martes, 8 de mayo de 2018

Dulce Tentación: Capítulo 38

—¿Por  qué  crees  que  he  venido  a  contártelo  en  persona?  Por  favor,  no  llores. Quería contártelo y antes de esta noche...

—Eso  no cambia nada.   La realidad  es que podía encontrarme con  otra  pastelería a la vuelta de la esquina en unos meses. Muchos de mis clientes viven en la calle Haywood y tendrían que pasar por delante de la otra pastelería antes de llegar aquí —Paula se  mordió  los  labios—.  Esto  lo  cambia  todo,  Caro.  ¿Y  qué  pasa  con  mi  niña?

—Pau...

—Mira, déjalo. Gracias por contármelo en persona pero, por favor, discúlpame ante tu familia. No puedo ir a esa cena, no puedo fingir que estoy pasándolo bien...

—No, por favor, tienes que venir.

—No  te  preocupes,  dormiré  bien  esta  noche  y  mañana  será  un  día  fabuloso.  Pase lo que pase en el trabajo, tú sabes que yo quiero que Pablo y tú sean felices.

—Pedro me matará.

—¿Él sabe que has venido?

Carolina negó con la cabeza.

—Y tampoco sabe nada sobre el interés de Javier Brooks. Ése iba a ser el anuncio de esta noche: la buena noticia antes de la mala.

—¿Hay una mala noticia?

—Le  he  pedido  a  mi  padre  que  sea  mi  padrino  y  él  ha  aceptado.  Mi  padre  me acompañará  hasta  el  altar  mañana  en lugar  de Pedro.  ¿Ahora  entiendes  por  qué  te  necesito en la cena, Pau? No es por mí, es por mi hermano. Sé que le dolerá mucho.


La lucecita del contestador automático estaba encendida cuando Pedro volvió al ático. Había llevado sus cosas al hotel y ahora Carolina  estaba instalada en el cuarto de invitados, así que tenía una hora para relajarse antes de ir a buscar a Paula. El  espejo  que  había  sobre  el  teléfono  le  devolvía  una  imagen  sonriente...  y  él  sabía quién era la responsable. Hacía  años  que  no  tenía  tantas  ganas  de  ver  a  alguien.  Una  cosa  estaba  clara:  empezaba a enamorarse de la bonita repostera. Y era una sorpresa para él... Pero  cuando  pulsó  el  botón  del  contestador  para  escuchar  los  mensajes,  la  voz  que hizo eco en el salón borró la sonrisa de sus labios.

—Hola,  Caro,  cariño,  soy  papá.  Llegaré  al  restaurante  alrededor  de  las  ocho  y  media, si te parece bien. Llámame si hay algún problema. Estoy deseando verte otra vez. Hasta luego.

Pedro se  dejó  caer  en  el  sofá,  acongojado.  Había  oído  la  voz  de  Horacio Alfonso  exactamente dos veces en los últimos dieciocho años.

La primera vez tenía catorce y su padre estaba siendo introducido en un coche de policía. Cuando cerraron la puerta, el hombre al que había idolatrado toda la vida le dijo unas palabras que se le quedaron grabadas para siempre:

—Cuida de tu madre y de tu hermana. Cuento contigo, hijo.

Estaba  tan  pálido,  tan  asustado,  tan  resignado.  Después,  mientras  el  coche  patrulla  se  perdía  calle  abajo,  Jared  corrió  tras  él  hasta  que  oyó  a  su  madre  llamándolo desde su casa. Una casa que ya no les pertenecía. Había  intentado entender  por  qué  su  padre  no  había  querido  que  acudiese  al  juicio.  No  se  fijó  fianza,  no  hubo  visitas  en  la  cárcel.  No  entendía  por  qué  no  contestaba  a  sus  cartas  y  no  podía  creer  que  se  las  devolvieran  sin  abrir.  Ninguna  llamada  de  teléfono,  ni una  tarjeta  en  Navidad.  Ninguna  señal  de  que  a  su  adorado  padre le importase un bledo cómo vivían, si habían podido salir adelante sin la casa y los caros colegios... Era como si hubieran dejado de importarle. Por  supuesto,  al  principio  su  madre  no  quiso  contarles  los  problemas  con  el  banco  y  las  tarjetas  de  crédito,  pero  no  había  podido  evitar  que  Pedro leyera  los  periódicos. Y, con la curiosidad lógica de un chico de catorce años, no había tardado mucho en  descubrir  la  verdad:  Horacio Alfonso se  había  gastado  su  dinero,  y  el  dinero  de  sus  clientes,  en  alcohol  y  casinos.  Ya  había  hipotecado  la  casa  y  los  coches  sin  decirle  nada a su mujer y no había nada más que vender, de modo que se dedicó a robar y engañar a los clientes que le habían confiado los ahorros de su vida. Dejó  escapar  un  suspiro  mientras  miraba  alrededor.  Él  había  comprado  aquel ático con dinero de su propia cuenta corriente.Sin préstamos, sin deudas. El apartamento de Nueva York estaba a nombre de Carolina,  junto  con  los  demás  apartamentos  del  edificio;  su  pequeño  seguro  de  vida,  como ella solía llamarlo. Aunque los dos sabían que no era pequeño. Su madre había vuelto  a  casarse  con  un  hombre  rico  que  tenía  una  finca  en  Francia,  con  castillo  incluido, y no necesitaba ayuda económica. Desde  el  principio, había  usado  los  beneficios  de  una  venta  para  invertir  en el siguiente proyecto. Y el éxito se pagaba con trabajo y clientes. Clientes como Javier Brooks de Noodles y Strudels. ¿Era aquel ático su hogar o simplemente el sitio que usaba  durante  sus  visitas  a  Londres?  Lucy  ya  había  decidido  llevar  sus  cosas  a  Nueva York cuando volviera de su luna de miel. ¿Y qué iba a hacer él? Sintió  una  punzada  de  algo  parecido  a  la  melancolía.  Carolina no  bromeaba  cuando le dijo que Pablo y ella pensaban tener familia antes de que fueran demasiado mayores para disfrutar de los niños.¿Qué  podía  ofrecerle  él  a  una  mujer  salvo  algún  fin  de  semana  libre  de  vez  en  cuando? Una mujer como Paula Chaves, por ejemplo. La pastelería era toda su vida, su trabajo y su hogar. Ella no podía dejarlo todo para irse a Miami o a Aspen un fin de semana sólo porque él tenía unos días libres.

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