaba por el camino de grava buscó su espejito en el bolso. Su carrera como modelo, y ser el rostro de una compañía cosmética internacional, le exigía estar impecable a todas horas, aunque en privado solía optar por un aspecto más natural. Aquella noche se había esmerado. Su tersa piel de porcelana se estiraba sobre unos altos pómulos. Los ojos, azul oscuro, resaltaban gracias a una sombra de color gris y sus labios estaban cubiertos de un bonito brillo de color escarlata. Normalmente no iba tan arreglada cuando se reunía con su íntima amiga, Sofía Niarchou, y su marido, Mauro, en su casa de campo de Hertforshire. Sobre todo porque siempre acababa sentada en el suelo con su ahijado, Benjamín. Pero aquella noche era diferente y, vestida con el ajustado vestido negro de diseño, estaba arrebatadora. «Adiós Pau y hola Paula Chaves, sofisticada supermodelo», pensó ella con sorna mientras respiraba hondo. Desde que Kezia había anunciado que Pedro, el primo de Mauro, acudiría a la cena, tenía los nervios a flor de piel. Pedro Alfonso era especial y en esos momentos ella preferiría estar en la otra punta del planeta.
—Elegantemente tarde es una cosa, pero te has pasado —saludó Sofía alegremente—. Por suerte el primer plato es frío, aunque de la cocina llegan murmullos sobre la preocupación de la señora Jessop por su boeuf en croúte.
—Lo siento ¿No recibiste mi mensaje? Tuve un pinchazo —se disculpó Paula—. Por suerte ese chico tan majo del piso de abajo me colocó la rueda de repuesto.
—Menos mal. Con ese vestido no hubieras podido hacerlo tú. Estás estupenda y me gustaría saber a quién pretendes impresionar —murmuró Sofía con ojos de asombro al ver que Paula se sonrojaba—. No será por Pedro, ¿Verdad?
—No, no lo es —contestó Paula mientras intentaba darle un tono divertido a su voz.
Eran como hermanas y su amistad había sobrevivido al amargo divorcio de los padres de Paula y a la leucemia de Sofía. Sus lazos eran irrompibles, pero algunas cosas eran demasiado personales para ser compartidas, entre ellas su inexplicable fascinación por Pedro Alfonso. La fama del primo de Mauro como despiadado empresario era casi tan legendaria como los rumores sobre sus proezas en la cama. Se decía que era un amante activo con un insaciable apetito por las rubias sofisticadas, y Paula no tenía intención de engrosar su lista de conquistas. Pero, para su propia desesperación, ella había sido incapaz de olvidarlo desde hacía dos meses.
—Pau, ¿Qué te apetece beber? —Mauro Niarchou se acercó a saludarla.
Era alto, moreno y muy atractivo, y había dejado atrás sin problemas su papel de playboy para dedicarse a ser esposo y padre. Paula pensó que así debía ser el matrimonio al ver el brillo de la mirada de Mauro cuando miraba a su esposa. Ningún hombre la había mirado con tan tierna adoración y ella sintió una punzada de envidia que desapareció de inmediato. Sofía se merecía ser feliz, y Paula se alegraba sinceramente. De todos modos, a ella no le entusiasmaba el matrimonio.Sus padres iban por el tercero cada uno y ella no tenía intención de seguir su ejemplo.
—He oído que has tenido problemas con el coche. Tendrías que habernos avisado antes, te habría mandado un coche para que te recogiera —la regañó cariñosamente Mauro—. Eres casi tan cabezota como mi mujer —añadió—. Ven conmigo y saluda a los demás.
Mientras saludaba a las demás parejas, Anna se sentía tensa, a pesar de que no había señales del primo de Mauro. Era evidente que ella era la única persona sin pareja. No era extraño, pues no había nadie en su vida, y para los compromisos sociales solía echar mano de algún modelo masculino o amigo actor para que jugara el papel de su acompañante. Aquella noche había ido sola, pero en esos momentos deseó haber llevado a alguien con ella. Rezó para que Pedro fuese acompañado por alguna de sus numerosas amantes, porque la perspectiva de ser su pareja le provocaba una extraña sensación en la boca del estómago. Estuvo a punto de pedir un enorme gin tonic para relajarse, pero mientras seguía a Mauro hasta el bar, se sintió ridícula y pidió su habitual agua fría. Desde que Sofía se casó, Ottesbourne se había convertido en su segundo hogar y esperaba disfrutar de una agradable velada. El sexy primo de Mauro no iba a alterarla. Se relajó un poco y empezó a conversar con los demás invitados. «Puede que Pedro no venga», pensó, irritada por la desilusión que sintió. Como jefe de Alfonso Construction, se dedicaba personalmente a cada aspecto del negocio, y llevaba un alocado estilo de vida, repleto de viajes de negocios. A lo mejor había sido requerido para ocuparse de algún problema, como sucedió el día que se conocieron en Zathos, la isla privada que Mauro tenía en el Egeo, hacía dos meses.
La conversación era entretenida y distendida, pero un repentino cosquilleo en la piel le puso de punta el vello de la nuca. Su sexto sentido le advirtió de que era observada y, al girarse, vio aparecer una figura en la puerta de la terraza. ¡Pedro! De inmediato ella quedó maravillada ante su imponente estatura y la envergadura de sus hombros. Fuerte y musculoso, con el sol del atardecer al fondo, casi hubiera pasado por algún personaje de la mitología griega. Ella se enfadó consigo misma mientras intentaba no mirarlo, pero él había atrapado su mirada y ella tragó con dificultad ante la sexualidad reflejada en sus oscuros ojos.
—Pedro, ahí estás —dijo Mauro con una sonrisa—. Conociste a Paula en Zathos, durante el bautizo de Benjamín, ¿Te acuerdas?
—No me he olvidado —contestó secamente—. Me alegro de verte, Paula.
—Elegantemente tarde es una cosa, pero te has pasado —saludó Sofía alegremente—. Por suerte el primer plato es frío, aunque de la cocina llegan murmullos sobre la preocupación de la señora Jessop por su boeuf en croúte.
—Lo siento ¿No recibiste mi mensaje? Tuve un pinchazo —se disculpó Paula—. Por suerte ese chico tan majo del piso de abajo me colocó la rueda de repuesto.
—Menos mal. Con ese vestido no hubieras podido hacerlo tú. Estás estupenda y me gustaría saber a quién pretendes impresionar —murmuró Sofía con ojos de asombro al ver que Paula se sonrojaba—. No será por Pedro, ¿Verdad?
—No, no lo es —contestó Paula mientras intentaba darle un tono divertido a su voz.
Eran como hermanas y su amistad había sobrevivido al amargo divorcio de los padres de Paula y a la leucemia de Sofía. Sus lazos eran irrompibles, pero algunas cosas eran demasiado personales para ser compartidas, entre ellas su inexplicable fascinación por Pedro Alfonso. La fama del primo de Mauro como despiadado empresario era casi tan legendaria como los rumores sobre sus proezas en la cama. Se decía que era un amante activo con un insaciable apetito por las rubias sofisticadas, y Paula no tenía intención de engrosar su lista de conquistas. Pero, para su propia desesperación, ella había sido incapaz de olvidarlo desde hacía dos meses.
—Pau, ¿Qué te apetece beber? —Mauro Niarchou se acercó a saludarla.
Era alto, moreno y muy atractivo, y había dejado atrás sin problemas su papel de playboy para dedicarse a ser esposo y padre. Paula pensó que así debía ser el matrimonio al ver el brillo de la mirada de Mauro cuando miraba a su esposa. Ningún hombre la había mirado con tan tierna adoración y ella sintió una punzada de envidia que desapareció de inmediato. Sofía se merecía ser feliz, y Paula se alegraba sinceramente. De todos modos, a ella no le entusiasmaba el matrimonio.Sus padres iban por el tercero cada uno y ella no tenía intención de seguir su ejemplo.
—He oído que has tenido problemas con el coche. Tendrías que habernos avisado antes, te habría mandado un coche para que te recogiera —la regañó cariñosamente Mauro—. Eres casi tan cabezota como mi mujer —añadió—. Ven conmigo y saluda a los demás.
Mientras saludaba a las demás parejas, Anna se sentía tensa, a pesar de que no había señales del primo de Mauro. Era evidente que ella era la única persona sin pareja. No era extraño, pues no había nadie en su vida, y para los compromisos sociales solía echar mano de algún modelo masculino o amigo actor para que jugara el papel de su acompañante. Aquella noche había ido sola, pero en esos momentos deseó haber llevado a alguien con ella. Rezó para que Pedro fuese acompañado por alguna de sus numerosas amantes, porque la perspectiva de ser su pareja le provocaba una extraña sensación en la boca del estómago. Estuvo a punto de pedir un enorme gin tonic para relajarse, pero mientras seguía a Mauro hasta el bar, se sintió ridícula y pidió su habitual agua fría. Desde que Sofía se casó, Ottesbourne se había convertido en su segundo hogar y esperaba disfrutar de una agradable velada. El sexy primo de Mauro no iba a alterarla. Se relajó un poco y empezó a conversar con los demás invitados. «Puede que Pedro no venga», pensó, irritada por la desilusión que sintió. Como jefe de Alfonso Construction, se dedicaba personalmente a cada aspecto del negocio, y llevaba un alocado estilo de vida, repleto de viajes de negocios. A lo mejor había sido requerido para ocuparse de algún problema, como sucedió el día que se conocieron en Zathos, la isla privada que Mauro tenía en el Egeo, hacía dos meses.
La conversación era entretenida y distendida, pero un repentino cosquilleo en la piel le puso de punta el vello de la nuca. Su sexto sentido le advirtió de que era observada y, al girarse, vio aparecer una figura en la puerta de la terraza. ¡Pedro! De inmediato ella quedó maravillada ante su imponente estatura y la envergadura de sus hombros. Fuerte y musculoso, con el sol del atardecer al fondo, casi hubiera pasado por algún personaje de la mitología griega. Ella se enfadó consigo misma mientras intentaba no mirarlo, pero él había atrapado su mirada y ella tragó con dificultad ante la sexualidad reflejada en sus oscuros ojos.
—Pedro, ahí estás —dijo Mauro con una sonrisa—. Conociste a Paula en Zathos, durante el bautizo de Benjamín, ¿Te acuerdas?
—No me he olvidado —contestó secamente—. Me alegro de verte, Paula.
Desafío: Sinopsis
La supermodelo Paula Chaves parecía tenerlo todo: éxito profesional, amigos famosos y la adoración de la prensa. Y tenía motivos más que suficientes para resistirse al poder de seducción del millonario griego Pedro Alfonso…
Pedro esperaba que la fría y hermosa Paula acabase en su cama, pero estaba a punto de descubrir que no iba a resultarle tan fácil. Siempre conseguía lo que deseaba… y si el premio merecía la pena, estaba dispuesto a pagar el precio que fuese necesario.
Pedro esperaba que la fría y hermosa Paula acabase en su cama, pero estaba a punto de descubrir que no iba a resultarle tan fácil. Siempre conseguía lo que deseaba… y si el premio merecía la pena, estaba dispuesto a pagar el precio que fuese necesario.
jueves, 17 de octubre de 2019
La Impostora: Capítulo 45
—Intenté decirte que las cosas no eran así —dijo Paula en un tono calmado.
—Lo sé, pero mi arrogancia me impidió ver la verdad. Lo que hice es imperdonable. Con Valeria no jugué limpio porque era lo que me convenía en ese momento y después me atreví a reprocharte que tú tampoco lo hicieras. Una vez me preguntaste si había cumplido con las condiciones de la institutriz. Me preguntaste si me guiaba por los valores de mi familia. Bueno, me avergüenza tener que decir que no. Llevo mucho tiempo sin hacerlo, pero tengo intención de cambiar eso, si tú me dejas.
Se frotó los ojos con la mano y volvió a mirarla a los ojos. Paula pudo ver el brillo húmedo que cubría su mirada. Sus ojos color miel se habían vuelto más verdes de repente.
—¿Si te dejo? Eso depende de tí.
Él asintió.
—Depende de mí, pero de vez en cuando conviene que me recuerden lo imbécil que puedo llegar a ser a veces. Necesito a alguien que me guie, que me recuerde lo que es importante en la vida. No quiero volver a caer en la trampa en la que he pasado tantos años. Me dijiste que me amabas. ¿Me estabas diciendo la verdad?
Paula miró a su hermana y entonces asintió.
—Sí, te estaba diciendo la verdad.
De repente él se hincó de rodillas sobre el polvoriento camino y se sacó un anillo del bolsillo; un nuevo anillo, totalmente distinto del que una vez le había dado a Valeria.
—No he entendido lo que es el amor hasta esta misma mañana, cuando eché de mi lado a lo más preciado que había en mi vida. ¿Me dejarás que pase el resto de mi vida intentando compensarte por todas las tonterías que he hecho y dicho? Te quiero, Paula Chaves. ¿Te casarás conmigo?
Por segunda vez ese día, Paula le oyó pronunciar su verdadero nombre. Sonaba tan dulce en aquellos labios… Su corazón, hecho añicos un momento antes, comenzó a latir con más y más fuerza. De repente todo se había llenado de esperanza, poderosa y apabullante. Todo parecía un sueño; un sueño maravilloso. Dió un paso adelante y se arrodilló junto a él. Lágrimas de felicidad corrían por sus mejillas.
—Sí, me casaré contigo. Te quiero, Pedro Alfonso y no lo olvides nunca.
—No lo haré —dijo él, secándole las lágrimas y sujetándole las mejillas con ambas manos—. Te quiero. A tí y solo a tí. Te querré siempre y te lo recordaré cada día durante el resto de nuestras vidas.
Tomó su mano y le puso el anillo, que encajaba a la perfección. Después la ayudó a ponerse en pie y la colmó de besos. De pronto oyeron suspirar a alguien. Era Valeria.
—Pau… ¿Estás segura? —le preguntó a su hermana, entre lágrimas.
—Nunca he estado tan segura de algo en toda mi vida.
—Entonces les deseo lo mejor —Valeria dió un paso adelante. Abrazó a su hermana con cariño y después a Pedro—. Ya puedes hacerla feliz —le advirtió—. Trátala bien o te las verás conmigo.
Pedro sonrió y miró a Paula.
—No te preocupes. Ella lo es todo para mí.
Abrazados, Pedro y Paula se despidieron de Valeria y la vieron marchar en el taxi. Después él agarró la maleta y juntos caminaron hacia la casa. Cuando la puerta se cerró por fin detrás de ellos, una extraña joven vestida con un traje de otra época, pareció salir de entre las flores del jardín. Aquella misteriosa muchacha sonrió y entonces se esfumó como un fantasma.
FIN
—Lo sé, pero mi arrogancia me impidió ver la verdad. Lo que hice es imperdonable. Con Valeria no jugué limpio porque era lo que me convenía en ese momento y después me atreví a reprocharte que tú tampoco lo hicieras. Una vez me preguntaste si había cumplido con las condiciones de la institutriz. Me preguntaste si me guiaba por los valores de mi familia. Bueno, me avergüenza tener que decir que no. Llevo mucho tiempo sin hacerlo, pero tengo intención de cambiar eso, si tú me dejas.
Se frotó los ojos con la mano y volvió a mirarla a los ojos. Paula pudo ver el brillo húmedo que cubría su mirada. Sus ojos color miel se habían vuelto más verdes de repente.
—¿Si te dejo? Eso depende de tí.
Él asintió.
—Depende de mí, pero de vez en cuando conviene que me recuerden lo imbécil que puedo llegar a ser a veces. Necesito a alguien que me guie, que me recuerde lo que es importante en la vida. No quiero volver a caer en la trampa en la que he pasado tantos años. Me dijiste que me amabas. ¿Me estabas diciendo la verdad?
Paula miró a su hermana y entonces asintió.
—Sí, te estaba diciendo la verdad.
De repente él se hincó de rodillas sobre el polvoriento camino y se sacó un anillo del bolsillo; un nuevo anillo, totalmente distinto del que una vez le había dado a Valeria.
—No he entendido lo que es el amor hasta esta misma mañana, cuando eché de mi lado a lo más preciado que había en mi vida. ¿Me dejarás que pase el resto de mi vida intentando compensarte por todas las tonterías que he hecho y dicho? Te quiero, Paula Chaves. ¿Te casarás conmigo?
Por segunda vez ese día, Paula le oyó pronunciar su verdadero nombre. Sonaba tan dulce en aquellos labios… Su corazón, hecho añicos un momento antes, comenzó a latir con más y más fuerza. De repente todo se había llenado de esperanza, poderosa y apabullante. Todo parecía un sueño; un sueño maravilloso. Dió un paso adelante y se arrodilló junto a él. Lágrimas de felicidad corrían por sus mejillas.
—Sí, me casaré contigo. Te quiero, Pedro Alfonso y no lo olvides nunca.
—No lo haré —dijo él, secándole las lágrimas y sujetándole las mejillas con ambas manos—. Te quiero. A tí y solo a tí. Te querré siempre y te lo recordaré cada día durante el resto de nuestras vidas.
Tomó su mano y le puso el anillo, que encajaba a la perfección. Después la ayudó a ponerse en pie y la colmó de besos. De pronto oyeron suspirar a alguien. Era Valeria.
—Pau… ¿Estás segura? —le preguntó a su hermana, entre lágrimas.
—Nunca he estado tan segura de algo en toda mi vida.
—Entonces les deseo lo mejor —Valeria dió un paso adelante. Abrazó a su hermana con cariño y después a Pedro—. Ya puedes hacerla feliz —le advirtió—. Trátala bien o te las verás conmigo.
Pedro sonrió y miró a Paula.
—No te preocupes. Ella lo es todo para mí.
Abrazados, Pedro y Paula se despidieron de Valeria y la vieron marchar en el taxi. Después él agarró la maleta y juntos caminaron hacia la casa. Cuando la puerta se cerró por fin detrás de ellos, una extraña joven vestida con un traje de otra época, pareció salir de entre las flores del jardín. Aquella misteriosa muchacha sonrió y entonces se esfumó como un fantasma.
FIN
La Impostora: Capítulo 44
—No puedo creer que no me dijeras nada de él —dijo Paula, tocando el vientre de su hermana—. Ni tampoco del bebé.
—Me resistía a creerlo. Ya sabes cómo crecimos tú y yo.
—Sí. Yo acepté la propuesta de matrimonio de David por las mismas razones. Él era una opción segura. No quería correr el riesgo de… —gesticuló con las manos—. Sentirme así.
—Pobrecita. Pero no te preocupes. Recogeremos nuestras cosas y saldremos de aquí enseguida. Hay un vuelo para Perpignan esta misma tarde. Nos iremos, conocerás a Pablo y todo irá bien. Te lo prometo.
Paula deseó poder compartir el optimismo de su hermana, pero era imposible. Aunque supiera que Valeria había encontrado por fin la felicidad, y por mucho que se alegrara por ella, había un terrible dolor en su pecho que le oprimía el corazón. Jamás podría olvidar lo que había vivido en Isla Sagrado. El dolor viviría con ella para siempre. Después de recoger sus pertenencias, hicieron la cama, vaciaron la nevera y llamaron a un taxi. Mientras esperaban hablaron del embarazo de Valeria, que había sido bastante bueno hasta ese momento. Paula se alegró profundamente de la dicha de su hermana. Por lo menos tendría una nueva ilusión; un sobrino al que querer y consentir.
—¡Ya ha llegado el taxi! —exclamó Valeria un rato después, mirando por la ventana.
Rápidamente sacaron las maletas y, justo antes de meterlas en el maletero, sintieron una violenta nube de polvo que subía por el camino. Una nube de polvo que venía acompañada por el característico sonido de un potente motor…
—Habrá venido para asegurarse de que nos vamos —dijo Valeria, poniéndose delante de su hermana al ver bajar a Pedro del coche—. No tenías que haberte molestado en venir. Nos vamos de Isla Sagrado para siempre.
Pedro se quitó las carísimas gafas de sol que llevaba puestas y dió otro paso adelante.
—Puede que tú te vayas, pero Paula no.
—No tengo ningún motivo para quedarme aquí. De hecho, no me quedaría ni una noche más aunque me pagaras por ello —dijo Paula, abriendo la puerta del taxi— . Vamos, Vale. No queremos perder nuestro vuelo.
Las dos mujeres subieron al vehículo, pero antes de que el conductor cerrara el maletero, oyeron que Pedro le decía algo en su idioma.
—¿Acaba de decirle que saque mi maleta? —le preguntó Paula a su hermana.
Sin esperar una respuesta, bajó del coche.
—¿Qué está haciendo? Ponga la maleta en el maletero.
—El señor me ha pedido que la saque —dijo el taxista, mirando a uno y a otro.
—Bueno, pues vuelva a ponerla dentro.
Dió un paso adelante para hacerlo ella misma, al mismo tiempo que Pedro. Sus dedos se enredaron con los de él sobre el asa de la maleta.
—Por favor, escúchame —le dijo él en un tono pausado, pero intenso.
Paula sintió que algo revoloteaba en su interior. Incluso después de todo lo que le había dicho, su cuerpo reaccionaba como el primer día a sus caricias. Apartó la mano bruscamente, cerró los ojos y tragó en seco. Tenía muchas palabras en la mente, pero ninguna se atrevía a salir.
—¿Pau? —dijo Valeria, bajando del taxi.
—No pasa nada. Que diga lo que tenga que decir y después nos vamos —dijo Paula.
—Gracias —dijo Pedro—. ¿Podemos entrar en la casa un momento?
—No —Paula sacudió la cabeza—. Sea lo que sea lo que tengas que decirme puedes hacerlo aquí, delante de mi hermana.
—Muy bien —Pedro asintió y entonces miró al taxista con cara de pocos amigos.
El hombre subió al taxi de inmediato.
—Te he tratado muy mal.
—Sí. Lo has hecho.
—He venido a pedirte que me perdones.
—No sé si puedo hacer eso. Has jugado conmigo, con mis sentimientos por tí. Me has hecho daño —dijo Paula con la voz entrecortada.
Pedro la miró con un gesto serio y grave.
—Lo sé. Estaba furioso, pero eso no es una excusa. Nunca debí tratarte así. Sabía que eras diferentes, desde del principio, pero me negué a escuchar a mi corazón. Cuando conocí a Valeria me sentí muy atraído por ella, pero eso no fue nada comparado con lo que sentí cuando te conocí a tí. En cuanto te tuve en mis brazos, supe que eras tú. Tú eras lo que siempre había buscado y me diste calma cuando más la necesitaba. Encendiste un fuego dentro de mí que nunca antes se había encendido. Sin embargo, a pesar de eso, seguí adelante con mi plan sin pensar en el daño que podía hacerte, o en el daño que podía hacerme a mí mismo. No trato de disculparme con eso, pero tenía derecho a sospechar. Mi familia tuvo un problema bastante serio hace unos meses con una cazafortunas; una mujer a la que le dí trabajo en mi empresa. Nos vimos amenazados por los planes y las intrigas de una aprovechada. Casi nos costó una fortuna deshacernos del problema, y entonces juré que nunca volvería a pasar. Cuando me dí cuenta de que Valeria y tú se habían intercambiado, inmediatamente pensé que se traían algo entre manos.
—Me resistía a creerlo. Ya sabes cómo crecimos tú y yo.
—Sí. Yo acepté la propuesta de matrimonio de David por las mismas razones. Él era una opción segura. No quería correr el riesgo de… —gesticuló con las manos—. Sentirme así.
—Pobrecita. Pero no te preocupes. Recogeremos nuestras cosas y saldremos de aquí enseguida. Hay un vuelo para Perpignan esta misma tarde. Nos iremos, conocerás a Pablo y todo irá bien. Te lo prometo.
Paula deseó poder compartir el optimismo de su hermana, pero era imposible. Aunque supiera que Valeria había encontrado por fin la felicidad, y por mucho que se alegrara por ella, había un terrible dolor en su pecho que le oprimía el corazón. Jamás podría olvidar lo que había vivido en Isla Sagrado. El dolor viviría con ella para siempre. Después de recoger sus pertenencias, hicieron la cama, vaciaron la nevera y llamaron a un taxi. Mientras esperaban hablaron del embarazo de Valeria, que había sido bastante bueno hasta ese momento. Paula se alegró profundamente de la dicha de su hermana. Por lo menos tendría una nueva ilusión; un sobrino al que querer y consentir.
—¡Ya ha llegado el taxi! —exclamó Valeria un rato después, mirando por la ventana.
Rápidamente sacaron las maletas y, justo antes de meterlas en el maletero, sintieron una violenta nube de polvo que subía por el camino. Una nube de polvo que venía acompañada por el característico sonido de un potente motor…
—Habrá venido para asegurarse de que nos vamos —dijo Valeria, poniéndose delante de su hermana al ver bajar a Pedro del coche—. No tenías que haberte molestado en venir. Nos vamos de Isla Sagrado para siempre.
Pedro se quitó las carísimas gafas de sol que llevaba puestas y dió otro paso adelante.
—Puede que tú te vayas, pero Paula no.
—No tengo ningún motivo para quedarme aquí. De hecho, no me quedaría ni una noche más aunque me pagaras por ello —dijo Paula, abriendo la puerta del taxi— . Vamos, Vale. No queremos perder nuestro vuelo.
Las dos mujeres subieron al vehículo, pero antes de que el conductor cerrara el maletero, oyeron que Pedro le decía algo en su idioma.
—¿Acaba de decirle que saque mi maleta? —le preguntó Paula a su hermana.
Sin esperar una respuesta, bajó del coche.
—¿Qué está haciendo? Ponga la maleta en el maletero.
—El señor me ha pedido que la saque —dijo el taxista, mirando a uno y a otro.
—Bueno, pues vuelva a ponerla dentro.
Dió un paso adelante para hacerlo ella misma, al mismo tiempo que Pedro. Sus dedos se enredaron con los de él sobre el asa de la maleta.
—Por favor, escúchame —le dijo él en un tono pausado, pero intenso.
Paula sintió que algo revoloteaba en su interior. Incluso después de todo lo que le había dicho, su cuerpo reaccionaba como el primer día a sus caricias. Apartó la mano bruscamente, cerró los ojos y tragó en seco. Tenía muchas palabras en la mente, pero ninguna se atrevía a salir.
—¿Pau? —dijo Valeria, bajando del taxi.
—No pasa nada. Que diga lo que tenga que decir y después nos vamos —dijo Paula.
—Gracias —dijo Pedro—. ¿Podemos entrar en la casa un momento?
—No —Paula sacudió la cabeza—. Sea lo que sea lo que tengas que decirme puedes hacerlo aquí, delante de mi hermana.
—Muy bien —Pedro asintió y entonces miró al taxista con cara de pocos amigos.
El hombre subió al taxi de inmediato.
—Te he tratado muy mal.
—Sí. Lo has hecho.
—He venido a pedirte que me perdones.
—No sé si puedo hacer eso. Has jugado conmigo, con mis sentimientos por tí. Me has hecho daño —dijo Paula con la voz entrecortada.
Pedro la miró con un gesto serio y grave.
—Lo sé. Estaba furioso, pero eso no es una excusa. Nunca debí tratarte así. Sabía que eras diferentes, desde del principio, pero me negué a escuchar a mi corazón. Cuando conocí a Valeria me sentí muy atraído por ella, pero eso no fue nada comparado con lo que sentí cuando te conocí a tí. En cuanto te tuve en mis brazos, supe que eras tú. Tú eras lo que siempre había buscado y me diste calma cuando más la necesitaba. Encendiste un fuego dentro de mí que nunca antes se había encendido. Sin embargo, a pesar de eso, seguí adelante con mi plan sin pensar en el daño que podía hacerte, o en el daño que podía hacerme a mí mismo. No trato de disculparme con eso, pero tenía derecho a sospechar. Mi familia tuvo un problema bastante serio hace unos meses con una cazafortunas; una mujer a la que le dí trabajo en mi empresa. Nos vimos amenazados por los planes y las intrigas de una aprovechada. Casi nos costó una fortuna deshacernos del problema, y entonces juré que nunca volvería a pasar. Cuando me dí cuenta de que Valeria y tú se habían intercambiado, inmediatamente pensé que se traían algo entre manos.
La Impostora: Capítulo 43
—¿Hermanita, estás ahí?
Paula estaba delante de la secadora, sacando la ropa limpia. Al oír la voz de su hermana se incorporó de inmediato. Lo soltó todo y salió corriendo hacia la puerta principal. La alegría de ver a su hermana había quedado eclipsada por el miedo a su reacción cuando le dijera lo que tenía que decirle. Con los ojos llenos de lágrimas se abrazaron durante unos segundos. Era como si hubieran pasado varios meses en lugar de semanas desde aquel día en que se habían visto en el aeropuerto. Habían pasado tantas cosas…
—¡Tengo tantas cosas que decirte! —dijeron las dos al mismo tiempo y entonces se rieron entre lágrimas.
—Tú primero —dijo Valeria—. ¿Todo va bien?
Caminaron de la mano hasta la salita de la casa y se sentaron en el sofá. Paula tragó con dificultad; tenía un nudo de miedo en la garganta. Valeria tenía que entender por qué había hecho lo que había hecho. Tenía que hacerlo.
—He hecho algo horrible, Vale. Me he enamorado de él. Lo siento mucho. No quería hacerlo. No tenía intención de hacerlo. He luchado contra ello todo lo que he podido, pero…
—¿Te has enamorado de Pedro? —le dijo Valeria con asombro, interrumpiéndola—. ¿Cómo? ¿Por qué?
—No lo sé. Solo pasó. Pero él averiguó quién era yo hace un par de semanas. Ha estado siguiéndome el juego desde entonces —se apartó de su hermana un momento y se armó de valor—. Me he acostado con él, Vale. Lo siento muchísimo. He roto todas las promesas que nos hemos hecho. Es que… —sacudió la cabeza y empezó a llorar de nuevo—. Él no me quiere. Me ha echado de la isla.
—Tranquila —dijo Valeria, estrechándola entre sus brazos y acariciándole el cabello tal y como solía hacer cuando eran niñas—. De verdad, tranquila. Yo fui la primera que rompió todas nuestras promesas cuando te obligué a hacer esto. No estoy enamorada de Pedro. Nunca lo he estado. Estaba equivocada al aceptar su propuesta de matrimonio. Nunca debería haberlo hecho. Y tampoco debería haberte pedido nunca que te hicieras pasar por mí para mantener viva una relación de la que no estaba segura. No fue justo para él, ni tampoco para tí. Debería haber sido sincera con él desde el principio. Tenías razón en todo, hermanita. Ojalá te hubiera dicho la verdad cuando llegaste. Si lo hubiera hecho te habría ahorrado todo este dolor.
Se sentaron de nuevo, abrazadas. Valeria consoló a su hermana hasta que su llanto cesó.
—Está tan enfadado —dijo Paula cuando pudo hablar.
—Lo sé. Nunca lo he visto así.
—¿Lo has visto? —Paula se apartó de los brazos de su hermana—. ¿Cuándo?
—Antes de venir a verte. Le debía una explicación y también a tí. La verdad es que conocí a alguien hace unos meses, durante unas pruebas para un campeonato en Francia. Nos enamoramos y él quería casarse conmigo, pero yo no podía. Todo había sido tan rápido, tan intenso, ¿sabes? Y ya estábamos compitiendo el uno contra el otro en diversos torneos. En aquel momento me acordé mucho de nuestros padres, siempre compitiendo el uno contra el otro, alegrándose de la derrota del contrario… No quería eso para mí, así que cuando llegué aquí y conocí a Pedro, pensé que podía intentarlo con él. Cuando él me pidió que nos prometiéramos, le dije que sí sin pensarlo dos veces. Pensé que cuando nos casáramos llevaríamos la misma vida sosegada. No había chispa, ni ese deseo desgarrador… No tenía esa ansiedad por ser mejor que él. Pero entonces me enteré de que estaba esperando un bebé de Pablo, y supe que ya no podía huir más de la verdad. Amo a Pablo y entonces me dí cuenta de lo idiota que había sido con él. Evidentemente le había hecho tanto daño al dejarle así que me costó muchísimo lograr que volviera a confiar en mí. Pero me ha perdonado al final. Y quiere que me case con él.
Paula estaba delante de la secadora, sacando la ropa limpia. Al oír la voz de su hermana se incorporó de inmediato. Lo soltó todo y salió corriendo hacia la puerta principal. La alegría de ver a su hermana había quedado eclipsada por el miedo a su reacción cuando le dijera lo que tenía que decirle. Con los ojos llenos de lágrimas se abrazaron durante unos segundos. Era como si hubieran pasado varios meses en lugar de semanas desde aquel día en que se habían visto en el aeropuerto. Habían pasado tantas cosas…
—¡Tengo tantas cosas que decirte! —dijeron las dos al mismo tiempo y entonces se rieron entre lágrimas.
—Tú primero —dijo Valeria—. ¿Todo va bien?
Caminaron de la mano hasta la salita de la casa y se sentaron en el sofá. Paula tragó con dificultad; tenía un nudo de miedo en la garganta. Valeria tenía que entender por qué había hecho lo que había hecho. Tenía que hacerlo.
—He hecho algo horrible, Vale. Me he enamorado de él. Lo siento mucho. No quería hacerlo. No tenía intención de hacerlo. He luchado contra ello todo lo que he podido, pero…
—¿Te has enamorado de Pedro? —le dijo Valeria con asombro, interrumpiéndola—. ¿Cómo? ¿Por qué?
—No lo sé. Solo pasó. Pero él averiguó quién era yo hace un par de semanas. Ha estado siguiéndome el juego desde entonces —se apartó de su hermana un momento y se armó de valor—. Me he acostado con él, Vale. Lo siento muchísimo. He roto todas las promesas que nos hemos hecho. Es que… —sacudió la cabeza y empezó a llorar de nuevo—. Él no me quiere. Me ha echado de la isla.
—Tranquila —dijo Valeria, estrechándola entre sus brazos y acariciándole el cabello tal y como solía hacer cuando eran niñas—. De verdad, tranquila. Yo fui la primera que rompió todas nuestras promesas cuando te obligué a hacer esto. No estoy enamorada de Pedro. Nunca lo he estado. Estaba equivocada al aceptar su propuesta de matrimonio. Nunca debería haberlo hecho. Y tampoco debería haberte pedido nunca que te hicieras pasar por mí para mantener viva una relación de la que no estaba segura. No fue justo para él, ni tampoco para tí. Debería haber sido sincera con él desde el principio. Tenías razón en todo, hermanita. Ojalá te hubiera dicho la verdad cuando llegaste. Si lo hubiera hecho te habría ahorrado todo este dolor.
Se sentaron de nuevo, abrazadas. Valeria consoló a su hermana hasta que su llanto cesó.
—Está tan enfadado —dijo Paula cuando pudo hablar.
—Lo sé. Nunca lo he visto así.
—¿Lo has visto? —Paula se apartó de los brazos de su hermana—. ¿Cuándo?
—Antes de venir a verte. Le debía una explicación y también a tí. La verdad es que conocí a alguien hace unos meses, durante unas pruebas para un campeonato en Francia. Nos enamoramos y él quería casarse conmigo, pero yo no podía. Todo había sido tan rápido, tan intenso, ¿sabes? Y ya estábamos compitiendo el uno contra el otro en diversos torneos. En aquel momento me acordé mucho de nuestros padres, siempre compitiendo el uno contra el otro, alegrándose de la derrota del contrario… No quería eso para mí, así que cuando llegué aquí y conocí a Pedro, pensé que podía intentarlo con él. Cuando él me pidió que nos prometiéramos, le dije que sí sin pensarlo dos veces. Pensé que cuando nos casáramos llevaríamos la misma vida sosegada. No había chispa, ni ese deseo desgarrador… No tenía esa ansiedad por ser mejor que él. Pero entonces me enteré de que estaba esperando un bebé de Pablo, y supe que ya no podía huir más de la verdad. Amo a Pablo y entonces me dí cuenta de lo idiota que había sido con él. Evidentemente le había hecho tanto daño al dejarle así que me costó muchísimo lograr que volviera a confiar en mí. Pero me ha perdonado al final. Y quiere que me case con él.
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