Pasaron unos pocos minutos antes de que el coche se detuviera frente a una casita de piedra en la ladera de una colina, rodeada de píceas y arbustos. Eduardo le abrió la puerta y salió.
—¿Sería mucho pedir que nos esperases?
—Usted es la jefa, señorita Chaves.
Paula sonrió. Se alegraba de que Pedro lo hubiese elegido a él como chófer. Eduardo era uno de los pocos hombres con quien se sentía cómoda.
—Puedes bajarte, Pedro. Iremos caminando desde aquí.
Recorrió el sendero empedrado que conducía a su casa mientras Pedro sacaba la cesta del coche. En cuanto llegó a la barandilla empezaron los ladridos y sonrió. Abrió la puerta y gritó:
—¡Soy yo! —y fue recibida por lametazos de alegría. Bobby, su compañero, su protector, su único amor incondicional.
—¿Quieres ir de paseo, chico?
Entonces el perro vió a Luca al final del sendero y salió por la puerta.
—¡Bobby! —gritó ella.
Por una vez el perro ignoró su orden y corrió hacia Pedro, a quien le apoyó las patas en el pecho. Pedro acarició las rubias orejas del animal.
—Eres precioso —dijo al perro y después añadió dirigiéndose a Paula—: ¡No sabía que tenías un perro!
Al menos, no se había enfadado. Aunque la mortificaba un poco que el perro lo hubiera recibido tan bien.
—Bobby, vamos —el labrador corrió hasta el porche—. Échate —el perro se tumbó a sus pies.
—Si está así de bien enseñado, sólo puedo pensar que le has susurrado algo al oído y por eso ha salido corriendo hacia mí —dijo Pedro en tono de broma.
—Lo siento por tu suéter.
—Ni siquiera lo ha ensuciado. Además, ¿Para qué está el servicio de lavandería?
—Bobby, quieto —dejó al perro en el porche y abrió la puerta mosquitera—. Un momento.
—Así que a él es a quien querías que conociera.
—Sí. Si vamos a comer fuera, creo que será un buen momento para dejarlo correr. Es muy bueno. Se queda aquí y me espera todo el día —le acarició la cabeza—. Será una maravilla para él poder salir a mediodía.
—¿No lo dejas en el jardín?
—Sé que parece cruel —lo miró—, dejarlo todo el día encerrado. Seguramente podría dejarlo fuera, pero no me fío de los osos —apoyó la frente en el cuello de Bobby—. No sé qué haría si algo le sucediera.
También era una cierta protección para ella. Nada le haría daño mientras Tommy estuviese cerca. Era grande y era fiel.
—Bueno, te espero —Pedro se sentó en una silla y dejó la cesta en el suelo para acariciar al perro.
Paula fue a su dormitorio y se puso unos vaqueros y un suéter. Le pareció extrañamente íntimo cambiarse de ropa sabiendo que Pedro estaba tan cerca. Aquello casi parecía una cita. Se sentó en la cama. No, era una comida de trabajo, eso era todo. Un descanso de la locura en que se había convertido el Cascade. Una tregua, eso era lo que había dicho él, ¿No? Que quería que fueran amigos. Se sentía dividida. Quería amigos, pero aún la idea de estar cerca de la gente la asustaba. Deseaba que fuera distinto. Poder dejar atrás el pasado. Poder olvidarse del dolor y del miedo y tener una vida normal. En lugar de eso, sentía un nudo en el estómago sólo de pensar en comer con su jefe. No estaba preparada para la sensación de vacío en el vientre cuando él había entrado en la casa. Había pasado tanto tiempo sola, centrada en reconstruir su vida que para ella era una experiencia nueva. Llevarlo allí no había sido un accidente. Saber que Bobby estaba con ellos, entre ellos, ayudaría. No podía estar sola. Y quizá con ese almuerzo, llegaran a un nivel de trato aceptable. Quizá pudieran pactar cómo se iba a tratar las siguientes semanas. En eso él tenía razón.
—¿Paula? ¿Estás bien?Se sorprendió por el sonido de su voz. Había estado soñando despierta unos minutos y lo había dejado en el porche.
—¡Ya voy! —gritó levantándose.
Aquello no era más que una comida. Era ella la que estaba sacando todo de quicio. Volvió al porche.
—Venga. Bobby, vamos.
El perro le pisaba los talones mientras Pedro llevaba la cesta y el Cadillac negro esperaba al pie de la colina.Lo llevó por un sendero desde el que siempre se veía su casita. Cuando llegaron a la cima de la colina, se detuvo, se agachó por un palo y se lo lanzó a Bobby, que corrió por él. Desde allí se podía ver todo el valle. Su casa y el coche debajo de ella.
—¿Aquí está bien?
Pedro dejó la cesta en el suelo y sacó de ella una manta.
—Perfecto.
Paula se sentó en la manta y volvió a lanzarle el palo al perro.
—No tendremos muchos más días así —murmuró ella sintiendo el calor del sol en el rostro—. Incluso éste me sorprende.
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