—¿Por qué crees que he venido a contártelo en persona? Por favor, no llores. Quería contártelo y antes de esta noche...
—Eso no cambia nada. La realidad es que podía encontrarme con otra pastelería a la vuelta de la esquina en unos meses. Muchos de mis clientes viven en la calle Haywood y tendrían que pasar por delante de la otra pastelería antes de llegar aquí —Paula se mordió los labios—. Esto lo cambia todo, Caro. ¿Y qué pasa con mi niña?
—Pau...
—Mira, déjalo. Gracias por contármelo en persona pero, por favor, discúlpame ante tu familia. No puedo ir a esa cena, no puedo fingir que estoy pasándolo bien...
—No, por favor, tienes que venir.
—No te preocupes, dormiré bien esta noche y mañana será un día fabuloso. Pase lo que pase en el trabajo, tú sabes que yo quiero que Pablo y tú sean felices.
—Pedro me matará.
—¿Él sabe que has venido?
Carolina negó con la cabeza.
—Y tampoco sabe nada sobre el interés de Javier Brooks. Ése iba a ser el anuncio de esta noche: la buena noticia antes de la mala.
—¿Hay una mala noticia?
—Le he pedido a mi padre que sea mi padrino y él ha aceptado. Mi padre me acompañará hasta el altar mañana en lugar de Pedro. ¿Ahora entiendes por qué te necesito en la cena, Pau? No es por mí, es por mi hermano. Sé que le dolerá mucho.
La lucecita del contestador automático estaba encendida cuando Pedro volvió al ático. Había llevado sus cosas al hotel y ahora Carolina estaba instalada en el cuarto de invitados, así que tenía una hora para relajarse antes de ir a buscar a Paula. El espejo que había sobre el teléfono le devolvía una imagen sonriente... y él sabía quién era la responsable. Hacía años que no tenía tantas ganas de ver a alguien. Una cosa estaba clara: empezaba a enamorarse de la bonita repostera. Y era una sorpresa para él... Pero cuando pulsó el botón del contestador para escuchar los mensajes, la voz que hizo eco en el salón borró la sonrisa de sus labios.
—Hola, Caro, cariño, soy papá. Llegaré al restaurante alrededor de las ocho y media, si te parece bien. Llámame si hay algún problema. Estoy deseando verte otra vez. Hasta luego.
Pedro se dejó caer en el sofá, acongojado. Había oído la voz de Horacio Alfonso exactamente dos veces en los últimos dieciocho años.
La primera vez tenía catorce y su padre estaba siendo introducido en un coche de policía. Cuando cerraron la puerta, el hombre al que había idolatrado toda la vida le dijo unas palabras que se le quedaron grabadas para siempre:
—Cuida de tu madre y de tu hermana. Cuento contigo, hijo.
Estaba tan pálido, tan asustado, tan resignado. Después, mientras el coche patrulla se perdía calle abajo, Jared corrió tras él hasta que oyó a su madre llamándolo desde su casa. Una casa que ya no les pertenecía. Había intentado entender por qué su padre no había querido que acudiese al juicio. No se fijó fianza, no hubo visitas en la cárcel. No entendía por qué no contestaba a sus cartas y no podía creer que se las devolvieran sin abrir. Ninguna llamada de teléfono, ni una tarjeta en Navidad. Ninguna señal de que a su adorado padre le importase un bledo cómo vivían, si habían podido salir adelante sin la casa y los caros colegios... Era como si hubieran dejado de importarle. Por supuesto, al principio su madre no quiso contarles los problemas con el banco y las tarjetas de crédito, pero no había podido evitar que Pedro leyera los periódicos. Y, con la curiosidad lógica de un chico de catorce años, no había tardado mucho en descubrir la verdad: Horacio Alfonso se había gastado su dinero, y el dinero de sus clientes, en alcohol y casinos. Ya había hipotecado la casa y los coches sin decirle nada a su mujer y no había nada más que vender, de modo que se dedicó a robar y engañar a los clientes que le habían confiado los ahorros de su vida. Dejó escapar un suspiro mientras miraba alrededor. Él había comprado aquel ático con dinero de su propia cuenta corriente.Sin préstamos, sin deudas. El apartamento de Nueva York estaba a nombre de Carolina, junto con los demás apartamentos del edificio; su pequeño seguro de vida, como ella solía llamarlo. Aunque los dos sabían que no era pequeño. Su madre había vuelto a casarse con un hombre rico que tenía una finca en Francia, con castillo incluido, y no necesitaba ayuda económica. Desde el principio, había usado los beneficios de una venta para invertir en el siguiente proyecto. Y el éxito se pagaba con trabajo y clientes. Clientes como Javier Brooks de Noodles y Strudels. ¿Era aquel ático su hogar o simplemente el sitio que usaba durante sus visitas a Londres? Lucy ya había decidido llevar sus cosas a Nueva York cuando volviera de su luna de miel. ¿Y qué iba a hacer él? Sintió una punzada de algo parecido a la melancolía. Carolina no bromeaba cuando le dijo que Pablo y ella pensaban tener familia antes de que fueran demasiado mayores para disfrutar de los niños.¿Qué podía ofrecerle él a una mujer salvo algún fin de semana libre de vez en cuando? Una mujer como Paula Chaves, por ejemplo. La pastelería era toda su vida, su trabajo y su hogar. Ella no podía dejarlo todo para irse a Miami o a Aspen un fin de semana sólo porque él tenía unos días libres.
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