Como si ella no lo supiera. Parecía no comprender que los constantes cambios estaban alterando su rutina normal de trabajo. Él no tenía ni idea de las otras fuentes de estrés a las que estaba sometida, que la mantenían despierta por la noche.
—No necesito que me digas cómo tengo que hacer mi trabajo.
—Deja los cristales y ven conmigo.
—Dios, Pedro, ¡Deja de darme órdenes! —lo miró con los ojos encendidos—. Me cansa. Llevas una semana dándome órdenes.
Los ojos de él se oscurecieron y Paula se dió cuenta de que había pulsado el botón de la ira. Había cruzado la línea de la insubordinación. Sintió un nudo en el estómago. ¿Cuántas veces se había permitido algo así? ¿Cuántas veces se había dejado llevar por los nervios? Todo lo que había aprendido volaba de su cabeza cuando él la miraba.
—En mi despacho, por favor —dijo él con los dientes apretados.
—No —dijo y dió unos pasos atrás.
Ser llamada a su despacho para que la reprendiera era más de lo que podía soportar. Lloraría. Rogaría como había hecho tantas veces antes. Y lo odiaría por eso.
—Señorita Chaves, a menos que quiera que esto suceda delante de todo el personal, vendrá conmigo ahora —la voz resultaba peligrosamente suave y grave.
Se incorporó y se limpió las manos en el pantalón. Podría manejarlo. Podría. Pedro no era Fernando. No podía ser Fernando. Lo siguió hasta su despacho y, mientras él se sentaba, ella se quedó de pie al lado de la puerta. Podría escapar si era necesario. Sabía que aquello sería sólo una discusión, pero no podía evitar la reacción física. Era cuestión de huir o luchar. Y su elección siempre era huir.
—Paula, ¿Qué te está pasando?
—No sé a qué te refieres.
—Llevas fuera de control toda la semana. Tensa, irritada, desagradable con el personal. Lo que ha sucedido hoy ha sido un accidente y lo has sacado de quicio. Lo mismo que hiciste cuando Rodrigo puso el Maxwells en la sala equivocada. Se arregló fácilmente.
—Lo que ha pasado hoy es que el personal no tiene cuidado. Sé que he sido dura con ella y me he disculpado.
—La Paula que conocí hace una semana, la que estaba tan preocupada por su gente, no lo habría manejado a gritos.
Apartó la mirada. Tenía razón. Estaba tan cansada de que tuviera razón... Pero decirle la verdad, que el hombre que la había aterrorizado estaba en libertad condicional, no era una opción.
—Tenemos que ser capaces de trabajar juntos, Paula. Tenemos que estar en sintonía.
—Quizá sí, Pedro—sintió alivio por el cambio de tema—, no tengo la sensación de que estemos trabajando juntos. Tú das órdenes y esperas que se cumplan. No he tenido otra intervención en todo lo que está ocurriendo aquí más que escribir la circular para el personal.
—Has estado en todas las reuniones que hemos mantenido Esteban y yo.
—Si, pero ¿Para qué molestarse? Nunca consigo decir nada de peso en la discusión. Los dos van a lo de ustedes y me dejan afuera. Todo lo que haces es dar órdenes sobre lo que hacer y cuándo. No importa el incremento de la carga de trabajo o los ajustes que hay que hacer. ¿Cómo es estar en la cima? No tienes que enfrentarte con cosas como hacer pequeños cambios para que todo siga funcionando con fluidez.
—Te ruego que me perdones —dijo con voz formal—. Creía que decías que ése era tu trabajo.
—Lo es —dijo sintiendo que le hervía la sangre—, pero sigo siendo sólo una persona y el volumen de trabajo se ha incrementado considerablemente. Y también dijiste que querías mis aportaciones.
—¿Hay algo de lo que hayamos hecho con lo que no estés de acuerdo?
Se quedó callada. La verdad era que le gustaba todo lo que se había hecho.
—Ésa no es la cuestión. Me has puesto de guardia de tráfico, dirijo a la gente de un sitio a otro. Siete cosas imposibles de hacer antes de que se sirva el desayuno.
—Si no puedes con el trabajo...
El pánico la invadió. Eso era lo que no quería que pasase y había trabajado noche y día para evitarlo. Necesitaba ese trabajo. Quería ese trabajo y la vida que se había construido alrededor. Había pensado que sólo sería un periodo con trabajo extra y luego todo iría bien. Y sólo había pasado una semana y ya estaban hartos el uno del otro.
—Puedo con el trabajo. Mi trabajo. Pero sólo soy una persona, Pedro.
—Así que estás enfadada conmigo y no con Jimena. Tú no eres la única que echa muchas horas, Paula. No le pido a mi gente nada que no me pida a mí mismo.
—Entonces quizás es que esperas demasiado.
—Pues es lo que hay. Y no soy yo quien ha tenido una rabieta.
—¡Eres insufrible!
—Eso me han dicho —dijo con una sonrisa.
—Seguramente una legión de mujeres dóciles —dijo con tono mordaz.
—¿Legión? —volvió a sonreír.
—¿Puedes dejar de sonreír? Leo las revistas.
Pedro se echó a reír a carcajadas y ella sintió que tenía su efecto. No podía ser, quería odiarlo. Verlo trabajar la última semana le había hecho estar peligrosamente cerca de la admiración por su entusiasmo y dedicación.
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