—Tienes que hacer un descanso para estar fresca. Un poco de relajación incrementa la productividad. Además, tengo hambre y tú tienes que comer. Insisto.
—De acuerdo —dijo ella encogiéndose de hombros.
Pedro sonrió y su mente se puso a trabajar. Aún estaba tensa, los dos lo estaban. Aquello no había terminado. La mejor idea era alejarse del hotel. Quería que ella lo mirara sin la reserva que lo hacía siempre. Quería que confiara en él.
—Nos reunimos en el jardín. Y llévate un suéter.
—¿El jardín?
—En quince minutos, ¿Vale?
Salió al jardín y sus botas sonaron en el camino adoquinado. Él estaba de pie apoyado en un banco al lado de la rosaleda. Lo miró. No supo qué le costaba más, si enfrentarse a él o a la atracción que sentía por él. Esa mañana Pedro tenía razón y aun así se había disculpado. Nunca se había disculpado un hombre con ella. Maldición, estaba empezando a gustarle. Estaba hablando con una pareja. Los reconoció, eran los Townsend. Le supuso un gran esfuerzo no darse la vuelta y volver al interior. La discusión la había dejado exhausta. No sabía qué decir. Él se había disculpado con ella. Le había dicho que quería mejorar su relación de trabajo. Para Navidad estaría en Italia y todo volvería a la normalidad. Era sólo algo a corto plazo.
—Buenas tardes —dijo con una sonrisa.
—Ah, señorita Chaves. ¿Conoce al señor y la señora Townsend?
Apreció que Pedro la llamara por el apellido. Tendió la mano.
—Me alegro de volver a verlos. ¿Están disfrutando de su estancia?
—Así es —dijo la señora Townsend—. Es todo tan bonito... Y la cena de la otra noche... Qué manera más maravillosa de celebrar un aniversario. Muchísimas gracias.
—No hay de qué —sonrió Paula—. Semejante compromiso merece un tratamiento especial.
—Desde luego que sí —remarcó Pedro.
El señor Townsend se dio cuenta de la cesta de comida que llevaba él.
—Los estamos entreteniendo.
—En absoluto —dijo Pedro con una sonrisa—. Vamos a probar un nuevo programa que queremos poner en marcha y el día es demasiado hermoso como para desaprovecharlo.
—Que disfruten —dijo el señor Townsend haciendo un gesto de despedida con la mano—. Y gracias por una semana tan memorable.
—Enhorabuena —dijeron a dúo Paula y Pedro, y después se miraron y sonrieron mientras los Townsend se alejaban, Paula bajó la vista y se ruborizó ligeramente.
—Gracias por venir.—Pensaba que habías dicho que no te volviera a dar órdenes —dijo entre risas.
—Creo que no puedes evitarlo, es tu naturaleza. ¿Adónde vamos? Tengo hambre —no era así, pero su cuerpo necesitaba alimento.
—He pedido en la cocina que nos preparasen algo de comer. Y si me sigues... tengo el coche esperando para llevarnos a nuestro destino.
—Una comida campestre —no sabía si le hacía feliz o la molestaba.
—Compañeros de trabajo y amigos disfrutando de uno de los últimos días del otoño. No hay nada de extraño en ello.
—¿No podemos comer aquí? —miró a su alrededor.Los jardines estaban llenos de bancos y praderas de césped.
—Paula, estamos cambiando algo más que lo superficial. ¿Recuerdas lo que te dije la noche de la cena? —señaló los jardines con un movimiento del brazo—. «Recupera el romanticismo». Restaurar el Cascade es algo más que cosa de tejidos y muebles. También son servicios, toques especiales. Imagínate estar aquí con el hombre que amas. Disfrutando de un día de sol en una pradera de las montañas donde compartir una comida, una botella de vino.«Con el hombre que amas».
No podía imaginárselo No podía imaginarse enamorándose, dándole a alguien tanto poder. Ese magnetismo de Pedro era eso. Magnetismo. Miró su pecho, lo que fue un error porque no podía evitar preguntarse qué habría debajo de ese suéter.
—Mientras no se comparta la comida con los osos... o un alce. Eso puede pasar en esta época del año, ¿Lo sabes? Un alce.
—Muy bien, Paula—a Pedro no le pareció gracioso—. No vengas si no quieres —agarró la cesta.
—Espera, Pedro. Lo siento. Sólo encuentro esto... extraño. No estoy acostumbrada a las comidas campestres con mi jefe.Eso no era todo, la sola idea de estar sola, aislada, la hacía sentirse indefensa.
—Pensaba que podríamos pasar una hora lejos del hotel. Una oportunidad de ver otra cosa. Apenas he visto nada de por aquí. Pensaba que serías una buena guía.
La incomodidad de Paula se incrementó. No tenía ni idea de adónde iban.
—A lo mejor podría elegir yo el sitio entonces —dijo sin pensar. Se sentiría más cómoda—. Como dices, conozco la zona.
Se dirigieron al lujoso coche nuevo que Luca había comprado para el hotel. El más veterano de los conductores de autobús ahora ocupaba el puesto de chófer y les abrió la puerta.
—Señorita Chaves.
—Gracias, Eduardo—murmuró entrando en el coche.Luca se sentó a su lado.
—¿Adónde?
—A mi casa, ¿Recuerdas el camino?
—Claro, señorita Chaves.
—¿Tu casa?
Ella se limitó a asentir sin mirar a Pedro. Un pequeño elemento de protección.
—Sí, quiero cambiarme de ropa. Y presentarte a alguien.
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