—Oh, Paula, ¿Estás celosa?
—Difícilmente —dijo con tanto desprecio que pensó que tendría que creerla. ¿Por qué demonios iba a estar celosa?—. Confía en mí, Pedro, no tengo ningún deseo de ser una muesca en la pata de tu cama.
La sonrisa de Pedro se esfumó.
—Eso está bastante claro. Y déjame a mí ser claro también: si tienes algún problema con algo de lo que ocurre aquí, tienes que hablarlo. Mi formación no incluye la lectura de pensamientos.
Pero ella no estaba acostumbrada a hablar. Estaba acostumbrada al orden y la rutina. Había llegado donde estaba por hacer bien su trabajo, no por pasar por encima de la gente. Sabía lo que pasaba cuando se movía el barco. Despacio, en el silencio, sintió que la rabia se disipaba.
—No me gusta discutir.
—A mí me encanta —sonrió y le brillaron los ojos.
Ella lo miró. ¿Le encantaba? Ella tenía un nudo en el estómago sólo de pensarlo y él decía que le gustaba.
—¿Cómo puedes decir eso?
—¿No te sientes mejor?
—No te entiendo.
Él se puso de pie y se apoyó en la mesa.
—Tener una discusión abierta y sincera es mucho mejor que mantener dentro la frustración y el resentimiento. Limpia el aire. Es refrescante. Saludable.
—Lo siento, no capto el concepto de la confrontación saludable. Para mí no hay nada saludable en gritarse, en insultarse. Al final alguien siempre acaba herido porque una persona no sabe parar —dijo sin mirarlo, porque no podía ver sus ojos, y esperó el temblor que la sacudía cada vez que pensaba en Fernando.
Sabía que estaba fuera, libre en algún sitio. Algo hizo clic en la cabeza de Pedro. El germen de una idea que de pronto fue tan clara que pensó cómo no se le había ocurrido antes. Quizá porque había estado tan concentrado en su trabajo que no le había dado prioridad a eso. Ella había sufrido. Alguien le había hecho daño y tenía miedo.Tenía sentido. No se había dado cuenta de las señales, pero en ese momento las veía. Su aversión al contacto, a la discusión. Cómo se había puesto en el ático, cómo estaba de pie en ese momento al lado de la puerta, lista para huir. Cómo no lo miraba a los ojos y mantenía la distancia. En su familia discutir era algo que se hacía siempre apasionadamente, lo mismo que amar. Una cosa no negaba la otra. No podría vivir con su padre y su hermana sin discutir, era parte de lo que eran. Pero también se querían Por mucho que le enfureciera el control de su padre en Alfonso, no dejaba de quererlo. Era el cariño lo que les había hecho sentirse seguros. Podía ver en Paula que alguien le había enseñado justo lo contrario. Alguien le había enseñado que el amor hacía daño. Pero no podía abordar el tema. Apenas se conocían. Era su jefe y sería meterse en un terreno muy personal, pero no podía evitar preguntarse qué o quién le había hecho tener tanto miedo. Lo último que quería era que tuviera miedo de él.
—Paula, lo siento. Realmente ha tenido que molestarte. Los dos hemos soportado mucho estrés —decidió que un poco de introspección no iría mal para que ella se sintiera mejor. Sonrió—. Soy italiano. En mi familia discutimos apasionadamente, tanto como nos queremos apasionadamente. Sabemos que siempre estaremos ahí para cuando se nos necesite, no importa lo mucho que disintamos. No se me había ocurrido que no todo el mundo es igual.
Se lo quedó mirando atrapada un instante. Lo mismo que el día del ático, sus ojos brillaban como un amanecer y vió que en ella había mucho más de lo que imaginaba. Podía ver el dolor. El dolor que ella pensaba que mantenía oculto en su interior tras un muro que había levantado para esconderlo. Había visto antes esa clase de dolor. En los ojos de su padre y en los de su hermana Carolina. Era, se dió cuenta, el aspecto que tenía la pérdida de la esperanza. Por mucho que se había esforzado, nunca había conseguido quitárselo de los ojos por completo.
—Lo siento —volvió a decir.
—Y yo antes he perdido los papeles y te debo una disculpa —dijo ella en tono suave.
—Aceptada.
No podían pasarse todo el tiempo enfrentados. No sería bueno para el hotel, ni para el personal, ni siquiera para ellos. Pensó en un almuerzo de paz.
—Hace un día precioso y, por lo que he oído, uno de los últimos. Déjame tentarte con un almuerzo ahora que hemos aclarado las cosas.
—No creo que sea buena idea.
Movió la mano hacia ella, pero de inmediato la retiró, recordó su aversión a que la tocasen.
—Te estoy ofreciendo una tregua, Paula. Me gustaría que fuésemos amigos. Me gustaría que te sintieras lo bastante cómoda conmigo como para expresar libremente cualquier opinión. Conoces la zona. Conoces al personal mejor que yo. Eres un activo importante en el Cascade, Paula, y no será bueno para nadie si no somos capaces de trabajar juntos. No podemos tener más discusiones como la de hoy, es contraproducente.
—Pedro, aprecio el gesto, pero tengo un montón de llamadas que hacer, por no mencionar dirigir el hotel. Estamos sometidos a demasiados cambios y tengo que ajustarlo todo.
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