Volvía a estar demasiado cerca. Una parte de ella sentía pánico y, otra, atracción hacia él. Era mucho más fácil cuando discutían. Más fácil mantenerlo a distancia. No estaba preparada para enfrentarse a su encanto. Ni siquiera parecía saber que lo poseía.
—Tráete a tus organizadores si te hace feliz.
¿Feliz? Estaba flirteando y ella no flirteaba jamás.
—Creo que mañana en mi despacho sería mucho mejor.
—Sí, pero tengo que tener una imagen completa, y eso incluye conocer la calidad de la cena. Y cenar solo no constituye una buena experiencia de cena, en mi opinión.
Oh, era bueno. Suave y persuasivo y realmente lógico. No podría encontrar un buen argumento en contra. ¿Cómo le iba a decir que no salía a cenar con nadie? Que se iba a casa y hacía cena para una y se la comía con Tommy, su perro. Y que la razón real de todo eso no era de su incumbencia. Ni de la suya, ni de la de nadie. Nadie allí sabía cómo había escapado. Cómo aún miraba por encima del hombro.
—Una cena de trabajo.
—Por supuesto.No había una forma educada de salir de ahí. Estaba allí, había ido desde Italia, era su jefe y era quien mandaba, le gustase o no. Lo había mantenido todo lo lejos que había podido y su victoria había sido pírrica. Si iban a trabajar juntos las siguientes semanas, incluso meses, entonces tenían que llegar a un statu quoamigable. Tragó saliva y sintió un nudo en el estómago. Tenía que saber que ella no tenía miedo. Tenía que saber que ponía al hotel y a sus trabajadores en primer lugar.
—Una cena, eso es todo. Y hablaremos de trabajo.
—Naturalmente.
—Nos veremos en el salón Panorama a las seis —se acercó a la puerta.
—Perfecto.
Cuando caminó hacia ella, abrió la puerta un poco demasiado deprisa. Él agarró la puerta por encima de su hombro y a ella le llegó el calor de su cuerpo. Demasiado cerca. No sabía si lo que hacía su pulso era por miedo o por regocijo. Se deslizó por la puerta abierta lo más deprisa que pudo.
—Nos vemos entonces —dijo Pedro con suavidad.
Ella se metió en el ascensor sin mirar atrás.
Faltaban tres minutos para las seis cuando Paula se detuvo a la entrada del comedor y se alisó el vestido. Recorrió la sala con la mirada, pero él no estaba. El alivio se mezcló con el enfado. No tendría que preocuparse de cómo hacía la entrada, pero esperaba que fuera puntual. Quería terminar con aquello cuanto antes. Era irritante que su impresión inicial sobre él se hubiera confirmado. Era el playboy que había leído. Atractivo y suave. Trabajar juntos iba a volverla loca. La llevaron hasta la mejor mesa del salón, desde donde había una vista impresionante de las montañas y los árboles al ocaso del sol. No había pedido esa mesa en particular, era la habitualmente reservada para los clientes especiales. Sería un error que la ocupara ella cuando podía haber algún cliente que pagara por sentarse ahí. Bebió un sorbo de su vaso de agua y esperó. A las seis y diez no le quedaban uñas de tamborilear en la mesa. Dejó de hacerlo bruscamente cuando él entró en el comedor. Dios, era hermoso. Podía admitirlo cuando estaba a esa distancia. Así era seguro. Estaba devastador con unos pantalones negros y una camisa blanca. Sacudió la cabeza y suspiró. Tenía una mano en el bolsillo, dijo algo a dos camareras que había delante de él y las dos rieron. Pedro era el sueño de cualquier mujer. Menos de ella. Los sueños así no duraban. Pero eso no significaba que no pudiera apreciar el envoltorio. Y para un momento muy corto, supuso. Suponer era un lujo que no solía permitirse. Pero mirando a Pedro deseó saber cómo hacer para ser libre. Ser capaz de aceptar y de dar. Él se acercó a la mesa con paso grácil.
—Siento llegar tarde. Me he entretenido con unos correos electrónicos que ha enviado mi padre.
Ella apretó los labios, decidida a no ser comprensiva con él, pero Pedro se inclinó y le dió un beso de saludo en la mejilla. Se quedó paralizada. Él, sin ser consciente de su reacción, se sentó frente a ella.
—Estás muy guapa. ¿Has pedido algo ya?
¿Guapa? ¿Ella? Había ido a casa a dar de comer a Bobby y después el perro le había manchado la ropa y había tenido que cambiarse. Llevaba un vestido negro sencillo de manga larga y con la falda por encima de la rodilla.No era todo lo de trabajo que habría querido, pero era muy clásico y poco sugerente. Parecía que a Pedro le salían los cumplidos tan fácilmente como las garantías.
—Gracias, y no, estaba disfrutando de la música —dijo con voz menos estrangulada que como se sentía. Se oía de fondo una grabación reciente de jazz.
No le había prestado mucha atención, pero tenía que decir algo.Empezaba a estar claro que Pedro era alguien de contacto. Se sentía cómodo con los gestos físicos como los besos y los apretones de manos. Debería ayudarle saber que eran gestos impersonales, pero ella sabía que jamás podría ser tan táctil con la gente. Era demasiado difícil. Y explicárselo era impensable.
—He pedido vino de camino. Quiero probar algo de la zona.
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