No, una gélida diatriba sería más su estilo y casi hizo lo que pensaba para ver qué sucedía.Pero algo le hizo contenerse. No estaba allí por eso. Estaba lejos de Italia, lejos de las constantes exigencias y en un lugar donde sólo él podría tomar las decisiones. Se había permitido distracciones con anterioridad y no había sido muy bonito. Había pagado un precio. No tanto como su padre cuando su madre los había abandonado, pero había provocado un buen lío. Había permitido que Laura lo convirtiera en un idiota. Se había jugado el corazón y lo había perdido. No, su instinto inicial siempre era acertado: disfrutaría, pero no pasaría de ahí. Estaba allí para convertir el Bow Valley Innen el Alfonso Cascade y para eso tendría que trabajar con Paula Chaves. Dió un paso atrás.
—Muéstrame el resto, Paula. Y veremos cómo hacemos para llevar al Alfonso Cascade al máximo de la opulencia.
Paula miró los papeles una vez más recostado en el sofá y con las piernas cruzadas sobre la mesita de café. No había nada realmente malo en el hotel. Era un establecimiento agradable, cómodo, con buen servicio, pero no lo bastante bueno para Alfonso. Su padre le había enseñado eso. La nueva directora también era algo más. Paula. Parecía que lo único que compartía con su abuela era el nombre. Había bajado la guardia un instante, pero era una mujer de normas y límites, eso le había quedado claro. Durante toda la visita le había mostrado lo rentables y eficientes que eran las instalaciones. Pero en la marca Alfonso había algo más que una cuenta de resultados. Había eso que tenían los Fiori que los diferenciaba del resto. Dejó los papeles en la mesa y se acercó al balcón. Abrió la puerta y cruzó los brazos al notar el frío del aire de las montañas. Escuchó el susurro del viento entre las hojas doradas de los árboles de más abajo. No se le había pasado el modo en que ella había mantenido las distancias. Tras el apretón de manos inicial era como si hubiera surgido un escudo invisible alrededor de ella. Esa mujer era una enorme contradicción. Una mujer atractiva rodeada por un envoltorio de burbujas. Se preguntó por qué. Tenía que dejar de pensar en ella. Se apoyó en la barandilla. Le gustaba el color gris de la piedra de las fachadas del edificio y cómo se mimetizaba con el color de las montañas que lo rodeaban. Le hacía pensar en un castillo pequeño, un retiro en medio de las montañas. Una fortaleza. Llamaron a la puerta y entró para abrir. Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quedarse con la boca abierta cuando se abrió la puerta. Se olvidó de la carpeta que llevaba en la mano y de la razón que la había llevado a su habitación. Ya no llevaba el traje. Iba con unos vaqueros, viejos. Y se había puesto un suéter y una chaqueta de punto que resaltaba su complexión y acentuaba su color de piel.
Resultaba completamente accesible. Delicioso. Aquello era ridículo. Estaba mirando a un extraño como si fuese un pedazo de tarta de chocolate. El buen aspecto era sólo eso, buen aspecto. No decía nada sobre el hombre, nada en absoluto. Un hombre podía esconderse tras su buen aspecto.
—Pau. Pasa.
Había accedido a utilizar la versión reducida de su nombre. Debería haber estado agradecida, pero el modo en que lo pronunciaba, la forma en que las silabas rodaban por su lengua, le hacía sentir escalofríos.Le tomó la mano y los estremecimientos cesaron, reemplazados por una reacción automática. Tiró de la mano y dio un paso para alejarse de él. Pedro frunció el ceño. No entendía nada. Los apretones de manos eran una cuestión de etiqueta y ella los toleraba, pero era el máximo de contacto personal que aceptaba. Tomarla de la mano seguramente no significaba nada para él, pero para ella era una excesiva libertad. No podía evitar reaccionar como lo había hecho lo mismo que no podía cambiar el pasado. No podía acabar con el miedo, aunque fuera tan irracional como en ese momento. No importaba el tiempo que hubiera pasado, no podía evitar esas reacciones instintivas. Él no había hecho nada que le indujera a pensar que le haría daño, pero eso no importaba. El mecanismo era el mismo.
—Te he traído los informes financieros —disimuló la incomodidad del momento tendiéndole la carpeta.
—¿En serio?
—Por supuesto —era su momento de estar desconcertada—. He pensado que los necesitarías.
—¿Estamos al día?
—¡Por supuesto! —al ver que agarraba la carpeta, bajó el brazo.
—Entonces, no necesito saber nada más.
—¿No?
—Por favor, siéntate. ¿Quieres beber algo?
—No, gracias.
Se apoyó en el borde de un sillón de brazos como un pájaro a punto de echar a volar, mientras él se acercaba al minibar. Se dio cuenta de que estaba descalzo y se lo quedó mirando otra vez. No podía permitir que su apariencia la distrajera. Estaba convencida de que era consciente de su aspecto y de que lo usaba en su provecho. Pero con ella no funcionaría. No era tan ingenua.
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